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Lo que no se puede evitar: Six Black Horses, de traiciones y fatalidades. Audie Murphy y Dan Duryea recorren el último camino

Publicado el 04 abril 2011 por Esbilla

Lo que no se puede evitar: Six Black Horses, de traiciones y fatalidades. Audie Murphy y Dan Duryea recorren el último caminoSix Black Horses

Director: Harry Keller

1962

EEUU

80 min.

Fotografía: Maury Gertsman

Música: Joseph Gershenson (dirección musical)

Guión: Burt Kennedy

Montaje: Aaron Stell

Reparto: Audie Murphy, Dan Duryea, Joan O’Brien, Henry Wills, Roy Bancrof

A raíz de traer por aquí esa perla “b” que es el War Paint de Lesley Selander ya me extendí sobre la naturaleza en cambio del western de bajo presupuesto a partir de la década de los 50 en base, precisamente, a la peripecia profesional de un director de larguísimo recorrido que ejemplificaba a la perfección las necesidades de mantener una producción modesta y como el relevo de los grandes estudios recayó sobre la producción independiente. Six Black Horses, emitida en diferentes canales autonómicos como “Seis caballos negros”, es otro de estos ejemplares, uno ya relativamente tardío, en 1962 la pujanza de la televisión recomendaba cada vez menos este tipo de empeños y uno de especial valor por la manera en la cual cristalizan diferentes personalidades individuales dando lo mejor de si mismos en un trabajo que no debería, en virtud de su misma naturaleza, haber arrojado nada más allá de un encargo común de entre los muchos que protagonizó el héroe de guerra Audi

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e Murphy durante su trayectoria, despachado con funcionalidad y la necesaria honradez profesional por un director como Harry Keller, que no le dice nada a nadie. Pero de alguna manera el resultado termina por ser un western que supera su propia superficie ofreciendo un compacto muestrario de clasicismo melancólico, un trabajo de singular fuerza e incluso gravedad que parecería demodé sino estuviera tocado de un algo crepuscular que nace tanto de la sobria fibra de su puesta en escena, como de un guión excepcionalmente bien dialogado y de la presencia de un intérprete tan formidable como Dan Duryea, cuya madurez física representa por si misma un mapa del dolor y la derrota tan contundente como el paisaje pedregoso que envuelve todo el viaje de los protagonistas.

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Gran parte de estas virtudes tienen una más que plausible raíz en la presencia escrita de Burt Kennedy, pronto mediocre director y antes responsable de los libretos tras la saga rodada por Budd Boetticher con Randolph Scott como motivo central entre Seven men from now y Estación Comanche, entre 1956 y 1960, un ciclo de asombrosa coherencia interna (formal, conceptual, emocional) que en no pocos aspectos finiquita el clasicismo -¿es de extrañar que un trabajo tan definitivo como El hombre que mató a Liberty valance sea del año 1961?- al reducirlo, más bien al decantarlo, en su esencia mitológica más pura.

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Un año después de terminar su asociación con Boetticher, Kennedy dirigió su primera película, Al otro lado de la frontera (que desgraciadamente no he visto) con Robert Ryan de protagonista y continuó a lo largo del año 1962, trabajando para televisión  como guionista y director en un puñado de capítulos en series como Lawman, El Virginiano o Hazañas bélicas. Durante ese mismo 1962 escribió este Six Black Horses para la Universal, un título que dirigiría otro profesional tan perfectamente transparente como Harry Keller, el cual, orillada su larga trayectoria como montador, llevaba tiempo dedicándose a facturar todo tipo de encargos del género, con preferencia por el western (sin desdeñar otros asuntos, claro) tanto cinematográfico como televisivo. Toda la operación se construía entorno a la ya ajada figura miniestelar de Audie Murphy, muy lejos de sus años más activos y populares de la década anterior, con un pie en la televisión (protagonizó brevemente la serie
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 Whispering Smith durante 1961) y otro en un olvido progresivo que le llevaría incluso hasta Almería en compañía del gran Broderick Crawford, para protagonizar juntos el film de Lesley Selander Texas Kid, ya en 1966. Antes había hecho escala en Alemani para ocuparse de un ignoto eurospy, Einer spielt falsch, que le enfrentaba a George Sanders, nada menos, con un giuión donde colaboró el genial novelista Marc Bhem y dirección, en comandita, de los temibles Menahem Golan y Raphael Nussbaum. En definitiva, Murphy estaba enganchado en una manera de hacer westerns que había caducado para el cine, absorbido por el nuevo sistema de seriales televisivos que, durante los 60 ocuparon definitivamente el puesto de la producción “b” que los grandes estudios habían ostentado hasta los 40. En sta coyuntura no resulta muy aventurado decir que este Six Black Horses es el mejor film del intérprete en todos los 60, y además una de sus mejores películas dentro del género junto a la también excelente No name on the bullet, realizada por Jack Arnold en 1959 y todo ello con el vértice de, nuevamente, el gran guión de Kennedy donde se prolongan no pocas de las estrategias y motivos del ciclo Boetticher-Sott.

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Más allá de la solidez de su elementos formales, todo el film posee un brío narrativo notable al que ayuda la ya conocida estructura itinerante “boetticheriana” (el perpetuo movimiento externo como expresión de la convulsión interna de unos personajes obligados a avanzar y avanzar) y la solidez de la puesta en escena en duros exteriores, aunque estos se repitan a ojos vista están muy bien usados para provocar una sensación de infinitud claustrofóbica de un viaje destinado, tal es la lógica fatalista del relato, a no terminar. Una comunión notable de elementos externos e internos, de solidez de género e introspección crepuscular donde resulta capital la presencia de un intérprete de la entidad de Dan Duryea, cuya relación con personaje/personalidad de Murphy proporciona a todo el relato una dinámica excepcional basada en el contraste a todo los niveles -joven/maduro, hermétic
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o/expresivo, taciturno/irónico, sibilino/recto-. Típico de los guiones anteriores de Kennedy el “villano”, relativo villano ya que estamos en territorio de grises morales y las acciones de Frank Jesse está plenamente justificadas, e incluso entendidas, por su deseo de cambiar enfrentado a la fatalidad de no poder cambiar. Esta contrafigura más compleja y perfilada que la del héroe era la habitual del “Ciclo Ranown” donde la misma presencia y facultades de un actor como Randolph Scott propiciaban una entidad mitológica, pétrea e inmutable a ese mismo héroe que constituía la perfecta oposición al antedicho malvado. Desde luego Audie Murphy nos Randolph Scott y su arquetipo es otro bien distinto, su presencie ofrece una terminación más mundana, menos estilizada y, desde luego, sin semejante estatura divina, pero así y todo se defiende bien, aún quedando por debajo de Duryea  y pese a que su presencia obligue a una historia de amor afortunadamente reconducida hacia lo desesperado.

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También es cierto que es “interés romántico” interpretado por la hermosa Joan O’Brien, quién además de aparecer en títulos como Los Comancheros (Michael Curtiz, 1961) u Operación Pacífico (Blake Edwards, 1959), había compartido cartel con Murphy en al mencionada serie Whispering Smith, ocupa aquí una posición vertebradora del drama al ser desencadenante y fuerza oculta del mismo. Ella recluta a dos vaqueros más bien desarrapados (se había conocido poco antes mediante una acción violenta: Duryea libra a Murphy de ser ahorcado por robar un caballo que creía salvaje) tras una refriega que termina con la muerte de otras dos pistoleros, y les ofrece 1000 dólares por cabeza para escoltarla en una peligroso viaje a través del territorio indio.
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Su actitud y relación con Frank Jesse electrizan el trayecto mientras Ben Lane observa deduciendo un interés oculto. Por un lado existe en la chica una pulsión suicida que transluce cuando observa complacida a los indios acechándolos desde las colinas y por otro una determinación que nace de una tragedia personal pero finalmente equívoca: Jesse asesinó a su marido, es cierto, pero lo hizo pagado por otros.

Dos diálogos son reveladores: durante una pausa nocturna Jesse compara su oficio con el de ella, antigua prostituta, preguntándole crudamente si recuerda el rostro de todos los hombres que le pagaron. No hay reproche o insulto en la frase, solo la constatación de una vida podrida y un intento de explicar que no puede cambiar lo hecho pero quiere dejar de hacerlo. Otra gran escena dialogada cierra el drama: justo antes del duelo entre los dos amigos Jesse dice que esa es la primera vez que conoce a su rival. El desenlace es el previsible.

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