He vivido con la poesía toda mi vida y a estas alturas sé que esto no es en modo alguno fácil de explicar. Para la mayoría de las personas, la poesía apenas existe, o existe solo de manera ocasional. Solo raras veces sucede que una relación especial con la poesía domine la vida entera: no solo escribirla, sino también leerla. No es algo que uno se proponga; esto se deduce fácilmente. A la mayoría de las personas les hace aborrecer la poesía la manera en que se les pone frente a ella en el colegio, donde resulta obligatoria, algo de lo que uno no puede librarse. Un lenguaje que se comporta de un modo distinto del habitual, que se torna extraño de repente. Las mismas palabras de siempre, pero como si vinieran de otra tierra. Se supone que todo el mundo tiene que conocer a los clásicos de su país, si bien son precisamente lo que que se debería leer en último lugar, cuando la superficie técnica de los versos, la vetusta ortografía, la alienante gimnasia de los pies métricos ya no nos impidan el acceso a la emoción y por fin podamos penetrar con la mirada a través de un lenguaje solemne, o quizá de otro que se nos antoja de corto aliento. Este es el prodigioso instante en el que comprendemos que allí, al otro lado del muro del tiempo, hay alguien que nos habla.
En toda gran poesía, por moderna que sea, está contenida la herencia de los clásicos, de lo anterior, de lo que a lo largo de los siglos se ha preservado para nosotros. Si tenemos un poco de paciencia y estamos dispuestos a hacer un pequeño esfuerzo recibiremos esa herencia como regalo.
Por esta razón, tal vez lo mejor sea leer en dos direcciones: primero desde hoy hacia épocas más antiguas y solo después en sentido inverso. Entonces se pondrá de manifiesto que algunas cosas que a temprana edad, cuando empezábamos a leer, nos parecieron maravillosas, porque nos hablaba directamente, luego ya no nos causan ese efecto; pero en cambio descubriremos el valor de aquello que antes se presentó como inaccesible, oscuro, hermético. Si queremos algo verdaderamente desalentador, solo tenemos que explicar con Shelley que la poesía abarca all science [toda ciencia] y es algo to which all science must be referred [a lo que hay que remitir toda ciencia] y, además, aseverar que leer poesía es un oficio. Pero, por fastidioso que parezca, así es. Es un oficio que se aprende leyendo poesía. Los poetas que leemos devienen maestros, a la par que nosotros mismos, y el proceso de aprendizaje dura toda una vida. En la casa de la poesía hay muchas moradas, infinitas, tan diferentes entre sí como lo son los poetas y las épocas, las sociedades y las tradiciones en las que aquellos han vivido. El lector entra y sale de esta casa; no quiere ni imaginar una vida sin poesía, vive en permanente vaivén de voces y lenguajes, en una incesante conversación babilónica de hablas llameantes. Para el verdadero amante de la poesía siempre es Pentecostés.
Hoy ya no puedo leer lo que leía ayer. A los diecisiete años se leen unos poemas y a los setenta otros. Antaño fueron Gorter, Rilke o Eluard, hoy son Stevens o Juarroz, Montale o Celan, Transtömer o Kouwenaar, Pessoa, Elizabeth Bishop, Pilinszky, Herbert, Heaney, Claus; pero esto no significa que ya no quiera leer a los de entonces. Los sigo necesitando al igual que necesito a Campert y a Vallejo o a Slauerhoff y a Rimbaud. Sé dónde están; puedo hacer que vengan a mí en cualquier momento. La poesía, en su significado más profundo, es invariable, pero habla de lo universal y del mundo valiéndose de unas voces que cambian constantemente, cada una a su manera personalísima, y de este modo ilustra y acompaña la amalgama de ficción y realidad que nos constituye. La forma en que lo hace nunca es la misma, porque tampoco nosotros somos los mismos. Siempre necesitamos a otros poetas y otros poemas, oscuros o claros, irónicos o místicos, poetas del tiempo cíclico o del tiempo lineal, o de la ciudad o de la naturaleza, poetas mundanos u hostiles al mundo. Unas veces quiero que la poesía sea humilde y ascética; otras, que cante, incluso que grite por mí; quiero que reflexione sobre sí misma, que se entristezca, que apenas diga nada, que balbucee y se esconda, o que festeje la vida y nos deje sin respiración con un torrente de palabras. Hay instantes en los que deseo perderme en su oscuridad; y otros en los que desearía que escribiera con la punzante agudeza del buril. Yo no puedo ser siempre el mismo y tampoco exijo que lo sea la poesía. Lo único que exijo es que esté ahí: hermética, clara, racional, metafísica, danzante, contemplativa, que hable del mundo en el que vivo, del mundo real, inventado, efímero, peligroso, posible, imposible, existente. Y sé que siempre estará ahí, con todas sus máscaras, con todos sus nombres y sus formas, con todos sus poetas y sus lectores: un elemento natural como el agua y la tierra, el fuego y el aire. No sabemos quiénes son sus lectores. Una “inmensa minoría”, dijo Juan Ramón Jiménez, ¿y por qué no iba a ser así?
Cees Nooteboom
Tumbas de poetas y pensadores
Foto: Cees Nooteboom
Previamente en Calle del Orco:
La poesía es inconsumible en lo más profundo, Pier Paolo Pasolini