Que Enrique Jardiel Poncela fue uno de los más disparatados y brillantes autores del humor español del siglo XX no es afirmación que pueda discutirse por parte de ninguna persona sensata. Títulos como Cuatro corazones con freno y marcha atrás, Eloísa está debajo de un almendro o Los ladrones somos gente honrada dan fe de esa excelencia, y nos hacen imborrable la figura de aquel madrileño irónico, lánguido y excepcional. Hace unos años, la editorial Rey Lear tuvo la feliz ocurrencia de recuperar un viejo texto de Jardiel, que lleva el largo y sorprendente título de Los 38 asesinatos y medio del castillo de Hull, donde nos encontramos con un protagonista al que conocemos de sobra por el mundo del cine y de la novela: Sherlock Holmes. Pero esta vez, por obra y gracia del autor (nunca mejor dicho), no va acompañado por su inseparable doctor Watson, sino por el propio Jardiel, que realiza las funciones de asistente-admirador del más famoso detective de todos los tiempos.¿Y qué van a encontrar los lectores que decidan sumergirse en esta pieza breve pero intensa? Pues descubrirán una historia cuyo argumento les parecerá tan ilógico, tan descabellado y tan extravagante que no tendrán más remedio que rendirse a la magia de su seducción; descubrirán también unos personajes alocados y delirantes, que se mueven en terrenos alejados de la normalidad y del pensamiento ortodoxo (“El suegro de McGregor, senador vitalicio, y que confiaba en esto para no morirse nunca”, p.63); y descubrirán, sobre todo, grandes dosis de humor inteligente. Inteligencia que, además, se dispara en varias direcciones, a cuál más atractiva: desde el juego de palabras y la hipérbole (“Aquel hombre genial se caracterizaba por lo bien que se caracterizaba, hasta el punto de que, cuando se veía obligado a disfrazarse, tenía que echarse al bolsillo un puñado de tarjetas de visita para poder reconocerse a sí mismo”, pp.19-20) hasta la comparación absurda (“Yo le seguía como la sombra al cuerpo cuando el cuerpo proyecta sombra”, p.60).Únanle a ese catálogo de maravillas unas ilustraciones interiores que no brotaron de ningún dibujante profesional, sino que salieron de la pluma del propio Jardiel Poncela, y comprenderán que no deberían perderse este libro, delicia para los sentidos y gozo para la inteligencia.
Que Enrique Jardiel Poncela fue uno de los más disparatados y brillantes autores del humor español del siglo XX no es afirmación que pueda discutirse por parte de ninguna persona sensata. Títulos como Cuatro corazones con freno y marcha atrás, Eloísa está debajo de un almendro o Los ladrones somos gente honrada dan fe de esa excelencia, y nos hacen imborrable la figura de aquel madrileño irónico, lánguido y excepcional. Hace unos años, la editorial Rey Lear tuvo la feliz ocurrencia de recuperar un viejo texto de Jardiel, que lleva el largo y sorprendente título de Los 38 asesinatos y medio del castillo de Hull, donde nos encontramos con un protagonista al que conocemos de sobra por el mundo del cine y de la novela: Sherlock Holmes. Pero esta vez, por obra y gracia del autor (nunca mejor dicho), no va acompañado por su inseparable doctor Watson, sino por el propio Jardiel, que realiza las funciones de asistente-admirador del más famoso detective de todos los tiempos.¿Y qué van a encontrar los lectores que decidan sumergirse en esta pieza breve pero intensa? Pues descubrirán una historia cuyo argumento les parecerá tan ilógico, tan descabellado y tan extravagante que no tendrán más remedio que rendirse a la magia de su seducción; descubrirán también unos personajes alocados y delirantes, que se mueven en terrenos alejados de la normalidad y del pensamiento ortodoxo (“El suegro de McGregor, senador vitalicio, y que confiaba en esto para no morirse nunca”, p.63); y descubrirán, sobre todo, grandes dosis de humor inteligente. Inteligencia que, además, se dispara en varias direcciones, a cuál más atractiva: desde el juego de palabras y la hipérbole (“Aquel hombre genial se caracterizaba por lo bien que se caracterizaba, hasta el punto de que, cuando se veía obligado a disfrazarse, tenía que echarse al bolsillo un puñado de tarjetas de visita para poder reconocerse a sí mismo”, pp.19-20) hasta la comparación absurda (“Yo le seguía como la sombra al cuerpo cuando el cuerpo proyecta sombra”, p.60).Únanle a ese catálogo de maravillas unas ilustraciones interiores que no brotaron de ningún dibujante profesional, sino que salieron de la pluma del propio Jardiel Poncela, y comprenderán que no deberían perderse este libro, delicia para los sentidos y gozo para la inteligencia.