El argentino Jorge Luis Borges recordó en una de sus obras el conocido dictamen de Emerson, según el cual los libros no abiertos eran simplemente volúmenes, objetos, cosas entre las cosas; y que sólo al abrir sus páginas y dejar que nos hablen comienza su verdadera vida: su diálogo con nosotros, su fulgor silente, su “invasión poderosa” (como dijo otro poeta). “Leer” significa, entonces, muchas cosas: abrirse, escuchar, hablar, pensar, aprender, reconsiderar, descubrir, ser.Javier Castro Flórez acaba de publicar en Newcastle Ediciones un delicado tomo que lleva por título Lo que lee un editor. Y hay que reconocer que ha sido muy ingenioso a la hora de elegir el marbete, porque su intención no radicaba, creo, en explicarnos qué obras lee un editor (como se deduciría de una primera lectura, algo plana, del enunciado), sino en desgranarnos lo que deduce de lo leído, lo que absorbe de lo leído. Y, consiguientemente, cómo ese mensaje que los libros dejan dentro de él sale más tarde, empapado de su propia vida, en forma de reseñas.En ellas nos habla de la vanidad del escritor, condenada a quedar cubierta por el polvo del olvido; de su indesmayable fervor por la obra de Azorín, del que afirma poseer (quizá ahora sean más) 156 libros “suyos o sobre él”; de su fascinación por la ciudad de Praga; de los libros lúcidos que nos salvan de la barbarie o que nos facilitan la coraza con la que protegernos de sus asechanzas; de su interés por leer los recuerdos de quienes pasaron por campos de exterminio; del horror siempre nauseabundo que provocan todas las guerras; o de su aplauso por el conceptismo con el que Jesús Marchamalo elabora sus biografías literarias. Y en todas, de una manera general, se percibe el aroma de una frase que el autor coloca en la página 111: “Quien sueña nunca es derrotado”.Pero lo que más impresiona de estos escritos (recomiendo que los lectores se detengan con deleite en ese detalle) es la forma en que Javier Castro construye en cada bloque de 636 palabras justas un híbrido mágico, donde mezcla recuerdos personales, anécdotas, citas, circunloquios y humor. Una mezcla de vida y reseña que, a falta de mejor nombre, podríamos bautizar como “videña”. O, mejor aún, “revida”. (Y, por cierto, la que cierra el tomo es la reseña, videña o revida más hermosa que he leído jamás).Léanlo sin falta.
El argentino Jorge Luis Borges recordó en una de sus obras el conocido dictamen de Emerson, según el cual los libros no abiertos eran simplemente volúmenes, objetos, cosas entre las cosas; y que sólo al abrir sus páginas y dejar que nos hablen comienza su verdadera vida: su diálogo con nosotros, su fulgor silente, su “invasión poderosa” (como dijo otro poeta). “Leer” significa, entonces, muchas cosas: abrirse, escuchar, hablar, pensar, aprender, reconsiderar, descubrir, ser.Javier Castro Flórez acaba de publicar en Newcastle Ediciones un delicado tomo que lleva por título Lo que lee un editor. Y hay que reconocer que ha sido muy ingenioso a la hora de elegir el marbete, porque su intención no radicaba, creo, en explicarnos qué obras lee un editor (como se deduciría de una primera lectura, algo plana, del enunciado), sino en desgranarnos lo que deduce de lo leído, lo que absorbe de lo leído. Y, consiguientemente, cómo ese mensaje que los libros dejan dentro de él sale más tarde, empapado de su propia vida, en forma de reseñas.En ellas nos habla de la vanidad del escritor, condenada a quedar cubierta por el polvo del olvido; de su indesmayable fervor por la obra de Azorín, del que afirma poseer (quizá ahora sean más) 156 libros “suyos o sobre él”; de su fascinación por la ciudad de Praga; de los libros lúcidos que nos salvan de la barbarie o que nos facilitan la coraza con la que protegernos de sus asechanzas; de su interés por leer los recuerdos de quienes pasaron por campos de exterminio; del horror siempre nauseabundo que provocan todas las guerras; o de su aplauso por el conceptismo con el que Jesús Marchamalo elabora sus biografías literarias. Y en todas, de una manera general, se percibe el aroma de una frase que el autor coloca en la página 111: “Quien sueña nunca es derrotado”.Pero lo que más impresiona de estos escritos (recomiendo que los lectores se detengan con deleite en ese detalle) es la forma en que Javier Castro construye en cada bloque de 636 palabras justas un híbrido mágico, donde mezcla recuerdos personales, anécdotas, citas, circunloquios y humor. Una mezcla de vida y reseña que, a falta de mejor nombre, podríamos bautizar como “videña”. O, mejor aún, “revida”. (Y, por cierto, la que cierra el tomo es la reseña, videña o revida más hermosa que he leído jamás).Léanlo sin falta.