Por Ricardo Rodulfo . Artículo de Página/12 – Los bebés saben jugar
Una singular experiencia clínica en la década de 1940 rebatió un paradigma clásico: el de que primero está la necesidad de comer y sólo después el deseo de jugar. Pero en ese momento no se extrajeron todas las consecuencias posibles. El psicoanalista René Spitz descubrió entonces lo que conocemos como “hospitalismo”. Se trataba de bebés internados, por prematurez u otros accidentes tempranos, en buenos hospitales, que contaban con la mejor tecnología de la época: a salvo de infecciones, bien balanceada su alimentación: sin embargo, enfermaban y hasta morían; su crecimiento se detenía, perdían peso, exhibían un comportamiento compatible con la palabra depresión. ¿Qué sucedía? Spitz apuntó al hecho de que esos bebés recibían de todo, sí, menos trato y contacto humano; bien manipulados en tanto objetos-organismos, nadie los pensaba como subjetividades, nadie se vinculaba con ellos afectivamente; dicho de otra manera, nadie jugaba con ellos. El modo de que dispongo para relacionarme en serio con un bebé es jugando con él de alguna manera. Los adultos que “no saben” jugar con los bebés son impotentes para conectarse con ellos; deben esperar a que el chico hable, y bastante, para poder acercarse. Los que sí “saben” son instintivamente diestros en jugar con ellos, incluso con la voz: los bebés no hablan, pero les gustan los juegos musicales y se incorporan a ellos enseguida. Saber estar con un bebé es saber jugar con él y esto es desde el principio. Cuando un recién nacido no se prende al pezón, algo falla en ese encuentro y regularmente hallaremos una madre tensa, que “no sabe” manipular su pezón como un juguete.
Spitz no llegó a advertir lo que sí advirtió Donald Winnicott: no hay necesidad más perentoria que la necesidad de otro, y esta necesidad tiene curso adecuado en la experiencia de jugar con otro. Supongamos que observo a un bebé: hay una cosa, y sólo una, que me dará la pauta de que no estoy en presencia de un mero organismo, limitado a comer, llorar, dormir y cosas así: es descubrir, acaso en un momento fugaz, que juega. El que juegue excede su naturaleza de organismo; jugar no es un capítulo de la biología (sí de la etología y, sobre todo, de la primatología). No puedo justificar el que juegue apelando a ninguna necesidad “básica” o “biológica” tradicionalmente considerada, no responde a ninguna “apetencia” concreta determinable como tal. Otro punto decisivo: no se lo enseñó nadie. El deseo de jugar, la necesidad de jugar, la emergencia espontánea del jugar es una emergencia incondicionada, impredecible, irreductible. Esto es particularmente incómodo para el adulto, acostumbrado a pensar, adultocéntricamente, que él “da” y el pequeño “recibe”. Ciertamente, él juega con (si todo anda bien), pero no le “dio” eso al bebé, eso que hace que cualquier cosa –un sonido, un botón, un pezón– devenga objeto de juego.
A esta emergencia incondicionada, originaria sin origen, siguiendo a Winnicott la denominamos espontaneidad. No en el sentido corriente de que alguien “haga lo que quiere”, sino de que haga algo que nadie “quiere”, que nadie tenía previsto. Le cambio los pañales: bien pronto descubre lo divertido que es patalear, no quedarse quieto, desacomodando todo lo que intenta hacer la madre. Esto no estaba previsto en el encuadre adulto de los cuidados, donde el juego siempre es inoportuno e innecesario. Pero el ser humano empieza por necesitar eso innecesario y el no quedarse quieto es capital. Jugar es no quedarse quieto.
En su momento, el psicoanálisis había rozado el problema al referirse a los juegos sexuales infantiles como hechos de suma importancia y gravitación (en verdad, la masturbación no patológica formaba parte de dichos juegos), pero es previsible que en ese tiempo la palabra “juego” pasara inadvertida; se trataba de juegos sexuales. El desplazamiento que Winnicott inicia y que procuramos continuar escribe, en cambio, juegos sexuales infantiles. Si un niño logra jugar sexualmente, sea con una exploración autoerótica o con otros niños y niñas, es decir, si una cualidad lúdica impregna su actividad sexual, entonces su desarrollo subjetivo está por ese lado a salvo de enfermedad. En la medida en que su sexualidad ingrese a un campo de juego, esto le permitirá una apropiación tranquila de ella. Si lo sexual va sin juego, estaremos, por ejemplo, en el terreno de lo traumático, del abuso o la seducción; la sexualidad tomará un sesgo excitado y compulsivo, en el fondo más dedicado a calmar ansiedad que a gozar. Los niños con síndrome de masturbación compulsiva son un exponente cabal de esta situación. Si la sexualidad queda disyunta del jugar, entonces no se integra a la vida, se disocia, se escinde, se reprime y retorna de modos patológicos y patógenos. Es fácil observar esto en la sexualidad del adulto, cuando, valga el caso, una mujer no puede jugar con su pareja y esto deriva en compromisos poco saludables: él acude a prostitutas para poner en escena lo que con ella no se da; ella se masturba de manera culposa, tortuosa, con esas mismas fantasías injugables.
Jugar no es un hecho entre tantos otros: es el hecho capital de la existencia psíquica en su emerger. Es la manera originaria de subjetivarse: mucho antes de poder decir “yo”, el bebé se subjetiva cuando agarra algo con decisión, para jugar con eso.
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