Llega la rentrée. Llegan decenas de novedades a las librerías. Y, entre ellas, muchas que pasarán desapercibidas. Esta es una de las que, hace ahora justo un año, no tuvieron suerte: Lolly Willowes (1926), la primera novela, y la más exitosa, de la escritora británica Sylvia Townsend Warner (1893 – 1978). Una lástima, que no tuviera suerte, porque se trata de una recuperación más que notable, con un punto original que bien podría hacerla destacar entre la masa. En apariencia, es otra historia de costumbres que explora el rol de la mujer soltera en la Inglaterra de principios del siglo XX; no obstante, en un determinado momento se introduce un elemento simbólico-paranormal que representa de manera creativa la particular liberación del personaje. Suave en el tono e inteligente en el fondo; la mejor forma de inocular una potente crítica de la moral, una defensa de la autonomía personal y una celebración del goce de vivir. La han comparado con autoras posteriores como Angela Carter, Jeanette Winterson y Sarah Waters; pero Sylvia Townsend Warner suena tan solo a sí misma.
Sylvia Townsend Warner
No es una «liberación» sencilla. Al contrario: a la incomprensión de los suyos se suman unos sucesos extraños en la localidad («Reconoció que había algo que no terminaba de entender, pero ya le iba bien quedar excluida del secreto, fuera lo que fuese», p. 120). La autora plantea aquí el riesgo que conlleva todo cambio, toda apertura a lo desconocido; aun así, la protagonista encuentra el atractivo en ello, porque es preferible aventurarse al peligro (y aprender de él, y divertirse con él) que permanecer entre las paredes, cada vez más asfixiantes, de la quietud conocida. Se introducen elementos paranormales, muy sutiles, eso sí, para representar en clave simbólica su nueva identidad: la comida, el gato (tan mágico), el viento, los bosques, las fiestas. Laura hace un singular pacto con el Diablo para liberarse del yugo familiar; hay una metáfora de la bruja como encarnación de la mujer soltera e independiente: las han juzgado por atreverse a vivir, pero a Laura ya no le importa que la condenen («Por eso nos hacemos brujas: para mostrar nuestro desprecio hacia ese hacer ver que en la vida no hay riesgo, para satisfacer nuestra pasión por la aventura», p. 217). Esta es su libertad, ni la soledad, ni el pueblo, sino este «me da igual», esta patada a las convenciones. Esta actitud, esta fortaleza, esta madurez que ha tardado cuarenta y siete años en alcanzar.En una palabra: magnífica.