Apenas se habla, por ejemplo, de la persistencia de la austeridad salarial y la precariedad laboral en la economía española, a pesar de los signos de recuperación que ofrecen las grandes cifras macroeconómicas. El equilibrio de las cuentas realizado a partir de la contención del gasto ha conllevado el recorte presupuestario drástico en partidas de fuerte impacto social, como son las de educación y sanidad, que, junto al frenazo de la inversión pública y la congelación de facto de las pensiones, han provocado el empobrecimiento de amplias capas de la población. Sin embargo, ninguna iniciativa política del Gobierno se ocupa actualmente de compensar o corregir el deterioro de una redistribución de la riqueza que ha castigado sobremanera a los más débiles económicamente y vulnerables frente a la desigualdad. Ofuscados ante el desafío del nacionalismo independentista catalán, hemos olvidado las injusticias de una política económica que ha beneficiado al capital en perjuicio de los trabajadores, asalariados y dependientes del auxilio público. Y que, cuando llegan las “vacas gordas” de la supuesta recuperación, no se suavizan esos sacrificios impuestos a una de las partes, sino que se mantienen para seguir eximiendo de los mismos a la otra parte más afortunada y pudiente. ¿Hasta cuándo, pues, se deberá obviar que el peso de la crisis sigue cayendo fundamentalmente sobre los trabajadores y clases medias, a los que ninguna ayuda es posible en estos momentos? ¿Todavía no es hora, acaso, de reclamar la máxima atención sobre una injusticia que afecta a decenas de millones de españoles, de todas las regiones del país, un número de damnificados muy superior al de esos independentistas que concitan el interés exclusivo de la opinión pública? ¿Por qué un asunto eclipsa al otro? Aún reconociendo la gravedad del desafío soberanista catalán, el deterioro al que se ha condenado a la clase trabajadora con la escusa de la crisis económica, también lo es. Incluso en mayor medida.
Claro que, a nivel mundial, las noticias surgen con idéntica intencionalidad acaparadora y excluyente, tanto que ya no se percibe a Donald Trump como el mayor peligro de EE UU, sino los diversos frentes en los que se ha metido y no sabe cómo resolver, salvo con amenazas y descalificaciones vía Twitter, como suelen los bocazas. La realidad se le vuelve en contra de su idílica capacidad resolutiva y hasta los yihadistas le crecen en sus barbas y cometen las mismas masacres contra indefensos ciudadanos que tanto ha criticado en Londres, París o Bruselas por sus políticas permisivas con los inmigrantes y refugiados. Y es que, por muchos muros que levante y todas las prohibiciones de entrada de extranjeros musulmanes al país que decrete, los energúmenos radicalizados atentan en su Nueva York natal contra confiados viandantes mediante el mismo procedimiento del camión como arma letal que hizo estragos en Niza o Barcelona. O que la consecuencia de esa nefasta manía de no regular la posesión de armas de fuego, como derecho irrenunciable, siga provocando un reguero de sangre inocente entre los propios norteamericanos, tan alarmante o más que los atentados terroristas que el presidente más inútil de la historia dice combatir infructuosamente con bombas y criminalizando a los inmigrantes. Todo ello queda oculto por ese viaje publicitario a través de Asia con el que el mandatario yanqui busca resarcir su deteriorada imagen de comandante en jefe del ejército más poderoso del mundo, pero incapaz de evitar las pesquisas que ya señalan a personas de su entorno más cercano como conspiradores en la trama rusa de injerencia en las elecciones que lo sentaron en la Casa Blanca. Ya se sabía que las soflamas bélicas siempre han sido eficaces para desviar la atención de las debilidades propias y las incapacidades internas, todas ellas personificadas hoy bajo un solo nombre: Donald Trump.