Fueron dos días en el que la ciudad de México se convulsionó. Dos días en los cuáles la Avenida Juárez dejó de mostrar el tráfico incesante de vehículos para convertirse en una peatonal donde casi un millón de personas despedían, cada una a su modo, al paradigmático Juan Gabriel.
La guardia montada para que el público despidiera sus restos en el Palacio de Bellas Artes, no fue la típica ceremonia fúnebre, solemne y congojante que solemos apreciar cuando un ídolo popular fallece. Fiel al estilo que siempre cultivó el cantautor, se montó un escenario en la explanada de la casa máxima del arte dónde diferentes artistas iban repasando el extenso repertorio del cantautor michoacano.
Pantallas gigantes ubicadas en puntos estratégicos de la Alameda Central, mostraban lo que sucedía en el tablado, además de ciertos intervalos con material fílmico y audiovisual que repasaban su vida y obra.
Mientras unos miles hacían fila para ingresar al recinto y pasar frente a la urna contenedora de las cenizas, otros se congregaban en karaokes espontáneos a lo largo y ancho de la . Desfilaban imitadores, fanáticos que portaban fotografías junto a su ídolo. Cada uno que pasaba por allí, tenía una historia para contar. Un momento de su vida marcado por una canción o un encuentro con el artista. Definitivamente, parte de la educación sentimental del pueblo pasaba por esa voz.
Yo, un porteñito caído fortuitamente en territorio chilango, melománo pero un poco alejado del estilo ofrecido por "Juanga", tenía el objetivo de asistir a un concierto planificado para noviembre en el Zócalo capitalino.
Tenía la necesidad de ver en vivo y en directo a un mito de la música popular mexicana y a un personaje que más allá de su discografía, me cautivó desde muy temprana edad. Siendo un pre-adolescente a comienzos de la década del '90, cuando el videocable tendía a convertirse en una necesidad básica de la clase media argentina, Televisa era uno de los canales dónde el control remoto a veces descansaba.
Melománo desde chiquito, aquel emporio mediático me ofrecía una variada programación musical. Y en esa mezcla de ritmos que iba desde Soda Stereo, Miguel Mateos, Botellita de Jerez o Los Bukis, aparecía una figura por demás llamativa. Una que se hacía llamar Juan Gabriel, cargada de gestos ambiguos y que no tenía reparos en destilar soft-rock a lo Elvis, rancheras, baladas-synth o proto-bachatas.
En ese momento, ya pesaban sobre él dos décadas de carrera y alrededor de 30 producciones discográficas y decenas de apariciones en películas o series.
Paradigmático, sus actuaciones no pasaban desapercibidas dejando en ridículo al estereotipo del macho mexicano y los mandatos de una sociedad diversa por lo bajo pero conservadora en la superficie.
Desafiaba y no tenía problemas en lucir durante un mismo concierto desde trajes de alta costura hasta los atuendos típicos del charro nativo. Sí, hacía temblar los cimientos de una estructura social homofóbica vistiendo las ropas adjudicadas únicamente a los "machotes" con sus gestos delicados.
Si bien nunca declaró abiertamente su homosexualidad, en el año 2002 durante una entrevista realizada por la cadena Univisión le dejó una frase al reportero que lo interpelaba sobre su condición: "Dicen que lo que ve se no se pregunta, mijo".
Y mientras atravesaba la multitud que se agolpaba en el centro histórico de la ciudad de México en esa primer jornada de homenajes, aquella sentencia me invadía cuando trataba de interrogar a la gente que significa Juan Gabriel para ellos. Me advirtió que sólo hacia falta contemplar y observar la emoción pura que brotaba de sus rostros.
Justamente, todo se veía y no hacía falta preguntar.