Escoger profesión en
algunos casos es difícil. Para mí lo fue hasta cierto punto. Cuando acababa el
bachillerato, y llegaba aquella época de presentarse a las universidades,
también llegaba el dilema del futuro profesional. En mi caso escogí estudiar
derecho. Ser abogado, ése sería mi destino. Sin embargo, siempre tuve claro
algo en mi mente: quería aprender derecho, el ejercicio de la profesión vendría
después.
Cuando ingresé a las
aulas del Colegio Mayor del Rosario –donde cursé jurisprudencia- no tenía una
visión muy clara sobre qué pasaría después de acabar la carrera. Un profesor –esta
anécdota la he contado varias veces- me preguntó en primer año: “¿Cómo se
visualiza usted en el futuro?”. Mi respuesta fue: “Quiero resolver problemas”.
El profesor hizo una mueca que me resultó bastante desagradable porque era de
burla, él exclamó: “¿Desde pequeño usted ha soñado con resolver problemas?”.
Todos mis compañeros emitieron una carcajada, el profesor estaba ridiculizando
mi respuesta. Después dije que quería ser asesor jurídico, o algo así, para
atenuar las risas. El profesor me corrigió con su habitual arrogancia: “Es
mejor decir que quiere ser consejero, asesor es una palabra pasada de moda”.
Hoy en día, y varios
años después de graduarme de abogado, todavía me pregunto si escogí bien mi
carrera. El ejercicio de la profesión de abogado es difícil, está llena de
vericuetos, enredos, malas prácticas, y sobre todo mucho aburrimiento. Es el
precio que pagan los abogados por obtener enormes cifras en honorarios, dicen
algunos. Y es verdad, uno puede volverse millonario siendo abogado. De hecho,
conozco muchos colegas que nadan en dinero ejerciendo la profesión. Sin embargo,
la vida me ha enseñado que el dinero no es todo en la vida. Muchos sonreirán
cuando lean esto, estoy seguro. Pero es la verdad, el dinero no puede ser la
principal motivación para ejercer una carrera o un oficio. Quienes se dedican a
una ocupación por dinero terminan destruyendo sus vidas, porque encierran sus
sueños en clósets, y esos sueños –como cadáveres putrefactos- empiezan a emitir
mal olor y a carcomer las conciencias.
Me gusta el derecho;
lo entiendo, lo admiro, y lo critico. Como profesor he sentido alegría al
observar los emocionados rostros de los alumnos, al verme exponer algún tema
jurídico –aunque también he visto desdén y aburrimiento, a decir verdad-. Sin
embargo, el derecho me ha servido mucho. Me ha dado una visión de la realidad
en la que nos movemos, una descripción de la entelequia que hemos creado los
seres humanos para vivir. El derecho es una hermosa creación humana, es una de
las mayores expresiones de la civilización. Sin embargo, en la práctica tiene
enormes defectos, que de cierta forma nos desaniman a todos los que lo
idealizamos.
Como en toda
actividad; hay abogados buenos, regulares, y malos. No creo en aquel paradigma
urbano y vulgar que afirma: “No hay abogado honesto”. Eso es mentira, conozco
muy buenos profesionales del derecho que de forma íntegra han acumulado enormes
recursos económicos sin recurrir a la inmoralidad o a la ilegalidad.
No me equivoqué, debía
estudiar derecho. Era preciso conocer este mundo para incursionar en otras
aventuras intelectuales –como las de escritor, comunicador, o profesor-. Siento
gratitud con la vida por haber conocido a mis profesores, a mis compañeros de
universidad, a mis colegas con los que trabajé, a mis jefes, y en general, a
todas aquellas personas que están involucradas con el derecho.
El viernes pasado, y
ése es el motivo de este escrito, escuché en la radio la entrevista que le
hicieron a un abogado de una prestigiosa firma de Colombia. Al jurista le
preguntaban por un extraño caso relacionado con la constitución de una multitud
de sociedades, con el fin de adquirir un predio rural en el sur del país. El
caso es complejo, y no quiero entrar en detalles sobre el particular. Pero, lo
que me llamó la atención fue una de las respuestas del abogado. Los periodistas
–de forma justa o injusta, no lo sé- en un momento dado lo acusaron de leguleyo.
¿Qué quiere decir este término? En el ámbito legal, un leguleyo es una persona
que se ajusta demasiado a la norma, perdiendo por un momento la noción del fin
de la misma. Todas las normas tienen un fin, pero, muchas veces los que deben
aplicar esas normas distorsionan sus objetivos, o incurren en injusticias al
apegarse demasiado a éstas. Es difícil explicar esto, lo sé, sobre todo a un público
no ilustrado en la materia.
La respuesta del
jurista al ataque de los periodistas fue de este calibre –palabras más,
palabras menos-: “Para ustedes es una leguleyada, pero es lo que hacemos los
abogados sofisticados al interpretar una norma”. No soy un juez o un
funcionario de un órgano de investigación, para decidir quién tiene la razón en
este caso. Sólo quiero decir que me llamó la atención este término: “Abogados
sofisticados”. Después de escuchar la entrevista radial del jurista me
pregunté: ¿Qué es eso? ¿Qué es un abogado sofisticado? A mí nunca me enseñaron
eso en la carrera, y jamás lo he escuchado en el ejercicio de la profesión. De
pronto, sí se utiliza pero yo jamás había oído esas palabras juntas. “Abogado”
y “sofisticado” no son expresiones que usualmente uno escuche mencionar de
forma conjunta.
Me imagino que el
abogado de esta prestigiosa firma quería decir que la operación sobre la que
era cuestionado, era una operación compleja, y que por lo tanto a simple vista
podría ser la expresión de una leguleyada, aunque en realidad era una maniobra
legítima pero difícil de explicar a un público profano. Eso fue lo primero que
pensé. Después acudí a mi memoria “vivencial”, llamémosla así. Esto quiere
decir, que acudí a mi experiencia con este tipo de personas. Los abogados de
estas prestigiosas firmas -en general- son egresados de universidades privadas,
han hecho uno o varios postgrados en Colombia, y también han cursado
especializaciones en el extranjero. En la mayoría de los casos hablan más de un
idioma. Esas firmas cobran por hora de trabajo, y generalmente lo hacen en dólares.
Hay de todo en esas firmas; como siempre, hay buenos, regulares, y malos
abogados. El hecho de que un abogado haya estudiado en una universidad privada,
haya cursado un postgrado en Estados Unidos, y hable inglés aceptablemente, no
lo convierte en un genio o en superdotado. Lastimosamente esas firmas tienen
unos criterios bastante superficiales para escoger a sus empleados, pero así
funciona no sólo el mercado laboral de los abogados, sino en general, el
mercado laboral, lamento decirlo.
Conozco varios amigos
abogados que trabajan en esas prestigiosas firmas, y son excelentes
profesionales. Pero, también hay varios mediocres, tengo que confesarlo. Cuando
el jurista –objeto de la entrevista radial mencionada- hablaba de los abogados
sofisticados, para presentarse como algo diferente a los simples leguleyos,
acude a su orgulloso título de miembro de tal o cual bufete. Como si eso lo
exonerara de responsabilidad.
No hay abogados
sofisticados, todos los abogados somos simples defensores de la justicia –o eso
creo yo-; todos los abogados tenemos una misión: defender la verdad para que
haya paz y armonía en la sociedad. Algunos lo hacen desde la magistratura,
otros desde la cátedra, otros desde el litigio, otros desde la oficina jurídica
de una empresa o de una entidad pública. Todos los abogados tenemos un deber
con la sociedad: lograr la Justicia. No hay operaciones simples y complejas
para el mundo jurídico, porque todas las operaciones jurídicas son aplicaciones
de la Ley.
Interponer una acción
de tutela para proteger un derecho fundamental es tan simple y tan complejo
como constituir veinte sociedades y registrarlas en un país europeo. Para el
abogado, todos los problemas de los clientes son complejos porque esos ciudadanos
están reclamando un derecho, que para ellos es vital. Es tan importante
proteger el derecho a la salud de una anciana de noventa años, como defender
los intereses económicos de un conglomerado industrial. Para el abogado de
verdad, ambos casos son igual de importantes.
Y vuelvo a la
anécdota que me sucedió en la universidad. Ese profesor que se burló de mi
respuesta tenía o tiene fama de fanfarrón, de soberbio, de arrogante. Años
después, cuando yo ya era profesor, me sucedió una anécdota referida a este
individuo. Un día, cuando acabé de dictar una clase, y tenía que firmar en la
planilla de control de asistencia, me encontré a la secretaria de la Facultad
llorando a mares. Le pregunté lo que había sucedido, y me dijo que el citado
profesor la había humillado y ofendido. Yo le aconsejé que no le pusiera
atención, que todos sabíamos que ese tipo era un patán. Porque paradójicamente,
ese profesor también se las da de ser un “abogado sofisticado”.