Lo que pasa cuando fallan las instituciones

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
   Sin duda, este es un buen momento, sobre todo en España, para reflexionar sobre lo que pasa en un país cuando fallan las instituciones. La corrupción, la inoperancia o inutilidad de muchas de ellas, y, en general, el descrédito que hoy están sufriendo esas instituciones en nuestro país, otorgan un mayor alcance a esta reflexión que pretendemos hacer sobre lo que el sistema institucional que la civilización ha ido generando significa y lo que puede suponer la desconexión que hoy se está llevando a cabo entre los españoles y sus instituciones. Como dato significativo diremos que de todas las instituciones públicas y privadas los españoles sitúan como las menos creíbles a los medios de comunicación (35 %) y al gobierno (33 %), que obtienen la peor calificación de las dadas a ambas instituciones en el conjunto de los países europeos.
   Thomas Hobbes, que es considerado el fundador del empirismo, decía que en el estado natural el hombre es un lobo para el hombre, y que cuando se dan esas condiciones, “la vida de los hombres es solitaria, pobre, sucia, brutal y corta”. Hasta tal punto le horrorizaba esa naturaleza que latía por debajo de lo que había conseguido ser el hombre civilizado, que afirmaba que “el miedo y yo nacimos gemelos”. Por suerte, la civilización y el estado habían conseguido dominar a esa peligrosa naturaleza que subyace debajo de lo que somos. Para alcanzar la holgura vital que da la civilización, los hombres habíamos tenido que ponernos de acuerdo en entregar nuestro personal potencial de violencia al estado, que desde que ocurrió ese pacto se convirtió en el único detentador legítimo de toda violencia. Esa violencia que desde entonces pasó a ser monopolizada por el estado, la empleaba este en prevenir y castigar los comportamientos de aquellos que todavía estaban peligrosamente cerca de su estado natural, es decir, propensos a ser unos lobos para sus congéneres. Los hombres, con su contrato, habían dado vida al Leviatán, un monstruo necesario para domeñar a otro monstruo más terrible: el hombre natural. La idea ya la había captado siglos antes el historiador romano Tácito, que decía: “Antes sufríamos crímenes, ahora sufrimos leyes”.

   ¿Cómo sería ese pequeño pero temible monstruo, el hombre natural, para domesticar al cual hemos necesitado inventar la civilización y su brazo armado, el estado, el Leviatán? Lancemos una hipótesis al respecto: sería esa clase de hombre egoísta que aún no ha descubierto que el mundo es algo que se nos resiste, que, al menos en lo inmediato, se opone a nuestros deseos, un hombre de los de antes de que apareciera la sociedad, un solitario para el cual los demás son solo tenidos en cuenta como instrumento al servicio de su propio interés. Algo así, pues, como el hombre-masa que describió Ortega y Gasset, y del que decía: “(El hombre-masa) se habitúa a no apelar de sí mismo a ninguna instancia fuera de él. Está satisfecho tal y como es. Ingenuamente, sin necesidad de ser vano, como lo más natural del mundo tenderá a firmar y dar por bueno cuanto en sí halla: opiniones, apetitos, preferencias o gustos”. Y decía también de él que “tiene sólo apetitos, cree que tiene sólo derechos y no cree que tenga obligaciones”. Frente a este hombre-masa u hombre natural, surge el hombre civilizado. “Civilización –dice asimismo Ortega– es, antes que nada, voluntad de convivencia. Se es incivil y bárbaro en la medida en que no se cuente con los demás. La barbarie es tendencia a la disociación. Y así todas las épocas bárbaras han sido tiempos de desparramamiento humano, pululación de mínimos grupos separados y hostiles”. Al hombre como lobo para el hombre le sucede el hombre urbanizado, civilizado, le sucede el ciudadano. Y así, en fin, concluye Ortega: “La urbe (…) es la república, la politeia, que no se compone de hombres y mujeres, sino de ciudadanos. Una dimensión nueva, irreducible a las primigenias y más próximas al animal, se ofrece al existir humano, y en ella van a poner los que antes sólo eran hombres sus mejores energías. De esta manera nace la urbe desde luego como Estado”.
   Jean Jacques Rousseau tenía, sin embargo, una idea contraria a esta sobre el ser del hombre natural, que para él era el “buen salvaje”, del que decía que, efectivamente, era bueno por naturaleza, pero que le pervierten la sociedad y sus instituciones. Y afirmaba asimismo: “El hombre civil –es decir, el hombre civilizado– nace, vive y muere en la esclavitud: cuando nace se le cose un pañal; a su muerte se le clava en un ataúd; mientras conserva el rostro humano está encadenado por nuestras instituciones”.El hombre civilizado es para Rousseau un ser desdichado, y el orden social al que pertenece está fundamentado en una artificial y esclavizadora desigualdad. El hombre, en fin, no es sociable por naturaleza, y el estado, las instituciones no son entidades que vengan a controlar sus bajos instintos, como decía Hobbes, sino a esclavizarle. Desde que se instauró la primera institución, la propiedad privada, apareció la violencia entre los hombres, que hasta entonces habían sido seres pacíficos y felices. La civilización, para Rousseau, es la gran carcelera del hombre. Una idea sobre el hombre, esta de Rousseau, que tendría buena acogida entre los románticos y, posteriormente, entre los anarquistas, los cuales pusieron en marcha la gran añoranza de ese estado natural perdido, es decir, del paraíso perdido cuando los hombres, dicen, se empezaron a guiar por la razón en vez de por sus instintos naturales y a superponer el alienante estado sobre lo que el anarquista Max Stirner denominaba “el único”, es decir, el individuo.
   ¿Quién tiene razón, pues? ¿Hobbes y Ortega situando en el estado natural al hombre más imperfecto y más violento, o Rousseau, los románticos y los anarquistas, para quienes la violencia es algo propio y exclusivo del hombre civilizado?
   Steven Pinker, un profesor de psicología en la Universidad de Harvard, en Massachusetts, que ha convertido sus libros en grandes éxitos editoriales, en el último de ellos traducido al español y que se titula “Los ángeles que llevamos dentro”, nos da claves empíricas suficientes para saber que son Hobbes y Ortega los que tienen la perspectiva adecuada a la hora de considerar el problema. Efectivamente, Pinker se ha hecho famoso por su afirmación de que los índices de muerte violenta son mucho más altos en las sociedades sin estado que en las sociedades con estado, lo cual suele ir en contra de la creencia común, que empuja en la dirección romántica y roussoniana y lleva a creer en el mito del buen salvaje, que significaría que es en la prehistoria cuando los hombres fueron más pacíficos. Por el contrario, serían las sociedades sin estado, aquellas que fueron características del período paleolítico en que los hombres eran nómadas cazadores y recolectores, las más violentas. El otro extremo del continuo que allí nació lo constituye la Europa occidental del siglo XXI, que es la sociedad más pacífica de la historia.
   Pinker puede hacer esos análisis comparativos porque la ciencia ofrece medios suficientes para establecer cuándo había muertes violentas, incluso en tiempos tan lejanos como la prehistoria, la edad en la que, de modo característico, existían sociedades sin estado. Y en conclusión, el análisis de los restos de diferentes pueblos cazadores y recolectores (es decir, de antes de la aparición en ellos de cualquier clase de organización estatal), pueblos procedentes de Asia, África, Europa y América, da como resultado un índice de mortalidad violenta que a veces llega al 60 % del total de la población, con un promedio del 15 %. Según estudios etnográficos, entre el 65 y el 70 % de los grupos cazadores-recolectores están en guerra al menos cada dos años.
   La comparación de esas sociedades sin estado con las sociedades con estado más antiguas de las que disponemos de datos son las que corresponden a las ciudades y los imperios del México precolombino. En estas, el número de personas asesinadas por otras era del 5 % del total de la población. Un mundo peligroso aquel en el que habitaban los aztecas, sin duda, pero su violencia era entre un tercio y un quinto del promedio de una sociedad preestatal. Y manteniendo constantes otros numerosos factores, podemos observar que vivir en una civilización reduce al menos cinco veces las probabilidades de una persona de sufrir una muerte violenta.
   Hay otro modo de cuantificar la violencia y aplicar esa cuantificación a la comparación entre sociedades, y es el número de homicidios por cada cien mil habitantes a lo largo de un año. En la Europa occidental del siglo XXI, el lugar más seguro de la historia, ese índice de homicidios está cercano a 1 por cada cien mil habitantes al año. Entre los países occidentales, Estados Unidos se halla en un peligroso extremo del registro, pues en los peores años de las décadas de 1970 y 1980, en que hubo en todo el mundo occidental un repunte de los comportamientos violentos, el índice de homicidios llegó allí a 10 anuales por cien mil habitantes. El caso de Estados Unidos y el repunte de la violencia a partir de la década de los sesenta (que de nuevo refluyó en los 90), merecerán un análisis más particular que haremos luego. De momento, quedémonos con este criterio de valoración de los índices de homicidio: si ese índice llegara a 1.000 por cada 100.000 habitantes, es decir, un 1 % anual del total, ello significaría que perderíamos un allegado al año y tendríamos una probabilidad superior al 50 % de ser asesinados.
   Haciendo una conjunción de índices entre el anterior de muertos por guerra respecto del total de la población y este de muertes violentas por cada cien mil habitantes, el índice anual medio de mortalidad por guerra para las sociedades sin estado es de 524 por cada cien mil habitantes, más o menos la mitad de ese 1 % que fijábamos antes. Entre los estados, el índice de mortalidad violenta del Imperio azteca, que estaba en guerra a menudo, era aproximadamente la mitad que ese de 524 de las sociedades sin estado. Y ciñéndonos a los países occidentales modernos, incluso en los siglos que fueron más devastados por las guerras, mantuvieron un índice de mortalidad violenta que era apenas una cuarta parte del índice promedio de las sociedades sin estado.
   Todas estas cifras confirman que, en lo esencial, Hobbes estaba en lo cierto: “durante la época en que los hombres viven sin un poder común que los intimide –había dicho–, se hallan en ese estado que denominamos guerra” y en tal estado viven en “un temor constante y en peligro de muerte violenta”.
 

   Centrándonos en las estimaciones de índices de homicidios en diferentes épocas, existen significativos estudios que, para empezar, acreditan la constante disminución relativa de los mismos a lo largo de la historia. Por ejemplo, hay índices referidos a la historia inglesa que señalan que, mientras que en la Edad Media se producían entre 4 y 100 homicidios (según ciudades) por cada 100.000 habitantes, en la década de 1950 habían bajado a 0,8 homicidios de media en el conjunto de Inglaterra. Eisner, un investigador de estos índices, ha comprobado que su evolución es similar en todos los países de Europa occidental, al menos en cuanto a la bajada constante de homicidios desde el siglo XIV y a la llegada al actual punto de destino, en el que el índice se ha afincado en torno a un homicidio anual por cada cien mil habitantes. Los investigadores han puesto asimismo de manifiesto que habitualmente los índices de homicidios guardan correlación con los índices de otros delitos violentos (robos, violaciones, agresiones, allanamientos…). Contra lo que intuitivamente piensa un gran número de personas, a medida que Europa se fue haciendo más urbana, cosmopolita, comercial, industrializada y secular, resultó también cada vez más y más segura. Por el contrario, en la Edad Media, las guerras privadas y las justas eran el telón de fondo de una vida violenta en otros muchos aspectos: los artesanos aplicaban su ingenio a sádicas máquinas de castigo, tortura y ejecución, los forajidos convertían los viajes en una amenaza para la vida, y pedir rescate por cautivos era un socorrido negocio lucrativo; las diversiones, asimismo, estaban impregnadas de cruel violencia.

   El caso es que hemos llegado a este punto en que Occidente marca la pauta del descenso progresivo de la violencia respecto de tiempos pasados. Entre los demás países del mundo, aquellos que, junto a Europa occidental, cuentan con índices más bajo de violencia son, por un lado, los surgidos del Imperio británico: Australia, Nueva Zelanda, Islas Fiji, Canadá, las Maldivas y Bermudas. Varios países asiáticos tienen también índices de homicidio bajos, en especial los que han adoptado modelos occidentales, como Japón, Singapur y Hong Kong. China informa asimismo de índices bajos de homicidio (2,2 por cada cien mil habitantes), pero, aunque es cierto que se trata de un país en el que el gobierno centralizado tiene existencia desde hace milenios, resta credibilidad a sus estadísticas la posible manipulación informativa propia de una sociedad tan hermética.
   Para reducir esta violencia de la que hablamos, sin embargo, no basta con que el estado ejerza su fuerza bruta coactiva, sino que es preciso que las poblaciones suscriban el imperio de la ley que les ha sido impuesto, es decir, que las instituciones gocen del prestigio y la aceptación por parte de quienes se someten a ese poder coactivo. Algo que fue ocurriendo en Occidente sobre todo a partir de la Ilustración y la consiguiente llegada de la democracia, y que se convierte en perentorio aviso de lo que puede ocurrir cuando, como hoy ocurre en España, las instituciones pierden credibilidad.
   A la vista del mapa de la criminalidad, podemos concluir que las democracias arraigadas son lugares relativamente seguros, al igual que las autocracias arraigadas, pero las semidemocracias y las democracias emergentes suelen ser muy vulnerables al delito violento y a la guerra civil, En el mundo actual, las regiones más propensas al crimen son países que han experimentado el desmoronamiento de sus instituciones tradicionales, como Rusia (29,7 homicidios por cada cien mil habitantes) y Sudáfrica (69). Lo mismo acontece en otros muchos países que al adquirir la independencia no han conseguido asentar un marco institucional perdurable, como ocurre en el África subsahariana. Y en fin, en ciertas partes de Latinoamérica que tampoco gozan del consenso necesario para sustentar instituciones estables; por ejemplo, Jamaica (33,7 homicidios al año por cada cien mil habitantes), México (11,1) y Colombia (52,7). Asimismo, el descalabro institucional que ha sufrido Venezuela en estos últimos tiempos se ha traducido en un grave aumento de la violencia: de 4.500 homicidios en 1999, primer año de la era Chavez (es decir, 14,8 homicidios por cada cien mil habitantes), se ha pasado a 25.400 homicidios en 2013 (84 por cien mil, seis veces más).
   Hay dos casos de violencia digamos que inesperada dentro de este contexto y de esta línea argumental que estamos siguiendo, que serían el índice de violencia de Estados Unidos, claramente superior respecto del de Europa occidental, y el significativo aumento de violencia que en todo el mundo se produjo en la década de los sesenta del pasado siglo y que duró hasta la década de los 90, en que las cifras volvieron al cauce de lo esperable según la línea evolutiva que hasta los sesenta se iba siguiendo. Argumentaremos someramente las posibles razones que permitirían explicar ambos casos.
   Cuando se trata de la violencia, Estados Unidos no es un país, sino tres. La franja norte, en la que se incluyen estados como Nueva Inglaterra, Minnesota, Iowa, las Dakotas, Montana, los estados del noroeste del Pacífico y Utah, tienen comportamientos respecto de la violencia similares a los que se producen en Europa, con índices de homicidio inferiores a 3 por cada cien mil habitantes al año. El gradiente de homicidios va aumentando de Norte a Sur, y debajo de una zona intermedia, ya en el extremo meridional encontramos estados con altos índices de homicidios: Arizona (7,4), Alabama (8,9), y sobre todo Luisiana (14,2). Las atípicas diferencias correlacionan con el hecho de que en estos últimos estados vive una gran proporción de afroamericanos. Efectivamente, entre 1976 y 2005 el índice medio de homicidios en el conjunto de Estados Unidos era de 4,8 anual entre los americanos blancos, mientras que el de los americanos negros era de 36,9. Estas diferencias hay que achacarlas al hecho de que el proceso civilizador impulsado por el estado, tuvo en el país americano diferente intensidad según los estados y según las razas.
   Efectivamente, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, las comunidades de afroamericanos de bajos ingresos pasaron de ser esclavos a ser una especie de apátridas que se basaban en una cultura del honor o “código de las calles” para defender sus intereses, en vez de recurrir a los tribunales, que de hecho resultaban instituciones distantes y ajenas. Y algo similar habría ocurrido en los estados de Sur, en los que la misión civilizadora del gobierno nunca llegó a adentrarse tanto como en el Norte del país, por no hablar de Europa. En buena medida, a lo largo de la historia de esta parte de América, la fuerza legítima la ejercieron pandillas, grupos parapoliciales, bandas de linchadores o policía privada. El Oeste americano, más aún que el Sur, fue una zona de anarquía hasta bien entrado el siglo XX. El tópico de los westerns de Hollywood de que “el sheriff más cercano está a cien kilómetros” era una realidad en millones de kilómetros cuadrados de territorio, de modo que se generalizó una justicia de autoayuda, que pasó a formar parte de los esquemas mentales de la población de estos lugares. Se trata de la llamada “cultura del honor”, que no genera una violencia depredadora o instrumental, sino de represalia tras una ofensa u otros maltratos. En el Salvaje Oeste americano, los índices de homicidios anuales eran de entre cincuenta y varios centenares de veces superiores a los de las ciudades del Este y las regiones agrícolas del medio oeste. Y es que, a falta de estado, la justicia de autoayuda era el único medio de disuadir a los ladrones, salteadores de caminos y otros forajidos.
   Diversos psicólogos han demostrado que esta mentalidad sigue dominando las leyes, la política y las actitudes del sur de Estados Unidos. Allí no se producen más homicidios como resultado de robos que en el resto de Estados Unidos, sino como resultado de peleas. En ellas, lo que se defiende por parte de los contendientes es su sentido de la justicia y de la dignidad personal y familiar, cuya defensa no se deja en manos del estado, sino que se entiende como una obligación personal. La moral o incluso las leyes en estos estados refrendan este modo de individualismo, de manera que se imponen menos restricciones a la venta de armas, se da amplia libertad a las personas para matar en defensa propia o de sus propiedades, se permite el castigo corporal en las escuelas y se establece la pena de muerte por asesinato, que sus sistemas judiciales llevan a cabo de buen grado. Quizás este sentido del honor que subyace a tal apropiación personal de la defensa de la libertad y de la propiedad que la civilización ha ido, sin embargo, delegando en los estados, se mantiene todavía porque el primer hombre que se atrevió a cuestionarla y a abjurar de esta moral recibió todo el desprecio del resto de la gente por cobarde.
   Asimismo resulta muy ilustrativo hacer el seguimiento y estudio del llamativo caso que supone el aumento dramático de los índices de violencia que se produjo en Estados Unidos y Europa a partir de la década de 1960, unos índices que llevaron de nuevo a niveles que se habían abandonado en esos lugares un siglo atrás, y que multiplicó los homicidios por más de dos y medio respecto de la década anterior. El recrudecimiento incluyó también las demás categorías de delitos importantes. Este escenario duró, con altibajos, tres décadas.
   Este repunte de la violencia en 1960 contradijo todas las expectativas. Aquelladécada fue una época de crecimiento económico sin precedentes, casi con pleno empleo, niveles de igualdad económica de los que ahora sentimos nostalgia, florecimiento de programas sociales, por no hablar de avances médicos gracias a los cuales las víctimas de disparos o cuchilladas tenían más probabilidades de sobrevivir y así disminuir las cifras de homicidios en las estadísticas.
   Muchos criminólogos han llegado a la conclusión de que la oleada delictiva de la década de 1960 no se puede explicar mediante las acostumbradas variables socioeconómicas, sino que se debió en buena medida a un cambio en las normas culturales. En suma, que después de que el proceso civilizador en Europa y Estados Unidos hubiera realizado su recorrido, fue reemplazado por un proceso que si resulta excesivo decir que fue descivilizador, podríamos denominarlo de informalización. El proceso civilizador había supuesto un flujo de normas y estilos que se extendieron desde las clases altas hacia abajo. Sin embargo, a medida que los países occidentales se fueron volviendo más democráticos, las clases superiores estuvieron cada vez más desprestigiadas como modelo moral, y la gente entró en un proceso de informalización contrario a las normas vigentes hasta entonces que afectó a la manera de vestir, al lenguaje, al trato interpersonal, a la conducta… Todos ellos se volvieron menos afectados y más espontáneos. Asimismo, el desprestigio de las clases superiores que habían marcado las pautas morales aumentó a medida que estas iban haciéndose menos creíbles y convincentes: el descrédito de la religión, la defensa de la igualdad de derechos entre diferentes sexos y razas, la defensa del medio ambiente, el pacifismo frente la amenaza nuclear y las guerras… fueron algunas de las consecuencias, que muchas veces llevaron hacia posturas radicales y antisistema. El marxismo, el anarquismo y el movimiento de la contracultura ganaron prestigio. Diversos sondeos de opinión realizados desde la década de1960 hasta la de 1990 pusieron de manifiesto una caída en picado de la confianza de la población en todas las instituciones sociales.
   En el núcleo de las nuevas actitudes de rebeldía que se desencadenaron en los sesenta está ese poderoso regulador de la conducta civilizada que es el autocontrol. De forma que la espontaneidad, la expresión personal sin tapujos y el desafío a las inhibiciones se convirtieron en grandes virtudes. El instinto empezó a gozar de mucho más prestigio que la razón. “El rock and roll es música del cuello para abajo”, alardeaba Keith Richards, el guitarrista de los Rolling Stones. En la misma línea, la impulsiva adolescencia se valoraba y la sensata edad adulta se desvalorizaba: “No confíes en nadie de más de treinta años” pintaban en las paredes los agitadores; “Espero morir antes de llegar a viejo”, cantaban los Who en un tema que hizo historia, “My Generation”. Los escritores e intelectuales de la época, como Herbert Marcuse, Paul Goodman, la Escuela de Frankfurt o los representantes de la Antipsiquitría racionalizaron el nuevo libertinaje. El emergente consumo masivo de drogas se encaja en esto que podríamos denominar aspiración al descontrol.
   Además del autocontrol y las normas sociales, fue atacado un tercer ideal: el matrimonio y la vida familiar, que en las décadas precedentes tanto habían hecho por domeñar la violencia masculina. La idea de que un hombre y una mujer debieran dedicar sus energías a una relación monógama en la que criar a los hijos en un entorno seguro se convirtió en objeto de clamoroso ridículo. Como consecuencia extrema, hoy una mayoría de niños negros nacen en Estados Unidos fuera del matrimonio y muchos crecen sin padre. La cultura popular, asimismo, despreciaba la limpieza, el decoro y la continencia sexual.
   Aunque los 60 se suelen presentar como una época de paz y amor, y en muchos aspectos lo fue, también se exaltó la vida disoluta, que a menudo se convirtió a la larga primero en complacencia con la violencia y más tarde en violencia propiamente dicha. No es que la cultura popular estuviera directamente relacionada con el aumento de la violencia (una abrumadora mayoría de los jóvenes rebeldes no realizó nunca un acto violento), pero la crisis institucional y de pérdida de los valores tradicionales que promovió sí que están en la base de ese fenómeno. Fue en ese contexto como Eldridge Cleaver, dirigente de los Panteras Negras pudo escribir: “La violación era un acto insurreccional. Me llenaba de alegría el hecho de estar desobedeciendo y pisoteando la ley del hombre blanco, su sistema de valores y que yo estuviera deshonrando a sus mujeres”.
   Asimismo, jueces y legisladores, impregnados en mayor o menor medida de esta contracultura, se mostraron cada vez más indulgentes con los transgresores de la ley. En Estados Unidos, desde 1962 a 1979, la probabilidad de que un delito terminara en detención disminuyó casi a la mitad, y de que terminara en encarcelamiento, pasó a ser cinco veces menor.
   Una vez más contra todo pronóstico, este aumento de violencia revirtió de nuevo a cauces previsibles a partir de la década de 1990. En 1992, el índice de homicidios en Estados Unidos cambió de dirección, y disminuyó casi un 10 % con respecto al año anterior, y siguió descendiendo durante otros siete años más; se estancó ahí durante otros siete años, y siguió reduciéndose aún más hasta 2009. Los mismos altibajos ocurrieron tanto en Canadá como en Europa occidental. No solo se mataba menos sino que disminuyeron también los demás delitos. Y esto ocurrió tanto en países en los que descendió el desempleo como en otros en los que aumentó.
   ¿Cómo podemos explicar este descenso del crimen? Hay dos explicaciones generales verosímiles: la primera es que el Leviatán (el estado controlador) se volvió más grande, más listo y más eficaz. Efectivamente, por ejemplo, aumentó drásticamente la población carcelaria… aunque no en todos los sitios en los que disminuyó la violencia. Y aumentó también el número de policías. La segunda explicación es que el proceso civilizador recuperó su dirección progresiva y las normas sociales cambiaron en esa dirección civilizadora. Para empezar, las ideologías más extremistas y antisistema (marxismo, anarquismo, contracultura…) habían perdido atractivo (el muro de Berlín cayó en 1989). La violencia revolucionaria dejó de tener el aura romántica del que había gozado antes. El legado más positivo de las revueltas de los sesenta, la lucha por los derechos civiles, los derechos de las mujeres, la tolerancia a la homosexualidad, incluso la defensa del medio ambiente y la lucha contra el maltrato animal dejó de ser privativo de las personas rebeldes y pasó a ser incluido en el sistema de valores institucionalizado. Francis Fukuyama señala también varios aspectos interesantes que habría que incorporar a la explicación de por qué descendió la violencia a partir de 1990: este analista social destaca cómo también descendieron otros indicadores de patología social, como el divorcio, la dependencia de la asistencia social, el embarazo de adolescentes, el abandono escolar, las enfermedades de transmisión sexual y los accidentes de adolescentes con armas y automóviles.
   Hay un aspecto curioso en el que la década de 1990 no invalidó la descivilización de 1960, el referido al auge de la cultura popular: y así, la música popular surgida desde entonces (el punk, el heavy metal, el gótico…) deja a la que, por ejemplo, hacían los Rolling Stones como perfectamente asimilable por las audiencias musicales más conservadoras. Por otro lado, las formalidades en el trato social siguen siendo ampliamente desdeñadas. Las películas son hoy más sangrientas que nunca, la pornografía está al alcance de un clic del ratón del ordenador, los videojuegos parecería que son ingeniados por mentes sádicas… Y sin embargo, todo eso ha sido asimilado por el proceso civilizador. Parece ser que este proceso ha filtrado aquellas cosas a las cuales merece la pena atenerse y dejado pasar también a aquellas que resultan inofensivas para mantener vivo el impulso civilizador. Hace siglos resultaba peligroso en este sentido cualquier signo de espontaneidad e individualidad. Hoy aquella rigidez ha pasado a ser algo obsoleto, porque en gran medida la espontaneidad ha resultado compatible con la civilización.
   La auténtica música de fondo de esta entrada de mi blog ha sido la falta de credibilidad en nuestras instituciones públicas que sufrimos los españoles y a la que aludíamos al principio. Unas instituciones minadas por la corrupción, una burocracia estatal sobrecargada por culpa de una organización territorial irracional, con duplicidades, con instituciones inútiles como –es solo un ejemplo– el Senado o un excesivo número de Ayuntamientos. Instituciones, en fin, que despilfarran y son ineficientes. Asimismo, una Justicia politizada y servil con el poder ejecutivo, unos partidos políticos mayoritarios y unos sindicatos que se han convertido en fábricas de clientelismo y medios de abuso del contribuyente, y que practican métodos de selección inversa, según la cual son los más serviles e ineptos, no los más aptos los que suben en el escalafón. O en fin, unos medios de comunicación obedientes a sus respectivos patrones políticos, en vez de ser críticos formadores de opinión.
   A la vista de las conclusiones a las que podemos llegar después de nuestro análisis, podemos confirmar que nuestra crisis institucional, aunque no sepamos exactamente hacia dónde nos lleva, podemos deducir que no será a nada bueno. Y desde luego, no se trata tanto de volver a dar vida a nuestras instituciones tal y como son ahora, sino de regenerarlas, sacrificando lo que en ellas sea necesario sacrificar y revitalizando lo que merezca sobrevivir. Esta será una crisis de crecimiento o de regresión; es decir, que a través de ella alcanzaremos la regeneración o bien, probablemente, acabaremos de sumirnos en el caos. Desde luego, en este futuro inmediato no vamos a tener tiempo de aburrirnos.