El 14 de noviembre de 1825 moría en Bayreuth Jean Paul Friedrich Richter, a secas llamado Jean Paul, quien no ha mucho había escrito que “la memoria es el único paraíso del que no podremos ser expulsados.” Unos meses después, en algún momento de 1826, Nicéphore Niepce lograba fijar, por primera vez, una imagen al papel mediante una solución de sales de plata: la vista del paisaje desde su ventana. La primera fotografía que conocemos.
A bien tuvo el poeta alemán en morirse sin llegar a conocer el trabajo del francés. Convencido como estaba, romántico como era, de que el pasado y lo inmaterial eran el capital humano por antonomasia, mucho habría sufrido con la comprobación palpable de que la memoria sería, en adelante, un soporte físico y una experiencia más visual que espiritual.
Pensaba en todo ello esta mañana, al encontrar por accidente –que es la mejor forma de encontrar algo– una fotografía de mis compañeros de primaria. Casi ninguno de ellos, en el papel, correspondía exactamente con las imágenes que guardo en mi desenfocada y frecuentemente borrosa memoria. Mis compañeros, sin duda posible, eran los de la fotografía. Pero a los que yo había guardado cariño durante todos estos años no eran esos, sino los que habitaban mis recuerdos.“¿No estamos enamorados de ciertas fotos?”, se preguntaba Roland Barthes, en La cámara lúcida, sentado ante el cadáver de su madre. En la mano tenía un retrato de ella en la juventud; intrigado, tuvo que reconocer por escrito que la madre que el quería, adoraba y añoraba era la que estaba en la imagen, no la que yacía inmóvil en el lecho. Su madre era la de la estampa.
Si bien no fuimos expulsados del paraíso, siguiendo las palabras de Jean Paul, la técnica sí que ha expulsado al paraíso de nosotros. Siempre, desde las pinturas hechas en cuevas rupestres, hemos fabricado soportes físicos que anclaran nuestra memoria en evidencias compartibles con otros, pero nunca como en el último siglo y medio habíamos llegado a necesitar, con tal apremio, dichos soportes.
Alguna vez, en la universidad, conversaba con alguien alrededor de una pregunta: ¿Por qué nuestra conciencia de la barbarie que fue el siglo XX está tan impregnada del holocausto nazi y no de otros como el estalinista, el camboyano o el palestino? La respuesta no la daría ninguno de nosotros sino Edgar Morin: porque de Auschwitz y Treblinka tenemos imágenes, fotografías, videos, stills y las películas de Claude Lanzmann y Alain Resnais. De lo demás no. Los oficiales del Reich tuvieron la brutalidad necesaria para grabarlo. Los del Gulag soviético o los de Ceaucescu tuvieron la inteligencia suficiente para nunca hacerlo.
También en la universidad conocí a un afamado investigador de edad muy avanzada. Movido por una férrea nostalgia de sus años mozos, se dedicaba con ahínco a la catalogación histórica de las salas de cine en la Ciudad de México. Una de esas salas, protagonista en sus recuerdos de infancia y ya desaparecida, él la recordaba ubicada en el cruce de dos importantes calles del Centro.
Con profunda tristeza, conmovido, observé en silencio cómo desdeñaba evidencias –fotografías de época, planos, testimonios– de que la ubicación del cine no había sido exactamente esa, sino otra muy cercana, a unos metros de donde él afirmaba. Aferrándose a la pretendida veracidad de su memoria sobre cualquier otra posibilidad, resistía el miedo a que sus recuerdos más queridos se le revelaran, de pronto, como un trucaje de la mente, una falsedad reconstruida.
Para aquel momento ya había muerto mi abuelo, cuyos últimos años transcurrieron un proceso inverso, pero igualmente curioso: testigo como había sido de décadas y acontecimientos cruciales en la historia mexicana, sus recuerdos poco a poco se fueron mezclando con –digamos– otras “fuentes”: películas, documentales, imágenes e historias ajenas que le hacían cada vez más difícil discernir entre éstas y sus propios recuerdos.
Más de una vez escuché de su boca el relato de la filmación de una película de Pedro Infante, a pocos metros de nuestra casa, y de la agradable experiencia de haber convivido con el ídolo de Guamúchil. En otras ocasiones, relataba con todo detalle las visitas que el ícono del mambo, Dámaso Pérez Prado, solía hacer a una casa contigua a la nuestra.
La sorpresa fue mía cuando, tiempo después, supe por boca de mis tías que tales anécdotas habían ocurrido tal y como él las relataba, pero incluso a ellas, que también guardaban recuerdos de aquello, les costaba trabajo discernir en los detalles de esas y otras historias que nos legó el abuelo.
Yo mismo escribo estas últimas líneas ensamblando recuerdos que tengo dispersos, luchando por rellenar sus lagunas. Como “una galería de espejos rotos” describía Borges a la memoria, y no le faltaba razón. Al final, estimado lector ¿qué garantía podrías tener tú –o yo mismo– de que lo que acabas de leer es cierto?
Vista de la ventana en Le Gras (Nicéphore Niepce, 1826)