Al abrir la puerta, el rancio olor de la habitación me hizo retroceder. Parado en la entrada, encendí la linterna que llevaba conmigo y fui descubriendo objetos y muebles abandonados. Colgado en un perchero largo estaba el disfraz de pirata que había usado en unos carnavales siendo niño; también los trajes de primera comunión de mis hermanas y algunos abrigos de papá. Sobre una mesa, un guante de béisbol y junto a él, un avión de hojalata. Entré caminando con cuidado para no tropezar con los chécheres regados por el suelo. El polvo que viajaba por el aire se apoderó de mis ojos y nariz, provocando incesantes estornudos y lagrimeo. A pesar de eso, continué hurgando sobre las piezas halladas y sobre mis recuerdos, aunque el tiempo se había llevado muchos de ellos, así como recién se había llevado el cuerpo débil y anciano de mi hermana menor. Detrás de un mullido sofá de cuero, esperando ser reconocido, solitario y desnudo, estaba mi viejo violín, y a su lado, arrugada por la dejadez, la funda que siempre lo vistió. No lo podía creer. Éramos dos vejestorios, él con las cuerdas herrumbrosas y yo con los huesos desgastados. Con lentitud me acerqué, acaricié su aspereza y lo levanté. Busqué el arco dentro de la funda. De su interior, serpenteando, cayó un lazo celeste. Lo tomé con cuidado. Había pertenecido a Matilde . El polvo había opacado su color, pero no había logrado deshacer de mi memoria los graciosos hoyuelos en las mejillas de su dueña al sonreír, ni sus hipnóticos ojos verdes, siempre evasivos, que contrastaba con su tersa piel trigueña. Su cabello negro, a menudo adornado con el lazo celeste, era una cascada de viento suave sobre sus hombros. Era hermosa, la más bella entre las bellas. Nunca la pude olvidar. Frecuentaba mi casa y a mis hermanas. Su dulce voz y risa sincera, alegraban mis tardes de estudiante. La esperaba sentado en un sillón del patio interno, donde ellas se reunían a tomar la merienda. Yo simulaba estudiar. Me miraba de reojo y con desprecio. Su indiferencia me tenía cabizbajo, no podía concentrarme en mis estudios, ni probar bocado a la hora de la cena. Para vengarme, la trataba de igual manera, con frialdad y desdén. En una de esas tardes, para llamar su atención, decidí practicar mis clases de violín. Por un instante, nuestros ojos se encontraron, con regocijo le sonreí y ella, sonrojada, desvió su rostro. Ese gesto para mi fue la luz dentro del túnel. Despertó todas mis esperanzas. Le llevaría una serenata, como se las llevaba a tantas jóvenes del pueblo; pero esta sería diferente, porque nadie me pagaría por ello; este no sería un encargo. Pronto me iría para Caracas a estudiar en la universidad y quería declararle mi amor antes de partir. Minucioso, revisé el repertorio de valses venezolanos, que sabía le gustaba, hasta elegir el más apropiado. Practiqué por varios días. Quería tener mi mejor presentación. En una noche de luna llena, cuando por fin me sentí listo, tomé el violín y, parado en la calle, frente a su ventana, con todo mi sentimiento puesto en el instrumento, ejecuté “Dama Antañona”. Cuando terminé de tocar, mis pies quedaron pegados al piso. El temor al rechazo me habia paralizado. Ella salió y sin dejarme hablar me dijo: “Hermosa canción. Dime, ¿quién te contrató? ¿quién es mi pretendiente?. Apuesto a que es Rogelio; espero que así sea. Toma esta cinta y entrégasela”. Enmudecido, la miré. Con tedio amarró su lazo celeste al violín y sin despedirse, cerró la ventana. Seis años después nos volvimos a encontrar. Se había casado y esperaba su segundo hijo. Fue la última vez que la vi.
Matilde, diciembre 1964.
Hoy me tropecé con Lorenzo en el mercado. Teníamos seis años sin vernos. Se acercó a conversar conmigo, algo que nunca antes había hecho. Me sorprendió su actitud. Fue amable. Recuerdo que cuando iba a visitar a sus hermanas, apenas me miraba. Siempre estaba estudiando. Solo una vez sentí que se interesaba por mi. Fue una tarde de agosto, en el jardín de su casa donde mientras tocaba el violín nuestros ojos se encontraron por un momento. Esa noche no pude dormir de la emoción; soñé que me pedía que fuéramos novios. Al otro día esperaba verlo, pero no sucedió. Escuché decir a su mamá que estaba en el conservatorio y que regresaría a la hora de la cena. Dos días después me llevó una serenata. Tocó una de mis canciones favoritas. Me asomé a la ventana, conmovida pensaba que él me la había dedicado, pero al verlo ahí parado, como una piedra, inerte, me di cuenta que lo habían contratado . Desilusionada, le pregunté si había sido enviado por Rogelio, que siempre me andaba rondando. No me contestó, así que amarré una cinta al violín para que se la entregara y cerré la ventana sin despedirme. A los pocos días se fue a estudiar a Caracas. Lloré hasta quedarme sin lágrimas. Ha pasado mucho tiempo y muchas cosas desde esa noche. Ahora estoy casada con Rogelio y embarazada de mi segundo hijo. Aún no sé quién me dedicó la serenata. Lorenzo y Matilde