De mi frustrada trayectoria a través de la psicología conservo el recuerdo de un concepto que con frecuencia me ha resultado clarificador. Es el de “represión afectiva de la inteligencia”. El test de Rorschach era capaz de detectar en los sujetos examinados una potencial inteligencia que, sin embargo, se mantenía eventualmente anulada o disminuida porque sobre ella se encaramaban emociones que demandaban más perentoria atención y que dejaban supeditadas a ellas, incluso suprimidas en las zonas más conflictivas, las conclusiones a las que eventualmente pudieran conducir la inteligencia y sus silogismos. Es sobre este mismo asunto sobre el que también reflexionaba María Zambrano cuando afirmó: “La necesidad de descubrir lo real y de enfrentarse con ello, ha tenido que luchar desde siempre con un pánico a la realidad”. Mientras no superemos ese pánico, nuestros comportamientos estarán expuestos a sus dictados, y aquella consigna que Kant consideró como estandarte de la Ilustración: “atrévete a pensar por ti mismo”, seguirá manteniéndose sólo en su forma de desiderátum, no de logro todavía.
Debo a mi amigo Jesús Laínz, concretamente a ciertas llamadas de atención que sobre algunos sucesos históricos hace en su último libro (“Desde Santurce a Bizancio. El poder nacionalizador de las palabras”, Ed. Encuentro, 2011), el que me haya puesto a pensar sobre estas cosas. Refiere en el libro varios ejemplos de pasmosos cambios de dirección en la opinión pública sobre los que merece la pena reflexionar. El que puede servir de paradigma a los demás es el que tuvo lugar en Alemania, cuando “millones de militantes comunistas se pasaron a las filas nacionalsocialistas según la estrella de Hitler ascendía y, sobre todo, tras su ascenso al poder, y el mismo entusiasmo con el que habían perseguido a los camisas pardas fue aplicado tras 1933 a hacer lo propio con los judíos y con sus antiguos compañeros comunistas”. Además de incluir sobre ello algunas expresivas anécdotas, continúa el libro con el relato de otras situaciones, en este sentido semejantes, que la historia viene acumulando; entre ellas, ésta que nos resulta cercana: “El 12 de abril de 1931 una mayoría notable de españoles votó a favor de las listas monárquicas, que acumularon casi el doble de concejales que las republicanas. Pero al día siguiente, cuando las maniobras en despachos se precipitaron hasta la renuncia de Alfonso XIII y la proclamación de la república, el pueblo español se lanzó a la calle, bandera tricolor al viento, para proclamar ebrio de entusiasmo sus indudables convicciones republicanas. Cinco años después tocó lo contrario y el pueblo español salió a la calle a recibir brazo en alto y con lágrimas de alegría a las tropas franquistas”. Aún más cercano en el tiempo nos queda otro de estos ejemplos de brusca variación de planteamientos: también en España, “en noviembre de 1975 una cantidad considerable de españoles se declaraban satisfechos con el gobernante fallecido en aquellas fechas; y pocos meses después la inmensa mayoría se declaraba antifranquista”.
Jesús Laínz, después de reseñar estas intrigantes ambivalencias que la historia nos muestra, concluye que “las masas, en política, siempre se apuntarán al éxito”. Yo creo, por mi parte, que a esta inicial interpretación sobre las causas de este tipo de fenómenos pueden, sin contradecirla, sumarse otras. Una primera ampliación interpretativa podríamos encontrarla en la valoración que sobre el comportamiento humano en general hacía Maquiavelo: “Son tan simples los hombres y obedecen de tal manera a las necesidades inmediatas que quien engañe encontrará siempre quien se deje engañar”. Epícteto (50-125 a 130), en representación de la filosofía estoica, siempre dispuesta a batirse en retirada, aporta a nuestra serie otra interpretación de indudable pedigrí filosófico, que nos lleva a presuponer en la gente una buena base de receptividad hacia recomendaciones como la suya: “No pidas que lo que sucede suceda como deseas, sino desea que las cosas ocurran como ocurren, y serás feliz”. La interpretación que vendría a proponer Kierkegaard no es tan benévola: “Sólo las naturalezas inferiores encuentran en otra persona, y no en ellas mismas, la ley de sus actos o las premisas de sus resoluciones”; las personas más débiles (aquellas que para Kant se mantenían en la actitud infantil que les impedía pensar por sí mismas), aunque más numerosas, estarían atentas a lo que dictasen las otras personalidades más fuertes para, en cuanto resulten evidentes, adscribirse a sus propuestas.
Pero aquí vamos a recuperar sobre todo la idea que exponíamos al principio, y nos centraremos en la forma en que el miedo interviene en esos comportamientos paradójicos. Según esto, las personas que aún no elaboran sus respuestas a las situaciones en función del análisis intelectual de las mismas que esté a su alcance, lo que hacen es configurar una ecuación entre las diversas opciones que tienen poniendo en el numerador, sobre todo y por encima de otras consideraciones, la opción que más miedo les produce, y en el denominador la que menos. Al despejar la X de la ecuación, está claro hacia dónde se inclinará previsiblemente la decisión. La inminencia, la cercanía o la gravedad de la amenaza se van decantando como las variables que acabarán resultando determinantes en el tipo de comportamiento por el que se decidirá todo ese conjunto de personas, llamémoslas pre-ilustradas, que, hoy por hoy, aportan la mayor parte del contenido que conforma la opinión pública.
Todo lo cual ha de servirnos para entender el modo en que, a lo largo de las últimas generaciones, la opinión pública vasca (de un modo abrupto, a través sobre todo del terrorismo y de la violencia callejera) y la catalana (de otro modo más sutil, a través, sobre todo, de la presión social e institucional y de la amenaza del ostracismo), ha ido inclinándose a favor del nacionalismo. Especialmente si consideramos que el Estado se ha mostrado hasta tal punto débil, acomplejado, retirado de la batalla ideológica y dispuesto a concesiones que sólo lleva a cabo quien se siente derrotado de antemano, que la otra opción posible, la que hubiera decantado a la opinión pública de esas regiones a favor de la españolidad, ha quedado indefensa y a la intemperie, en suma, sin capacidad para contrarrestar la fuerza de amedrentamiento que puso en marcha la opción nacionalista.
Una opinión pública pre-ilustrada como la que hoy tenemos en España es susceptible, pues, de variaciones tan drásticas como las que tuvieron lugar en los ejemplos citados más arriba, las mismas que hoy están haciendo crecer a las opciones separatistas. Cuando los nacionalismos echen el órdago final, y no falta tanto para ello, esa opinión acabará inclinándose definitivamente por la opción que resulte más imperativa según los parámetros que venimos analizando. Si Rajoy, como tantas otras veces, trata de ponerse de perfil y se comporta como quien parece pedir que le perdonen la vida, buscando el modo de eludir el combate que le impondrán, las masas harán lo que hemos visto que hacían en los ejemplos arriba mencionados: optarán entusiásticamente por la opción que se presente como más verosímilmente vencedora. Porque cuando uno se identifica con aquél que, gracias a su poder, pudiera resultar amenazante, la amenaza se diluye. Y sólo si nuestros gobernantes, respaldados por la fuerza de la Constitución, de las instituciones democráticas y del resto de los aparatos del Estado, se mantienen firmes, esa mayoría de pre-ilustrados acabará escogiendo la opción adecuada.