Revista Cocina

Los ´90, mi viejo, el vino y la bendita crisis

Por Rumbovino @rumbovino
Los finales de la década del noventa y principios del nuevo siglo, en Argentina, fueron una mierda. Al menos en algunos aspectos socio-políticos del país, y en mi familia no fuimos la excepción. Por aquellos años Carloncho había entregado el país a los mejores postores, dejándonos con el culo al aire pero con una sensación de que podíamos ser dueños de lo que quisiésemos. Recuerdo ese tiempo porque junto a un nuevo gobierno al que le escaseaban las ideas, empezó además a escasear el trabajo. Y entre los muchos argentos que perdieron su laburo se encontraba mi viejo. Por suerte el destino no quiso ensañarse tanto con un tipo ya grande, y le tiró una última buena mano que le permitió ganarse la vida de cobrador, que lo mantuvo ocupado y feliz en cuerpo y alma hasta el día de su jubilación. En aquella época, mi vieja, aún la tengo grabada en la retina, para ayudar a sostener el rancho, hacía milanesas de soja que intercambiaba en el club del trueque por otras cosas necesarias para la casa. Entre unos y otros la cosa iba pa´lante y hasta nos permitíamos algunos pequeños lujos. Y fue justamente en aquellos años, de tira y afloja, donde tuve mi primer acercamiento al mundo del vino. Y fue de la mano de mi viejo. Aunque reconozco que no fui muy consciente de eso, hasta ahora.

Los ´90, mi viejo, el vino y la bendita crisisYo llevaba recibido de veterinario muy poquito, ya era docente de histología en la Facultad, pero con un cargo de ayudante dedicación simple el sueldo no me permitía siquiera pagarme el alquiler de la casa que compartía. A mí también las milanesas de soja, que vendía a los amigos, me dejaban unos mangos para poder pelearla. Pero entre tanta cosa jodida, los viernes por la tarde me acercaba un aire de frescura. Me tomaba el “venado” en la puerta de la facultad y partía a casa. Caminaba casi una hora desde la terminal y llegaba al nido casi de noche. Recién aterrizado, siempre me esperaba un asado flaco hecho a la parrilla eléctrica, que me sabía a gloria y regocijo infinito. Sin embargo, el momento especial, el que mejor recuerdo y me trae hoy hasta estas letras, era la tardecita del sábado. Nunca faltaban los sanguchitos de miga o las empanadas caseras para la cena. Y para acompañar esos majares nada sabía mejor que un tinto argentino. Religiosamente todos los sábados a la nochecita íbamos con mi viejo a un super que estaba frente a la Plaza San Martín y, además de otras cosas para la casa, nos pasábamos un buen rato eligiendo el vino. Yo creo que mi viejo fingía que buscaba, cuando en realidad el honor de escoger el líquido me de lo dejaba a mí. Ni yo ni él teníamos ni idea de vinos en aquella época, pero había algo casi mágico en esa acción. No daba igual llevar cualquier cosa, había que elegir bien. El presupuesto no era alto, pero las etiquetas más atractivas (para lo poco atrevidas que eran en ese momento) solían inclinar la balanza. También los nombres imponían. Cuántas veces he mirado babeando los Navarro Correas imposibles a nuestro bolsillo. Vino de culto si los hubo en Argentina. 

Haciendo memoria, recuerdo algunas de las etiquetas que he bebido. No son muchas, pero me vienen a la mente la caramañola de San Felipe, el Point Leveque, el Don Valentin Lacrado, el Chateau Vieux, el Etchart Privado (único blanco que me gustaba) y muchos otros que se evaporaron de mi memoria hace tiempo como tantas otras cosas… Cada vez un vino diferente (hasta ahora lo sigo haciendo), casi siempre tinto, y siempre con mi viejo de cómplice.


Han pasado más de 15 años y aún recuerdo cada cena de sábado. El sentarme a la mesa a degustar la buena comida y esos primeros vinos catados con “el gordo” (aunque hasta el día de hoy no bebe más de dos tragos porque dice que le hace temblar las piernas), como uno de los momentos más felices y que más disfruté durante toda mi vida.
Quizá la distancia, quizá la nostalgia, quien sabe… Salute viejito!


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