Murió la semana pasado Eduardo Galeano. No había que leer el Manual del perfecto idiota lationamericano para entender el poco bien que sus obras habían hecho a Iberoamérica. Bastaba con pasarse por la bilbioteca de Políticas y abrir las venas abiertas de América latina, el tostón que Galeano reconoció al final de sus días "haber escrito sin tener formación para ello". Carlos Rangel murió hace más de veinticinco años. Y ya nadie lo recuerda. Pero Rangel era el bueno, como ensayaba de manera magnífica Álvaro Vargas Llosa el otro día en el país, en su revolucionarios contra liberales.
No hay nada fuera del discurso liberal e ilustrado. Pero nada de nada. Ni en Madrid, ni en Montevideo ni en ningún sitio.
Y así nos va.