Dice Mario, mientras estudia ceñudo mi vestuario como un centinela, que los amigos del pasado ya no son bienvenidos. Las marcas purpúreas de mi piel son los recordatorios de mi desobediencia. El diario y mi agenda de contactos quedaron abolidos recién inaugurada mi nueva vida de esposa cautiva y esclava las veinticuatro horas del día. Ya nadie llama, nadie se atreve a arrostrar el diabólico temporal que anida en la mirada proterva de Mario.
Dice que soy suya, como las cortinas que decoran la alcoba, como los jarrones chinos del salón y las alfombras persas, que pisa como si fueran mi alma y mi cuerpo los que están debajo. Controla Mario mis mensajes, mis conversaciones telefónicas y escritas. Como un veneno se filtra en mis pensamientos para erradicar mi voluntad y depositar ahí las larvas de su ponzoña. Dice que me ama, pero no veo ya mi imagen en el espejo. Se ha desvanecido la esposa abnegada a causa de los golpes continuados, la falta de respeto, y su machismo egocéntrico y despótico. Me anula y me arrincona. Soy el trofeo que preserva Mario con celo, oculto como un tesoro que nadie puede tocar ni admirar. Ya nada queda del cariño primigenio. Todo se ha desvanecido bajo un manto de ascuas.
Mario me aterra y temo el día en que me ponga la mano encima, pues no son caricias lo que regalan sus manos, sino tormento y sumisión por puro instinto de supervivencia.