Logroño

Por Orlando Tunnermann

 

Bueno, es momento de acometer travesías mucho más populosas. Por ello “aterriza” mi cenceña (delgada) figura en Logroño. Dejó atrás la curiosa fuente de los espaldas mojadas en la Gran Vía de Juan Carlos I. “Los espaldas mojadas” me sugiere por algún motivo lúgubres historias de náufragos que hubieran cruzado el Mediterráneo con la fuerza de sus brazos y las espaldas mojadas. Pero la explicación es mucho menos novelesca. Se trata de unos monjes muy adustos ataviados con negros hábitos cuyas espaldas encharcan las aguas de la fuente. En esta parte de la ciudad, a estas horas tempranas, el mundo parece dormido y el sonido del silencio es el marco de la ausencia. Las primeras señales de “vida inteligente” surgen en la calle 11 de Junio, junto a un recuerdo testarudo de la primigenia muralla con foso que rodeaba esta villa. Me llama la atención una denominación tan particular, así que acudo al encuentro de respuestas. Bien, se trata de conmemorar la épica victoria ante las persistentes tropas franco navarras de Enrique II de Navarra un 11 de Junio de 1521. Fueron 17 días de asedio atajados de manera radical por las huestes del duque de Nájera. Accedo sin mayores dilaciones al casco antiguo. Dejo atrás el Parlamento, antiguo convento de la Orden Mercenaria. En color arenisca me recibe la iglesia de Santiago.

La actual es del año 1500 y en su explicativa portada podemos vislumbrar a Santiago Matamoros en la batalla de Clavijo contra los musulmanes en el año 844. En su interior hay un bonito retablo dorado. Una parada singular para hacer fotos curiosas está entre la Plaza de Santiago con San Pablo. El suelo se convierte en enorme tablero del juego de la oca. 
Si al inicio hablaba de una cierta pobreza de humanidad y calles divorciadas, todo eso se desvanece como por encanto en la peatonal calle Portales y por supuesto, la afamada Laurel o el bonito paseo del Espolón. Para tapear, la calle Laurel es visita obligatoria; lugar de “peregrinaje” para todo aquel que desee tomar algo rodeado de una marabunta humana propia de un éxodo apocalíptico. Reino pues del tapeo, de la manduca y la celebración del gentío en libertad y asueto. En el paseo del Espolón hay que fotografiar a ese caballo formidable sobre una fuente con cuatro leones que acarrea en sus lomos al eximio general Espartero.
  Otra foto fabulosa surge sola entre la calle Laurel y San Juan con la catedral al fondo; colándose por las rendijas del paisaje urbano.

Volviendo a la grandeza de los templos eternos está la concatedral Santa María de la redonda, así llamada porque en este enclave había antes un templo romano circular.
Destaca un pórtico barroco abigarrado de decoración y unas torres gemelas de color arenoso. El interior se abre como unas grandes fauces de fisonomía gótica, con retablos barrocos y una bóveda colorista que sólo rozan con sus sueños unas robustas columnas.



 Me alejo ya con la mirada anclada en el puente de Sagasta cruzando el río Ebro. Este colosal armazón de hierro tenía planes de residencia en Andalucía, descansando sobre el río Guadalquivir. Quiso el destino que su ubicación ulterior lo dejase amarrado al tiempo e intemperie de Logroño.

 Para quienes nos gusta perdernos entre salas explicativas y memorias históricas, culturales o artísticas apresadas tras las cristalinas mamparas de los museos, el de La Rioja es de lo más interesante. Además, la palabra mágica que concita siempre afluencia de público: es gratuito. A través de una magnífica escalera de nogal del siglo XVIII recorremos tres plantas cronológicas que nos asoman a las épocas de la ciudad.
 Diáfano y espacioso, es agradable comprobar que aquí no hay batallones de visitantes atorando pasillos y salas. Me atrae especialmente la segunda planta, dedicada al añejo medievo: pinturas fantásticas, esculturas, retablos, tablas flamencas...





En la tercera planta me quedo embobado con el sublime cuadro “Soberbia” del pintor Baldomero Gili Roig, un acercamiento fidedigno del estilo que hizo grande e irrepetible a Renoir.