Un cohete, no hay duda.
En mi cerebro la cosa no va más allá, pura anécdota y una sonrisa. En el de mi sobrino sería diferente. Es un niño, su imaginación no se detendría en el descubrimiento de una semejanza, sino que se desbocaría con las posibilidades servidas por esa imagen. Se vería en su interior, despegando, viajando por el espacio, sorteando accidentes cósmicos, tomando tierra en exóticos planetas y topándose con extraños alienígenas. Para él, el simple parecido del edificio Torrespaña con un vehículo espacial sería el disparador de toda una aventura. Me da envidia, porque hace muchos años que soy incapaz de hacer eso. Como cualquier otro adulto, he sido domesticado por la realidad.
Recuerdo días lejanos, cuando la ciencia ficción era para mí una puerta a otro universo. No sólo me fascinaba su lectura; su atmósfera impregnaba mis días y mis noches. Me ofrecía herramientas para acometer de una forma distinta esa realidad que intentaba abducirme, sacarme de la infancia. La cf era, en cierto modo, mi grito de guerra contra el fin de todos los misterios. El tiempo, poco a poco, iba arrinconando en los libros el futuro que mi esperanza había dado por cierto, y yo me rebelaba ejercitando la imaginación. Cuando la realidad se entrometía, yo empleaba el filtro. Aplicaba una mirada distinta, solventaba la pobredad de las cosas adornándolas con el aroma de lo maravilloso, cuyo origen se encontraba en las historias que, por entonces, leía con fruición.
Guardo en la memoria un pequeño juego que me mantuvo entretenido durante las noches calurosas de un largo verano. Cuando todos dormían yo salía al balcón, y en medio de la oscuridad y el silencio, acompañado sólo por los grillos, miraba la luna. Y entonces imaginaba gigantescas construcciones y acontecimientos colosales sobre su superficie. En aquellas manchas grises me parecía distinguir, con gran claridad, los signos de grandiosas batallas libradas por sus habitantes, los perfiles de ciudades gigantescas y explosiones que iluminaban continentes imaginarios en la zona umbría. Desde una distancia de cientos de miles de kilómetros, en la seguridad de mi pequeño balcón, yo era mudo testigo de aquel conflicto.
Lo más recalcable de todo aquello era que, aun sabíendo que se trataba de una invención, de una falsedad, ésta parecía, sin embargo, creíble. Los problemas de la madurez todavía no habían llegado, no habían matado aún la capacidad de mi mente para ver las cosas de otra forma y sentirla real. El niño aún no había crecido y descubierto que la fantasía sólo existe en la invención de los hombres, y que el mundo es el que es y no ofrece alternativas. La capacidad de la que hablo es inestimable, y desgraciadamente, desaparece con el tiempo. Y su pérdida no se circunscribe sólamente a la percepción de la realidad, sino que afecta también al disfrute de las propias historias que están en el origen ese don. El contenido de los libros, las películas, los cómics, pierde su fascinación primitiva. Se aprende a valorar otras cosas, a profundizar en la urdimbre de la obra, en los secretos de su creación, pero a costa de una terrible pérdida.
Les daré un ejemplo.
Hace escasos meses murió Curtis Garland. Supongo que no fueron muchos los que se enteraron de este hecho, al fin y al cabo no se trataba de un escritor muy famoso. Sin embargo, para los seguidores de la ciencia ficción española que contamos con una edad determinada, fue una noticia muy triste. Era uno de los mejores escritores de las denominadas "novelas de a duro", pequeños volúmenes de menos de cien páginas que se vendían en los kioskos (imagínense, autores
En general, las tramas de sus novelas estaban muy influenciadas por el cine de los setenta, pero contaban siempre con un toque de originalidad que las hacía únicas. Recuerdo aquella en la que un grupo de astronautas viajaba por un desierto plagado de amenazas hasta darse de bruces con una ciudad norteamericana, descubriendo ante el cartel que la anunciaba que estaban en la Tierra. En dos de ellas (a veces repetía el argumento con distinto título) todos los habitantes del mundo quedaban paralizados, como maniquíes, excepto unos astronautas que corrían diversos peligros a través del paisaje devastado. Leí una en la que unos astronautas (sí, siempre lo eran) llegaban a un planeta con un largo período de rotación para descubrir que estaba habitado por una especie de vampiros. Había otra en la que se describía el enfrentamientos entre magia y tecnología en un mundo medieval del futuro.
Todas aquellas historias atrapaban mi imaginación. Una de las que mejor sabor me dejó se titulaba El único que volvió. La leí una cálida tarde de primavera sobre el césped del parque que había al lado del colegio, y por ella me salté una clase, precisamente de ciencias. En ella se narraba cómo el único astronauta que volvía vivo, pero amnésico, de una misión a un nuevo planeta se convertía en un involuntario donjuán. Las mujeres lo incitaban a su paso. Todas ellas acababan dando a luz camadas de cinco niñas, todas rubias y de ojos violetas, en apenas unos días. El crecimiento de las criaturas era tan acelerado como el de los partos. El padre, horrorizado, se acababa convirtiendo en un monstruo con aspecto de mantis religiosa, aspecto original de las habitantes del misterioso cuerpo celeste. En definitiva, la novela mostraba una invasión inusual, que a mí entonces me sorprendió bastante.
Por unos días miré a las chicas de clase desde una perspectiva distinta. A ratos mi mente volvía a la novela y me preguntaba cómo sería en realidad aquel planeta al que Garland había bautizado como Eros. Me venían imágenes del incendio del hospital de Cabo Cañaveral y la posterior batalla entre macizas rubias desnudas y jóvenes militares. No era sólo el asunto sexual, también me impresionaba el misterio de la misión espacial y el escenario apocalíptico. Aquella novelilla dejó su marca.
Más de treinta años después aún la recordaba, y reconozco que volver a leerla me ha supuesto un agradable acto de nostalgia. Como saben, la mudanza de piso produce siempre una afloración de objetos olvidados. Mis novelillas de La conquista del espacio, que así se llamaba la colección, han vuelto a salir a la superficie. He podido confirmar que casi todas las que conservo fueron escritas por Curtis Garland. Las noventa páginas con que cuenta El único que volvió me han durado sentada y media. Es una cosilla divertida, una lectura frugal. Me he fijado en cosas que entonces me pasaron desapercibidas, como el cambio de personajes a mitad de novela, la pericia en el manejo del ritmo, todo narración al principio y diálogos al final, y me ha sorprendido la osadía de un pasaje en el que las niñas (trasuntos de Los cucos de Midwich de John Wyndham, conocimiento que entonces no tenía), con apenas cinco años, "incitan" con su mirada al protagonista, circunstancia que naturalmente le produce escalofríos.
De la fascinación de entonces no queda nada, sólo un cierto cariño nostálgico. El misterioso planeta sólo es mencionado en un par de frases, el enfrentamiento del hospital dura apenas un capítulo y el tema sexual, obviamente, no me parece a estas alturas de mi vida nada escandaloso. Es un hecho, lo he perdido. Ya no puedo apreciarlo de aquella manera, no lo veo. Aquella capacidad para imaginar y sorprenderse no ha desaparecido sólo de mi vida, también lo ha hecho de mis lecturas. A ustedes les habrá ocurrido lo mismo. Pienso que este es el motivo por el que nos volvemos tan reticentes a releer nuestros mitos, no ya las modestas novelillas de juventud, sino incluso los viejos clásicos. No es por la obra literaria, es porque tememos matar un recuerdo.
Anoche, por fin, este largo, larguísimo invierno madrileño, aflojó un poco la cuerda y me dejó abrir la ventana. Me apoyé en el alféizar y miré al cielo. Busqué la luna, di con ella enseguida e intenté encontrar en su superficie algún signo de aquellas guerras selenitas de la infancia. No pude. He perdido vista en el ojo derecho. Sin las gafas no lograba enfocar bien el astro, lo veía doble. Los hombros, en los que sufro calcificaciones desde hace años, me avisaron del dolor inminente si seguía allí apoyado. A mi espalda, las voces procedentes del televisor anunciaban nuevos recortes que podían afectar a mi trabajo.
Yo, que era capaz de aguantar horas mirando al espacio no duré en la ventana ni cinco minutos. Me di la vuelta, la cerré y me senté civilizadamente en el sofá, como sólamente lo hace un adulto. Y pensé que envejecer es una putada, y que la primera gran tragedia en la vida del ser humano es la cancelación de su infancia, la muerte interior de aquel niño que tenía el poder de soslayar la realidad de la forma más simple, aplicando una mirada distinta.