Lo que queda de nosotros, de Michael Kimball

Publicado el 14 enero 2011 por José Angel Barrueco

Michael Kimball, en esta novela de trasfondo verídico, ha logrado demostrar la épica de la vejez y la manera en que el amor puede perdurar más allá de la muerte. Cuenta la historia de sus abuelos maternos. Cómo la abuela enfermó, fue ingresada, mejoró y volvió a recaer, hasta su agonía y posterior muerte. Cómo el abuelo se ocupa de ella y lo que sufre mientras ella empieza a abandonar el mundo. En los capítulos de las partes impares, el narrador es su abuelo (y su abuelo, lo dice el autor, le contó todo cuanto había vivido y sentido en aquellos días trágicos), quien habla de su situación y de la de su mujer desde la noche en que ella enferma hasta después del funeral. En los capítulos de las partes pares, el narrador es el nieto (el propio Kimball), y recopila datos sobre su relación con la muerte y los velatorios, y sobre las personas a las que vio morir y a las que ayudó en su enfermedad.
Yo mismo he perdido ya a tres de mis abuelos, y por eso empatizo totalmente con lo narrado; y acabo de sufrir una experiencia aún más cercana y traumática. Por eso el libro de Kimball, que no cae nunca en el sentimentalismo, es necesario para quien haya perdido a alguien: porque todo lo que nos cuenta y describe es así, desde la frialdad de los métodos clínicos y de los servicios fúnebres y el infierno de la enfermedad hasta lo que ocurre después, cuando las personas ya no están, cuando buscamos sus voces en sueños y miramos sus objetos con otros ojos y olemos la ropa que al principio conserva su perfume. Aquí van cuatro fragmentos de este libro a la vez doloroso y reconfortante:
Pero tenía miedo de ir a casa y meter ropa en una maleta. Me aterraba que mi esposa muriera si no me quedaba allí con ella. Me sentía como si, permaneciendo allí con ella, pudiera mantener de alguna forma a mi esposa con vida. Quería quedarme allí con ella durante todo el tiempo que le quedase de vida.
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He visitado muchos hospitales, residencias y funerarias. He observado cómo dormían personas moribundas. Los he visto intentar hablar y comer. Les he dado de comer y les he leído libros. Les he acercado un vaso de agua y sus pastillas. He escuchado lo difícil que les resultaba respirar. Los he cubierto con mantas y les he girado las almohadas para que pudieran tumbarse sobre el lado fresco. Los he ayudado a salir de sus camas y volver a ellas y a entrar y salir del baño. He ido a buscarles un médico o una enfermera.
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Al ver a mi abuelo muerto dentro del ataúd y encima de una mesa en aquel salón me sentí como si alguien al que no pudiera ver me hubiera dado un puñetazo en el estómago.
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Me preguntaron si había algo que quisiera meter en el ataúd con ella, pero no se me ocurrió nada que quisiera que mi esposa se llevara consigo, excepto a mí. Una foto mía no habría sido suficiente y el ataúd no era suficientemente grande para que cupiéramos los dos dentro.

[Traducción de Puerto Barruetabeña Diez]