Los arrabales del alma

Publicado el 13 diciembre 2011 por Jesuscortes
La leyenda impresa dice que lo primero que se le ocurrió a John Ford cuando conoció a Akira Kurosawa fue decirle que realmente le gustaba la lluvia de sus películas.
Semejante halago - falseado o simplemente embellecido, ya que la frase textual al parecer fue "You really like rain" - es un buen argumento para defender que el joven director japonés adoptara incluso los hábitos de vestimenta del maestro, que nunca estuvo muy pendiente de la moda, todo sea dicho. Poco después le tomaron una foto a Akira donde efectivamente usa gorra, gafas oscuras, calza unos zapatos de gamuza (marrones, no como las de Carl Perkins; el rock n' roll no debió impresionar mucho a Ford) y un bonito pañuelo al cuello. No se tienen noticias de que mordiese también el pañuelo.
Mucho después de ese encuentro, cuando a Kurosawa le faltaban apenas unos meses para perder la fe en todo y pensar en abandonar este mundo, hecho que hubiese acaecido dos años antes de la partida del maestro y que nos hubiese privado de su triunfal vuelta con la maravillosa siberiada "Dersu Uzala" en 1975 - que bien pudo haber sido un gran Ford en esa década por cierto - rueda su muy tardío primer film en color y el último de bajo presupuesto de su carrera, por la que no apostó nadie más hasta la llegada de Milius y Coppola para rescatarlo diez años después.
"Dodes'ka-den", que fue un fracaso de público y crítica, ha quedado abandonada entre los dos últimos periodos de su obra y como mucho se ha establecido como el "necesario" eslabón experimental y expansivo que une la algo falta de ritmo, repetitiva y parsimoniosa "Akahige" - no obstante, ceremonialmente recibida y considerada por el propio Kurosawa como un punto de llegada - con esa esplendorosa aventura rusa que inaugura su triunfal etapa final.
Lo cierto es que la prolongada ausencia de las carteleras por primera vez de ninguna obra suya en casi un lustro, de 1965 a 1970, y el gran recuerdo dejado por el film precedente a "Akahige", "Tengoku to jingoku" invitaron a pensar que Kurosawa tomaba aire, se pensaba el próximo golpe y quizá preparaba algo así como su obra definitiva.
Esas circunstancias personales complicadas a las que aludía y diversos problemas frustraron los grandes proyectos en que estuvo trabajando ("Tora! Tora! Tora!", que finalizó Fleischer y otro que retomó Konchalovsky en los 80, "Runaway train") y cristalizaron en cambio en un laborioso, fatigoso financieramente hablando y mútliple film que aglutina un torrente de ideas y sueños cosidos en uno de los más hermosos entelados posibles.
Así, esperando ver coloristas ornamentos elaborados para decorar realistas y sucios muros quizá es como mejor puede cualquiera prepararse para descubrir o rememorar esta película infinita que apenas encuentra eco en su obra anterior - quizá sí en personajes o situaciones de las tempranas "Nora inu" o "Yoidore tenshi", mucho menos estructural y emocionalmente hablando - y sí en cambio se verá reflejada en alguna de las últimas que hizo al final de su vida.
A medio camino entre una invitación a contemplar lo visto y oído - pero a lo que cuesta acercarse: nadie quiere tener nada que ver con el desamparo y la miseria - y una indagación sobre lo oculto o en lo que nunca se reparó - la belleza, la humanidad entre una montaña de basura -, transcurren las imágenes de "Dodes'ka-den", que complementa por oposición pura a esa tensa y acaudalada "Tengoku...", que como se recordará, ya anunciaba el nacimiento de su antagonista con aquella nota de color surgiendo de los laberínticos extrarradios en los que tenía lugar la resolución de su misterio aunque "oficialmente" la culpa la tuviera Langlois, que le mostró la tintada escena del baile de "Ivan Groznyy" de Eisenstein. Relajada y pobre, sí, pero exultante. Imagino que lo más inmediato es asimilar "Dodes'ka-den" a sus impulsores (Ichikawa y Kinoshita) o a su tiempo, a algún Fellini de otrora gran fama ("Giulietta degli spiriti" especialmente), a un muy marginal Ettore Scola ("Brutti, sporchi e cattivi"), probablemente a algún Satyajit Ray al que tanto admiraba Kurosawa, a varios próximos Lino Brocka o hasta a los últimos coletazos del musical, que es lo que en gran medida es pese a la ausencia de canciones o números coreografiados; incluso puede ser pertinente ligarlo al Renoir de la última etapa y, por qué no, al postrero Guiguet de casi treinta años después.
Son conexiones de todas formas un poco a posteriori porque las raíces, el tronco y parte de las ramas de este coral film vienen de mucho antes que se inventara el cine, del medievo, en la frontera de los siglos XIV y XV y deben mucho a la visión que del arte y la vida tuvo el dramaturgo Zeami Motokiyo, del que siempre fue entusiasta Kurosawa y con el que finalmente se decidió a "dialogar" sotto voce, sin proclamarlo, en una relación de inspiración y readaptación - más que actualización, pues poco se moderniza - pareja a la que ha desarrollado Straub con Pavese o la que tuvo obsesionado a Welles con Shakespeare. Por todo ello, la maquinaria de la malhablada y mugrienta "Dodes'ka-den" poco se alimenta de algunos temas que habitual y recientemente rondaban y casi copaban su cine: el poder, la venganza, la guerra, la corrupción, el honor, etc., retornando a la senda de su obra en los años 40, recuperada en "Ikiru" e interrumpida desde entonces, de forma más violenta y negra (casi siempre por culpa de las palabras, que son dardos, tan agudos a veces como las de los más afilados Mizoguchi) de lo que nunca fue, no importa cuántas grandes tragedias hubiese recorrido desde entonces. 
Si de cada cinco films con los grandes asuntos descritos hay un gran Kurosawa, casi de cada acercamiento a los "pequeños" contratiempos y las vivencias cotidianas de sus más llanos compatriotas, sale un film extraordinario. Sin ellos, mucho menos nos importaría a algunos su carrera.
La emoción que desprende el film desde que el inarredrable Rokuchan pone en marcha por primera vez su imaginario tranvía, donde casi puede oirse la voz de Kurosawa, con un travelling hacia delante como contraplano - uno de los grandes momentos del cine -, es tan duradera como difícilmente verbalizable.