Lo que pienso mientras viajo en tren

Publicado el 25 enero 2024 por Benjamín Recacha García @brecacha

Viajo en tren, de regreso de mi oasis en el inmenso desierto de indiferencia e impostura que está devorando el mundo, como la Nada en Fantasia; acosados por los ladrones del tiempo de la ciudad de Momo, sin que ni siquiera sospechemos de su existencia. 

El Gran Hermano dicta el discurso dominante: «la guerra es paz, la libertad es esclavitud, la ignorancia es fuerza», acríticamente interiorizado; y entretenidos por los fogonazos de las pantallas, absortos en la sublimación de nuestra insignificancia sintética, adoradores de la banalidad, como en aquel (inconcebible) mundo imaginado (anticipado) por Bradbury setenta años atrás, asistimos ciegos y sordos al exterminio de aquellos a quienes nunca concedimos el derecho a poseer identidad, a soñar una existencia libre de bombas y abusos. 

Quienes jamás escogerán la píldora que abre los ojos a la realidad, quienes niegan la barbarie o prefieren ignorar los miles de cuerpos destrozados bajo los escombros de sus casas, de las escuelas donde se refugiaban, de los hospitales donde agonizaban, pretenden salvaguardar su conciencia. Pero eso no cambia el hecho de que, al otro lado del Mediterráneo, cada día cientos de sueños infantiles son descuartizados por una máquina de guerra que actúa con saña, alimentada de odio, de racismo, de fanatismo y de los dólares y las bombas del capitalismo despiadado (como si pudiera existir otro tipo de capitalismo…). 

En un caso de injusticia tan flagrante, de nauseabundo desprecio por los derechos humanos, en una situación que a cualquiera con un mínimo de conciencia debería hacerle retorcerse de rabia; ante la retransmisión en directo del genocidio, con incontables imágenes y testimonios al alcance de cualquiera con ojos y oídos, el mundo al que pertenezco, esa sociedad occidental que se autoproclama, pedante y cínica, defensora de la paz, de la justicia social y de la igualdad, se pone del lado del agresor, patrocina su campaña de terror y niega la condición humana a las víctimas, el derecho de cada una de ellas a su identidad individual. 

Y mientras yo regreso en tren de mi oasis, no puedo dejar de preguntarme qué clase de sociedad monstruosa hemos creado, en la que el asesinato sistemático de niños no solo se considera aceptable, sino que toda la maquinaria de la que somos partícipes contribuye activamente a que continúe sin límite. 

Ojalá pudiera refugiarme en mi oasis indefinidamente, pero eso no cambiaría el hecho de que el maravilloso planeta que habitamos está podrido hasta la médula por los mercaderes de la muerte y el sufrimiento, por quienes deciden, desde un despacho, en nombre del dios que sea y de los dólares que rebosan sus bolsillos sin fondo, qué vidas deben ser mutiladas. 

Ojalá. Pero no, porque lo que seguro que no puedo hacer es apartar la mirada. 

No voy a renunciar a mi condición humana.