Cada vez son más las víctimas de abusos sexuales en las Fuerzas Armadas estadounidenses que deciden contar su historia con la intención de que otras compañeras -y compañeros- se enfrenten, a la hora de denunciar, a una realidad distinta. El Gobierno estadounidense, por su parte, ha comenzado a implementar diferentes medidas para solucionar el problema. Pero ¿qué sucede cuando el problema no viene dado por la falta de mecanismos para denunciar las violaciones, sino por una cultura que permite que los abusos sexuales se sucedan?
Al acabar la Segunda Guerra Mundial y una vez se calmó el panorama internacional tras la Guerra Fría, fueron muchos los que pensaron que nuestro orden internacional finalmente sería uno en la que la diplomacia fuera la solución a cualquier conflicto. Sin embargo, eso ha quedado lejos de la realidad, como demuestra la situación en el Oriente Próximo. Nuestro sistema internacional sigue siendo uno en el que rige el principio de “Dime el potencial de tu ejército y te diré cuál es tu relevancia dentro de la comunidad internacional”.
Así pues, Estados Unidos no lo ha tenido muy complicado a la hora de alcanzar su posición hegemónica en el mundo. De hecho, el ejército estadounidense es considerado el más potente del mundo. Pero esto no es sinónimo de que sea el más justo. A lo largo de su historia, muchas han sido las decisiones y los escándalos que han puesto en tela de juicio su integridad, empezando por el trato que los soldados afroamericanos recibieron durante la participación de EE. UU en la Segunda Guerra Mundial o en la guerra de Vietnam, continuando con la política de “Don’t Ask, Don’t Tell” como intento de evitar la aparición de homosexuales entre las filas y terminando con los abusos sexuales que todos los días se perpetúan y de los que miles de soldados ya son víctimas. Las Fuerzas Armadas estadounidenses actualmente se enfrentan a una epidemia de violaciones sexuales que están haciendo temblar sus pilares más fundamentales: su patriotismo y su papel de buen samaritano.
La cultura de la violación
En 1991 los medios se hacían eco del primer gran escándalo de abusos sexuales. Durante la convención de Tailhook, aproximadamente 200 marines borrachos agredieron sexualmente a al menos 83 mujeres en los pasillos del hotel Hilton de Las Vegas. Cinco años más tarde, aparecía en los medios de comunicación un nuevo escándalo; esta vez, los estadounidenses se llevaban las manos a la cabeza por la veintena de violaciones cometidas en el campo de pruebas de Aberdeen (Maryland). Fue gracias a este escándalo que se descubrió que no era un caso aislado; en otros muchos centros de entrenamiento los acosos también estaban al orden del día. Sin embargo, las medidas tomadas fueron escasas: de los doce sargentos instructores y comandantes acusados de un delito de violación, solo cuatro fueron sentenciados a prisión.
Así, no era sorpresa alguna que en 2003 ya se hablara de un tercer gran escándalo. Una de las víctimas se ponía en contacto con representantes de los medios de comunicación y varios parlamentarios para dar a conocer la realidad que se estaba viviendo en la base de entrenamiento de las Fuerzas Aéreas en Colorado. La dirección de la base de entrenamiento había ignorado abiertamente múltiples acusaciones y había permitido que se produjeran de forma sistemática abusos y violaciones a cadetes.
25 años más tarde del primer gran escándalo, los números de casos de acoso en la Armada siguen siendo alarmantes. En 2014, el Departamento de Defensa estadounidense recogía que aproximadamente 20.000 miembros del servicio militar se habían visto sometidos a relaciones sexuales no consentidas. Inevitablemente, la pregunta que viene a la mente de cualquiera es: ¿cómo es posible que la incidencia de acosos sexuales sea tan elevada en las Fuerzas Armadas estadounidenses?
La principal razón de esta epidemia es la cultura de la violación existente en las Fuerzas Armadas estadounidenses. Este es un término concebido por los movimientos feministas de los años 70 para explicar por qué las instituciones, los medios de comunicación y la sociedad normalizan y exculpan la violencia sexual al depositar la responsabilidad del crimen y su prevención sobre la víctima en vez del perpetrador. La víctima se convierte, implícitamente, en el malhechor y el violador solo en un criminal, de tal manera que es la víctima quien ha de proteger su cuerpo si no desea sexo.
Muchas de las víctimas aseguran que, tras reportar la violación, sus comandantes hacían preguntas como “¿Qué llevabas puesto la noche que sucedió el supuesto altercado?” o “¿Qué esperabas que sucediese al juntarte con un grupo de jóvenes marines borrachos?”.
Pósteres para concienciar sobra la importancia de la prevención. Fuente: Sexual Assault Prevention and Response Office
Que esta sea la cultura dentro de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos no es ni más ni menos que un síntoma de la cultura que reina en la sociedad estadounidense: en Estados Unidos cada 98 segundos se produce un abuso sexual.
El otro gran factor es el número de delincuentes que hoy en día se encuentran entre los soldados activos de las Fuerzas Armadas. Tras la guerra de Irak, la popularidad de la Armada disminuyó y, como consecuencia, el rigor a la hora de evaluar los antecedentes penales de los nuevos alistados también disminuyó. Estudios realizados por la Marina en 2012 revelaron que un 15% de los nuevos reclutas había cometido o tentado al menos un acto de violación antes de unirse a las Fuerzas Armadas. Además, el FBI aseguraba en 2011 que miembros de más de 53 bandas callejeras se encuentran infiltrados en las Fuerzas Armadas.
El miedo a las represalias
En 2014 una encuesta llevada a cabo por el Departamento de Defensa destapaba que el 62% de las víctimas aún activas en la Armada habían recibido algún tipo de represalia tras denunciar su acoso a las autoridades militares. De tal manera, no es de extrañar que de esos 20.000 casos de relaciones sexuales no consentidas que tuvieron lugar en 2014 aproximadamente el 85% de las víctimas no contemplaran la idea de denunciar.
Es aquí donde emana el gran problema del Gobierno de los Estados Unidos: las represalias sociales y profesionales. Para comprender el ambiente en el que este sistema de represalias sociales sucede, uno ha de imaginarse la Armada como una gran familia. Cuando se acusa de violación a algún miembro de una unidad militar, el resto hará todo lo posible por proteger la cohesión. Por eso, muchos, aun creyendo la acusación, aconsejarán no informar y “seguir tu camino”; otros muchos simplemente negarán la realidad, tacharán al acusador de problemático y harán todo lo posible por que desaparezca de la unidad.
A esto hay que añadirle que son muy pocos los comandantes que están dispuestos a admitir que en su unidad se están produciendo casos de acoso sexual, pues haría ver que entre sus filas falta orden y disciplina. Por consiguiente, es incalculable el nivel de responsabilidad que los comandantes albergan a la hora de denunciar un caso. Son ellos quienes, en su intento de eliminar de manera sencilla la epidemia, protegen al violador. Diferentes víctimas aseguraban que su comandante, tras denunciar haber sufrido repetidas violaciones, ordenaba a sus compañeros no acercarse ni hablar con ellas. Una incluso contaba cómo sus compañeros fueron amenazados con ser sancionados si se los veía socializando con ella. De este modo, los militares acosados pasan de ser víctimas de abusos sexuales a ser también victimas del aislamiento y las represalias por parte de sus compañeros.
Asimismo, los hombres víctimas de abusos se enfrentan a un tipo más de estigma social: la homosexualidad. Hasta 2011, esta estaba prohibida en la Armada, por lo que muchas eran las víctimas masculinas que tenían miedo a denunciar su caso por temor a que fuesen tachados de homosexuales —curiosamente, la misma amenaza no parece pesar sobre el agresor— y que su carrera militar terminase. El acoso sexual en las Fuerzas Armadas afecta tanto a mujeres como hombres, pero el violador siempre sigue un mismo patrón de género: siempre son hombres.
Por otro lado, están las represalias profesionales. Antes de denunciar una violación, las víctimas tienen que enfrentarse a la dura realidad de elegir entre denunciar el acoso o continuar con su carrera profesional; para muchas, denunciar a su violador supuso el fin de su carrera militar. Existe una gran variedad de represalias profesionales, pero hay dos que destacan por su uso indiscriminado: las sanciones por mala conducta —“Other than Honorable”— y los exámenes mentales punitivos.
Al denunciar, las víctimas admiten en múltiples ocasiones haber estado involucradas en acciones sancionables por la Armada. De esta forma, se desvía la atención de la violación hacia estas acciones y la víctima pasa a ser responsable de adulterio, fraternización o consumo de alcohol por debajo de la edad permitida y es castigada con sanciones no judiciales, mientras que el hecho de la violación pasa desapercibido. El comandante, aprovechándose de la situación, empieza a hacer uso de cualquier coyuntura para aumentar el número de sanciones no judiciales —que son aplicadas directamente por el comandante, sin necesidad de ser supervisadas por una entidad superior—, ya que su acumulación deja marcas poco beneficiosas en el expediente del militar y pueden llegar a suponer un despido involuntario.
Para ampliar: “Embattled. Retaliation against Sexual Assault Survivors in the US Military.”, Human Rights Watch, 2014
Los exámenes mentales punitivos aparecen como otra herramienta eficaz de represalia. Son tantas las víctimas que tras el abuso sufren de trastorno por estrés postraumático (TEPT) que se ha definido una condición psicológica especifica para estas: trauma sexual militar (MST por sus siglas en inglés). El MST, al tener unos síntomas extremadamente parecidos a los que sufre una persona con trastorno de la personalidad, permite a los médicos —amparados por los comandantes— concluir que la persona padece un trastorno de la personalidad. El sentido de hacer esto es simple: un TEPT —o, en este caso, MST— surge normalmente como resultado de una actividad dentro de las Fuerzas Armadas y, por lo tanto, el enfermo puede retirarse y acceder a las ayudas otorgadas a los veteranos, pero un trastorno de la personalidad se cree que es un estado previo al alistamiento y, por consiguiente, la Armada no tiene ningún tipo de compromiso para con el enfermo.
Para Ampliar: “Booted. Lack of Recourse for Wronguflly Discharged US Military Rape Survivors”, Human Rights Watch, 2016
Tras los despidos involuntarios —que quedan recogidos en los expedientes de la víctima—, la víctima no solo no puede acceder a muchas de las ayudas estipuladas para los veteranos, sino que su incorporación a la vida civil se vuelve una misión casi imposible. Encontrar un trabajo se convierte en una ardua tarea; sin beneficios, ayudas ni trabajo, son muchas las víctimas que acaban en las calles con problemas de drogodependencia y alcoholismo. Así, un 8% de la población en prisión en los EE. UU. son veteranos.
Igualmente, desaparecer o salir de la Armada simplemente no es una posibilidad. Se consideraría deserción, un delito criminal, pues los militares son propiedad del Gobierno mientras que el contrato esté en vigor.
¿Un futuro sin abusos sexuales?
La responsabilidad del Gobierno de proteger a sus militares va más allá de una obligación moral o nacional: es una obligación internacional, no solo como signatario del Pacto International de Derechos Civiles y Políticos, sino como miembro de la Convención contra la Tortura. En 2014, el Comité contra la Tortura de la ONU recordaba al Gobierno de los EE. UU. su obligación de proteger a aquellos militares que denuncian un acoso sexual.
Desde 2004, diferentes medidas han sido aplicadas y desarrolladas para intentar crear un ambiente en el que la víctima se sienta realmente segura para denunciar y acabar con la impunidad de los perpetuadores. El Departamento de Defensa puso en marcha una oficina de prevención y respuesta para los abusos sexuales en la Armada, conocida en inglés como SAPRO. Esta misma oficina consiguió poner un coordinador por instalación militar o área geográfica al que las víctimas pueden dirigirse en caso de sufrir un abuso. También se creaba una unidad especial para víctimas, encargada de asistir y aconsejar a las víctimas durante el proceso de denuncia.
Durante la segunda presidencia de Obama, algunos de los artículos de la ley militar fueron modificados para garantizar que los comandantes no puedan continuar amañando las denuncias, y en 2013 se acordaba que aquellos militares responsables de violaciones o abusos sexuales serían despedidos de manera involuntaria “bajo condiciones deshonrosas”, la categoría más baja entre las formas de despido de la Armada. Asimismo, en 2014 el Departamento de Defensa aprobaba una política que posibilita a las víctimas despedidas injustamente o como represalia presentar su despido involuntario.
La oleada de abusos sexuales de la que las Fuerzas Armadas están siendo hoy testigos no viene dada por la falta de recursos para poner una solución al problema, sino más bien por la cultura que se ha establecido dentro de los rangos militares, una cultura que, en vez de poner obstáculos al violador, pone a su disposición más garantías de salir impune y, por tanto, la viabilidad de reincidir. Pero es difícil esperar que los rangos inferiores se retracten de cometer estos crímenes mientras los rangos superiores sigan haciéndolo y protegiendo al que lo hace. En 2013 el propio teniente coronel Jeffrey Krusinki, director de la prevención de abusos sexuales en las Fuerzas Aéreas, era denunciado por acoso sexual.
Acabar con esta cultura de aquí a unos años, aunque muchos lo vean desde una perspectiva desesperanzadora, es posible, igual que fue posible acabar con la segregación racial en las unidades militares en un momento en el que poner fin a algo así parecía imposible. No obstante, será una larga lucha que en los próximos cuatro años verá pocas diferencias, con un nuevo presidente que durante su carrera presidencial ya abordaba el asunto alegando “¿Qué esperaban estos genios al poner hombres y mujeres juntos?”.