Cuando en diciembre de 2015 se celebraron elecciones generales en nuestro país, los dos grandes partidos sobre los que había descansado la gobernabilidad del Estado desde los años 80, PP y PSOE, estaban mucho más que tocados del ala. Hicieron frent a la crisis con decisiones claramente impopulares sin apenas tomarse la molestia de justificarlas seriamente ante la población y ambos, aunque sobre todo el PP, aparecían claramente como los responsables de la corrupción generalizada y vergonzosa que se extendía por todos los rincones de España. Gritando «no hay pan para tanto chorizo» o «no nos representan», quizá la expresión más penosa y clara de la degeneración de una democracia, millones de españoles proclamaban su indignación y su firme deseo de que las cosas cambiaran.
Como se esperaba, en aquellas elecciones se produjo una debacle de esos dos grandes partidos y emergieron con fuerza otros dos (Podemos que ya había tenido una exitosa irrupción en las europeas de 2014 y Ciudadanos), implícitamente llamados por el electorado para liderar la regeneración de nuestra vida política.
Podemos había nacido con la pretensión de llevar a las instituciones el espíritu del 15-M, una aspiración que había generado un auténtico pavor en los entramados del poder y que provocó, desde el primer momento, un ataque brutal, sin ningún tipo de escrúpulos y sin igual en esta etapa democrática de España, contra ese partido y sus dirigentes. Ciudadanos, por el contrario, era un producto ambivalente. Por un lado, el resultado de ir más allá de sus orígenes para satisfacer el deseo sincero de regeneración proveniente de buena parte del centro derecha español, e incluso de algunas franjas de la izquierda más moderada (de hecho, llegó a declararse como una organización de inspiración socialdemócrata). Pero, por otro, y siguiendo el deseo que había expresado el presidente del Banco de Sabadell («necesitamos un Podemos de derechas»), pronto se rediseñó para que sobre todo fuese un contrapeso teledirigido ante el «peligroso» avance de Podemos.
Los dos partidos (aunque, por entonces, más Podemos que Ciudadanos) eran la esperanza de quienes deseaban un cambio en España que acabara con la corrupción y que abriese un horizonte más limpio, diferente y dialogante. Sobre todo, cuando el problema catalán se empezaba a enconar peligrosamente por la política tan irresponsable que había mantenido y mantenía el Partido Popular.
Aunque ambos tuvieron un magnífico resultado viniendo de la nada ninguno de los dos estuvo en condiciones de imponer su hegemonía en 2015 y, en lugar de jugar inteligentemente sus bazas para crear mejores condiciones presentes y futuras para la regeneración, los dos se condujeron con una torpeza casi perfectamente paralela que terminó dando aliento a los partidos a los que supuestamente pretendían «sorpasar». En lugar de reconocerse mutuamente como los polos emergentes de la regeneración, mostraron una incompetencia y una inmadurez atroz, se dedicaron a reproducir los vicios de la política que tanto habían criticado y se centraron en negar uno a otro el espacio que cada uno ocupaba, sin darse cuenta de que así sólo se iba a conseguir que implosionara el de los dos, el de la regeneración en el que supuestamente ambos venían a ubicarse.
En lugar de generar un discurso y ofrecer propuestas de mayorías, ambos se han radicalizado. Podemos, alejándose de sus planteamientos fundacionales y adoptando una estrategia completamente contraria al sentido común: asumiendo formas y comportamientos tribales de extrema izquierda para defender propuestas cada vez más moderadas, es decir, con guante de hierro y puño de seda. Y Ciudadanos acompañando a la extrema derecha y emulando su nacionalismo más rancio y excluyente. Ninguno de ellos ha sido capaz de aprovechar estos años para consolidar la suficiente implantación territorial que necesita un auténtico partido de Estado. Los dos han ido perdiendo también a buen número de sus dirigentes fundadores, y uno y otro han terminado siendo la fuente de alimentación que ha permitido que el PP y el PSOE no sólo no se hundan sino que comiencen a levantar cabeza. Tanto Podemos como Ciudadanos, que nacieron con un empuje inusitado y en una coyuntura en la que sus adversarios estaban en crisis terminal, han resultado ser, al final, una especie de brazo torpe de la política española. Nunca se había visto dilapidar en tan poco tiempo y con tanta incompetencia un capital político tan grande. Aunque también es justo reconocer que hay una diferencia sustancial en ambos casos: mientras que los errores de Podemos se han producido en un contexto de ataque continuado y muchas veces deshonesto del poder real, Ciudadanos los ha ido cometiendo a pesar de tener toda la ayuda posible, en los medios y desde el poder económico.
Parece como si Podemos y Ciudadanos se hubieran empeñado en mostrar al electorado que son fuerzas inútiles, que ni comen ni dejan comer. Y a buen seguro que lo han conseguido. Podemos lo demostró claramente en 2015 y Ciudadanos en Cataluña, cuando no fue capaz de hacer absolutamente nada después de haber ganado las elecciones.
Los resultados de las ultimas generales (y de las municipales, autonómicas y europeas) son la consecuencia de esa incompetencia. En la ciudadanía no ha desaparecido el deseo regenerador que impide que los grandes partidos tengan el apoyo electoral que hasta 2015 habían tenido. Pero ni Ciudadanos ni Podemos son ya quienes puedan presentarse como referentes o piezas clave para regenerar nuestra vida política. No han aprendido la lección y sus dirigentes reproducen una estrategia que no sólo les produjo un daño político enorme a sus organizaciones sino que tuvo un coste muy grande para la inmensa mayoría de los españoles. No hay mejor prueba de ello que la vergüenza para España de tener un gobierno que acababa sus funciones censurado por corrupto mientras su presidente huía del hemiciclo para irse a comer y a beber whisky.
La estrategia actual de Ciudadanos es sencillamente incomprensible. Si Rivera simplemente se hubiera callado la boca cuando dijo que nunca pactaría con el PSOE, ahora casi con seguridad que estaría negociando un gobierno bastante estable (no digo que lo mejor o lo que más me guste) en el que podría ser si lo quisiera su vicepresidente. Su empeño en irse hacia la extrema derecha lo va a hundir electoral y quizá personalmente y, como en Barcelona, va a provocar que en España ocurra lo que que su partido dice que quiere evitar que ocurra. Un desatino, se mire por donde se mire.
El caso de Podemos es algo más complicado, pero igualmente desquiciado. Si su empeño es realmente el de lograr que el nuevo gobierno del PSOE avance socialmente y adopte medidas transformadoras lo que debería preocuparle no es entrar en él con más o menos ministros (y mucho menos que concretamente Pablo Iglesias lo sea), que es lo secundario. Lo primero debería ser acordar y afianzar con el PSOE un pacto de legislatura que contenga las medidas que puedan permitir mejorar las condiciones de vida, nuestras cuentas económicas (estamos sentados en una bomba de deuda que estallará a poco que suban los tipos de interés), reorientar en lo posible nuestro modelo productivo y aprovechar la coyuntura internacional y sobre todo europea para lograr más capacidad de maniobra y reglas de juego más favorables… Con un pacto previo de esa naturaleza se podría dilucidar con realismo (y no a priori) si interesa o no entrar en un gobierno en donde no se puede ser un electrón libre sino una pieza más y disciplinada de la estrategia general que marca (como no puede ser de otro modo) el presidente del PSOE. Y así, además, si se decidiera que Podemos debiera tener algún ministerio, sería mucho más fácil que la opinión pública y los grupos de poder entiendan que eso es lo que mejor conviene a los intereses de la mayoría de los españoles. Tal y como se está haciendo, lo que más bien se provoca es vergüenza ajena viendo a sus dirigentes implorar un ministerio para Iglesias, como ya ocurrió en 2015.
Los dirigentes de Ciudadanos y de Podemos se equivocan de nuevo y vuelven a pasar la factura de sus errores al resto de los españoles. Pero el hecho que ambos hayan caído en la trampa del PSOE no quiere decir que éste último lo esté haciendo completamente bien. Va buscando gobernar con las menores ataduras posibles, y está en su derecho, pero no debería olvidar que eso también tiene un coste para España porque significa estar dispuesto a entrar en una legislatura loca, de geometría mucho peor que variable, y en la que apenas se podrán llevar a cabo los cambios de envergadura que son necesarios. Pedro Sánchez tiene la obligación de poner por delante sus pretensiones y a lo que está dispuesto a llegar. Es inevitable que lo haga al someterse a su posible investidura y sólo entonces se podrá evaluar si conviene que haya o no ministros de uno u otro partido.