Hay un momento de la Primera Guerra Mundial (IGM) que supone un reflejo bastante nítido del nivel de estupidez y miopía que reinó en Europa antes, durante y después del conflicto. La Gran Guerra terminó a las once de la mañana del día once del undécimo mes —noviembre— de 1918, aunque el armisticio había sido firmado oficialmente unos minutos después de las cinco de aquella misma mañana. En esas seis horas de diferencia desde que se firma el alto el fuego hasta que se hace efectivo, se calcula que llegó a haber 10.000 bajas, las últimas de la guerra. Muchas de ellas se produjeron por acciones irresponsables, cuando no directamente suicidas, ordenadas por mandos ansiosos de lograr sus últimos objetivos militares en vez de esperar en las trincheras y devolver a miles de personas sanas y salvas a casa.
Aquella Gran Guerra —“la guerra que pondría fin a todas las guerras”, según los idealistas de la época— apenas fue el aperitivo de otra todavía más destructiva y atroz, originada, en buena medida, en los errores políticos que se cometieron en las negociaciones de paz de ese primer conflicto. Por suerte o por desgracia, aquella apuesta con cerca de 15 millones de muertos sobre la mesa nos dejó algunas lecciones. Algunas hicieron aprender y recapacitar; otras simplemente fueron obviadas y confirmaron la tendencia humana a tropezar con la misma piedra. Un siglo después de aquello, podemos ver la estela que dejaron ambos caminos.
Que la guerra no es una opción deseable
La IGM es a la vez el último conflicto luchado a la antigua usanza, con tácticas, recursos y lógicas decimonónicas, y la primera en librarse de forma moderna. Que la guerra iba a llegar antes o después ya se sabía cuando el archiduque Francisco Fernando fue asesinado en Sarajevo, pues el conflicto ya se había evitado en varias ocasiones los años anteriores. En aquellos momentos, la diplomacia y la prudencia triunfaron sobre las pretensiones imperiales de los países en liza, pero, lejos de encontrar una solución duradera, habían sido simplemente parches que aplazaban el estallido bélico. A su vez, la red europea de alianzas que se había ido tejiendo había creado un sistema totalmente interdependiente: todas las grandes potencias estaban atadas a uno de los dos bloques confrontados, y un buen número de países menores también. Cualquier estallido en uno de ellos amenazaba con desencadenar todo el dominó, como así acabó ocurriendo en el verano del catorce.
Las posiciones de máximos que mantenían todas las potencias hacían prácticamente imposible que en una situación de crisis existiese una posibilidad real de desescalar; nadie iba a ceder en sus pretensiones. En esa misma lógica, para hacer valer la posición propia se hacía necesario amedrentar al oponente, a menudo con la amenaza de la guerra. En una Europa en la que existían desigualdades en las capacidades militares de los principales ejércitos, esto podía ser útil si el débil se amilanaba; en el momento en el que todos se vieron relativamente bien armados respecto al contrario, el camino se encontró con un muro inescalable.
Quizá recordaron aquella frase de Erasmo de Rotterdam de que “La paz más desventajosa es mejor que la guerra más justa” y tomaron conciencia de que un conflicto de tal magnitud no podía volver a ocurrir. La idea de los Catorce Puntos del presidente estadounidense Wilson apuntaba claramente en esa línea: los engranajes del sistema internacional debían cambiar para imponer mecanismos a los Estados y que estos resolviesen sus disputas por cauces pacíficos. Esa era la lógica tras la creación de la Sociedad de Naciones en 1919, un proyecto que nació bastante debilitado por la negativa de distintos países —entre ellos su impulsor, Estados Unidos— a integrarse en ella y a aquellos que fueron saliendo por ofensas o agravios diversos a lo largo de los años. Con todo, el recuerdo de la guerra fue diluyéndose con el tiempo y, con él, la idea de que era preferible una diplomacia lenta y costosa frente a una guerra que, al menos en apariencia, podía ser una solución mucho más práctica.
Que los países no son tartas
Con la guerra murieron también enormes imperios que llevaban tiempo carcomiéndose por dentro, como el austrohúngaro o el otomano. Recortarles territorios mediante la creación de nuevos países era asegurarse también que en un futuro no se alzarían de nuevo. La cuestión aquí es que un buen número de estos Estados fueron creados bajo criterios arbitrarios centrados en los intereses de las potencias o en concepciones etnicistas del Estado nación —una visión más que naturalizada en aquella época—. Así, en Europa aparecieron nuevos países, como Polonia, Checoslovaquia, Austria, Hungría o Yugoslavia —cuyo nombre oficial hasta 1929 fue Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos—.
Esta teoría flojeaba en la parte en que otras minorías nacionales quedaban atrapadas en un Estado que no era el que nacionalmente les correspondía, con la agravante de que la nueva concepción nacional contemplaba la asimilación de cualquier minoría. Por ello, las rediseñadas fronteras estatales nunca llegaron a encajar en su totalidad con las comunidades nacionales que, se suponía, debían contener.
En Oriente Próximo pasó justo lo opuesto. Con la intención de abrirle un segundo frente al Imperio otomano y debilitarlo, los británicos propusieron al jerife Huseín, que entonces gobernaba La Meca, rebelarse contra los otomanos a cambio de la creación de una nación árabe tras la guerra. Sin embargo, estas promesas fueron traicionadas por británicos y franceses mediante el acuerdo Sykes-Picot en 1916, en el que se repartieron de forma arbitraria los territorios árabes del Imperio otomano. En este reparto también murió la promesa de un Kurdistán independiente, algo que no ocurrió con las promesas británicas al movimiento sionista de facilitar la creación de un Estado judío en el mandato británico de Palestina, lo que décadas después redundaría en la creación de Israel.
Para ampliar: “Los caprichos fronterizos de Oriente Próximo”, Fernando Arancón en El Orden Mundial, 2015
El efecto de esta política en Europa fue limitado: unido al exacerbado nacionalismo de la posguerra, estos países generaron en la mayoría de los casos un irredentismo importante al verse cercenados de su ideal nacional. A pesar de tener un Estado propio, en pocos países se encontraban satisfechos con las fronteras que les habían tocado y en muchos casos buscaron aumentarlas a costa de los vecinos. En el caso de los rescoldos otomanos, el resultado fue prácticamente el mismo: el nivel de arbitrariedad con el que se habían creado los nuevos territorios obligó a comunidades muy diversas a relacionarse —también en términos de poder— y a creer en una identidad nacional bastante endeble, lo que a menudo generó Estados frágiles que solo pudieron mantenerse con regímenes autoritarios y no sin pocos conflictos de por medio.
La cantidad de conflictos que seguimos viendo en la zona de Oriente Próximo en la actualidad tienen buena parte de su origen en aquel reparto franco-británico de hace un siglo. Se ha tardado bastante tiempo en aprender que esta práctica no se puede hacer de cualquier manera y tiene implicaciones importantes. Precisamente en el continente africano esta lección ha tenido mayor predicación. Allí se institucionalizó en 1963 el principio en la Organización para la Unidad Africana —hoy Unión Africana— de que se respetarían las fronteras heredadas de la descolonización. Con ello se pretendía atajar que surgiesen multitud de nuevos países descontentos con el reparto poscolonial y, por tanto, nuevos conflictos. Aunque no ha logrado una implementación perfecta, sí se ha conseguido en buena medida el objetivo, ya que desde entonces solo han surgido dos nuevos Estados de iure y ambos de manera consensuada: Eritrea en 1991 y Sudán del Sur en 2011.
Que humillar a otro país solo genera rencor
Los acuerdos de paz tras el conflicto buscaron resarcir económicamente a los vencedores y penalizar a los derrotados. Estas imposiciones nacionales y económicas contra las potencias centrales, especialmente Alemania, también estaban orientadas a un sometimiento por la vía económica. Potencias como Reino Unido o Francia eran plenamente conscientes de que el poder militar alemán se basaba en un importante músculo económico; sin él, los germanos nunca buscarían revancha.
La posición de los vencedores fue, como antes de la guerra, de máximos: Francia estaba herida en su orgullo nacional tras la derrota en la guerra franco-prusiana de 1870 y quería resarcimiento. No le interesaba especialmente el aspecto económico de cobrar las deudas que se le debían por Alemania, sino que esta viese el pago como un acto de sumisión a París. No pagar —o pagar menos— no se percibía como una imposibilidad objetiva, sino como un acto intolerable de rebeldía germana. Con la crisis económica de los años veinte, Alemania incumplió sus compromisos y Francia y Bélgica decidieron invadir la rica e industrial cuenca del Ruhr para extraer sus recursos y así cobrarse lo que consideraban se les debía.
Aunque la ocupación terminó unos años después y se llevaron a cabo una serie de planes para flexibilizar los pagos, el sentimiento de humillación alemán fue notable y abonó de forma inmejorable el terreno para que, tras el crack del 29, el nacionalsocialismo se hiciese con el poder. Tras la Segunda Guerra Mundial, nuevamente se planteó la idea de dejar una Alemania económicamente raquítica —el Plan Morgenthau—, pero en su lugar se concluyó que, al contrario que 20 años antes, lo ideal era compartir los recursos de forma acordada y evitar disputas por ellos. Esa fue, en resumen, la base de la Comunidad Europea del Carbón y el Acero, germen de la actual Unión Europea.
Paradójicamente, aquellos que sufrieron con mayor rigor esta lógica también la han acabado aplicando en otros lugares. La experiencia más reciente son las políticas de austeridad que desde la propia Unión Europea y alentadas por Alemania se implantaron en países como Grecia, Portugal, España o Italia durante la última gran crisis económica. Estas tesis, que primaba recortes en el gasto público para hacer frente a los pagos de deuda —con la acusación añadida por su “irresponsabilidad fiscal”—, han sido en muchos aspectos perjudiciales para dichas economías y solo han generado una enorme desafección en estos países para con la Unión Europea y el norte de Europa. Esto, a su vez, se ha traducido en un auge considerable de partidos euroescépticos y de discurso populista al sentirse buena parte de la ciudadanía humillada y al servicio de los intereses de otros países. Un siglo de diferencia, pero los mismos sentimientos.
Que en la guerra no todo vale
Aunque probablemente haya sido uno de los ejercicios más frustrantes que se haya llevado a cabo en el mundo, especialmente en los últimos siglos, la guerra poco a poco ha ido acotándose a ciertas normas, convenciones y consensos en una búsqueda por humanizar mínimamente los conflictos. El primer Convenio de Ginebra, de 1864, puso las bases de todo el Derecho internacional humanitario desarrollado posteriormente. Antes de la Gran Guerra hubo otras conferencias relevantes que también llevaron a ciertos compromisos —hoy quizás vistos con ingenuidad—, como no arrojar proyectiles desde globos aerostáticos o torpedos desde submarinos. La prohibición más relevante fue no usar diversos venenos y gases en una guerra, uno de los primeros episodios en la erradicación de las armas químicas.
La IGM respetó poco o nada aquellos compromisos y Alemania fue declarada culpable de la guerra. Pero, antes que países enteros, las guerras suelen tener responsables concretos e identificables y deben ser esas personas quienes se hagan responsables y, por tanto, las que deben ser juzgadas. La Segunda Guerra Mundial ya introdujo este cambio mediante distintos juicios y tribunales —los más conocidos son los de Núremberg— impulsados por Estados Unidos, la URSS y Reino Unido, aunque todavía con cierta pátina revanchista y arbitraria. En tiempos más recientes, se crearon tribunales especiales para juzgar los crímenes en Yugoslavia y Ruanda, que a su vez dieron pie en 1998 a la Corte Penal Internacional.
Para ampliar: “La utopía de una Corte Penal Internacional”, Blas Moreno en El Orden Mundial, 2018
Por otro lado, la guerra de 1914 generó cierto mito sobre la letalidad de las armas químicas que ha perdurado hasta hoy. Apenas el 1% de las muertes de aquel conflicto vino por su uso —al contrario que la artillería, que ocasionó cerca de dos tercios de las bajas—, pero fue suficiente para entender que había que poner freno a aquellas armas que mataban de forma totalmente indiscriminada. Así, un año antes de fundarse la Corte Penal Internacional, se creó la Organización para la Prohibición de las Armas Químicas, puesta a prueba recientemente en la guerra civil siria, donde se han producido numerosos ataques con armas químicas.
Que la sociedad será más igualitaria
Los gases y los proyectiles que sembraron y agujerearon los campos europeos no discriminaron demasiado en los cuatro años que duró la guerra. Entre los millones de muertos que ocasionó el conflicto también estaban los hijos de las élites de sus respectivos países. Esto, en muchos casos, ocasionó importantes problemas en la lógica clasista de la época, ya que el relevo generacional en puestos importantes de poder se había desvanecido.
A esto se le sumaba otra tendencia que empujaba con fuerza: las mujeres y los excombatientes. Las primeras se habían encargado en muchos casos de ocupar los puestos en las fábricas que las distintas levas habían ido vaciando; los segundos, tras haber sufrido lo indecible durante años, tampoco tenían intención de reincorporarse a una vida civil con escasos derechos políticos y condiciones laborales irrisorias. Por todo ello y por evitar una revuelta como la ocurrida en Rusia —la bolchevique— o en Alemania — la espartaquista—, las distintas élites nacionales tuvieron que transigir en otorgar ciertos derechos y permitir la movilidad social.
A pesar de que la Gran Guerra no fue el punto de quiebre para el éxito del movimiento sufragista o descolonizador —los soldados coloniales que lucharon por su metrópoli querían derechos a cambio—, sí que los impulsó y demostró que en momentos de crisis y penalidades se suele tomar mayor conciencia de las injusticias, desigualdades y opresiones que existen en los distintos sistemas políticos. Aunque sería tras la Segunda Guerra Mundial cuando todos estos procesos se consolidasen legalmente, la Gran Guerra supuso un punto de no retorno.
No sería la última vez que una ruptura importante del sistema político abriese la puerta a un avance sustancial de los derechos de determinados colectivos. El Movimiento por los Derechos Civiles en Estados Unidos se alimentó de la guerra de Vietnam —¿por qué debían luchar los soldados negros si no podían ejercer libremente sus derechos?— y algo similar, sin guerra de por medio, ha ocurrido con el movimiento feminista, que ha logrado aprovechar las fisuras en el sistema social, económico y político que ha dejado la crisis de 2008.
Que hay amenazas más allá de la guerra
Aunque la IGM se llevase millones de vidas, coincide en el tiempo con un fenómeno que suele pasar más desapercibido, pero que segó varias veces la cantidad de almas que se llevó la Gran Guerra: la conocida como gripe española. Esta epidemia, originada en Estados Unidos y traída a Europa por los soldados estadounidenses que vinieron a las trincheras, dejó un balance de entre 50 y 100 millones de muertes en todo el mundo. No se había visto nada así en el planeta desde la epidemia de peste negra en el siglo XIV.
La pandemia, con 500 millones de personas contagiadas, fue uno de los ejemplos más evidentes de la incidencia que podían tener amenazas no militares y la necesidad de estar convenientemente preparados para afrontarlas. Por otra parte, las guerras, en términos generales —siempre hay excepciones—, han ido decreciendo en número, intensidad y letalidad y ya no son la causa principal de muerte —al menos de forma directa— en prácticamente ninguna zona del mundo. Los grandes picos de mortalidad que antes causaban los conflictos armados han sido sustituidos por distintas enfermedades, el hambre, los desastres naturales y un largo etcétera. Aunque fuese de forma prematura, aquella epidemia paralela a la guerra avanzó un concepto que años más tarde cobraría importancia: la seguridad humana.
Fue otra de tantas lecciones que nos dejó la Gran Guerra. La experiencia, traumática para muchos desde múltiples perspectivas, sirvió para apuntar algunas cuestiones que, vista la magnitud de la tragedia, el mundo no debía revivir. Pero no se consiguió. Hizo falta una catástrofe todavía mayor entre 1939 y 1945 para ponerle un tope definitivo a muchos caminos que se habían reabierto en el periodo de entreguerras. Cien años después de terminar el primer capítulo, parece que algo hemos aprendido.
Lo que nos enseñó la Primera Guerra Mundial fue publicado en El Orden Mundial - EOM.