Los Buddenbrook - Thomas Mann

Publicado el 22 marzo 2021 por Elpajaroverde
«Tony lo cogió, lo hojeó, empezó a leer y enseguida quedó absorta en la lectura. Lo que encontraba eran, por lo general, cosas corrientes y que ya conocía; sin embargo, cada uno de los respectivos autores de las anotaciones había adoptado de sus predecesores, instintiva e involuntariamente, una forma de poner por escrito los acontecimientos de una solemnidad especial, un estilo propio de los cronistas que reflejaba el respeto —un respeto discreto y, por eso mismo, tanto más digno— que los miembros de una familia sentían por la propia familia, por su tradición y por su historia. Aquello no era nada nuevo para Tony; en más de una ocasión le habían permitido leer aquellas páginas. No obstante, su contenido jamás la había impresionado tanto como aquella mañana. La devoción con que se recogían y la relevancia que allí se concedía incluso a los hechos más nimios de la historia de la familia, la conmovieron. Apoyó los codos en el secreter y siguió leyendo con creciente entrega, orgullo y seriedad».

Lo que Tony Buddenbrook coge entre sus manos y cuya lectura tanto la conmueve es el cuaderno familiar de los Buddenbrook. En él se registran desde hace generaciones los acontecimientos importantes de la familia: nacimientos, matrimonios, fallecimientos, hitos empresariales,... Si ahora, no siendo la primera vez que sus ojos se posan sobre dichos acontecimientos, le impresiona tanto lo que lee es porque por primera vez toma conciencia de ser parte de ese cuaderno; por primera vez comprende que está llamada a ser coautora de sus gloriosas páginas. El que Tony lo conciba así en esta ocasión y no lo haya hecho de esa manera en todas las anteriores tal vez tenga algo que ver con la tesitura en la que se encuentra. O puede que sea que ya tenga edad para dejar las despreocupaciones de la infancia atrás y comenzar a asumir responsabilidades. O quizás sea que ha de tomar una decisión importante que decidirá su futuro y esa decisión afectará a la deriva de los acontecimientos pendientes de registrar en ese cuaderno. O simplemente se trate de que aún sigue bajo la influencia de las palabras que recientemente le dedicara su padre:

«Mi querida hija, no hemos nacido para aquello que nuestros ojos cortos de vista consideran nuestra pequeña felicidad personal, pues no existimos en el mundo de manera aislada, independiente, desligada de los demás, sino que somos eslabones de una cadena, y, tal y como somos, no cabría pensar en nuestra existencia sin toda la cadena compuesta por los que nos precedieron y nos mostraron el camino y, obedeciendo ellos mismos a un máximo rigor y sin mirar a izquierda ni a derecha, nos marcaron una sólida y venerable tradición. Tu camino, según me parece, está más que claro desde hace muchas semanas, y no serías mi hija ni la hija de tu abuelo que descansa en la paz del Señor y ni siquiera un miembro digno de nuestra familia si considerases seriamente la posibilidad de emprender tú sola, con tu obstinación y tu veleidoso espíritu, un sendero propio y al margen del orden. Esto, mi querida Antonie, debes considerarlo en el fondo de tu corazón, te lo ruego».
Cuando conozco a Antonie, para mí Tony, como lo es para el resto de su familia (y yo ya me siento un poco parte de la misma tras tanto tiempo compartido con los Buddenbrrok), esta no es más que una niña y tal vez ni siquiera se le ha permitido todavía hojear el estimado cuaderno que tanto venerará años después. Tony es por entonces una chiquilla pizpireta, vanidosa y caprichosa a la que le gusta darse importancia. Es este un comportamiento infantil muy acorde con los años que cuenta en ese momento pero que, sin embargo, seguirá manteniendo en parte en su adultez. No en vano, es ese gusto por sentirse protagonista e importante, unido a esa responsabilidad que adquirirá respecto a su familia (si es que esa responsabilidad no es otra manera, al fin y al cabo, de sentirse importante y partícipe de los logros y éxitos de esa familia), lo que hará que en unos casos se deje llevar a un figurado matadero y, en otros, vaya ella derechita por su propio pie.

Cuando conozco a Tony no la conozco solamente a ella. Conozco también a su abuelo, a su abuela. Conozco a su padre y a su madre. Conozco, inmediatamente después, a su hermano Thomas y a su hermano Christian. Su hermana Clara aún no ha nacido y aún habré de esperar varios lustros y varios cientos de páginas para conocer al pequeño Johann (Hanno para mí, como lo será también para el resto de miembros de su familia), sin duda mi Buddenbrook favorito, tal vez, precisamente, por ser de los menos Buddenbrook, lo cual me lleva a preguntarme si acaso uno es menos miembro de su familia por no responder a lo que se supone que uno ha de ser dentro de esa familia.

El pequeño Hanno tendrá más o menos la edad que tiene Tony al comienzo de esta novela cuando, en lo que su padre toma como una travesura irrespetuosa hacia la familia, estropea sin querer la última página escrita del cuaderno familiar. La tímida y temerosa explicación que le brinda a su progenitor («Es que… yo creí que…, creí que después ya no venía nada más…») no deja de tener algo de premonitorio. Y es que, aunque Hanno cuenta todavía «esa edad feliz en que la vida todavía nos deja vivir, en la que ni el deber ni la culpa osan todavía ponernos la mano encima, en la que todavía nos es dado ver, oír, reír, asombrarnos y soñar sin que el mundo reclame que le prestemos ningún servicio…; en la que la impaciencia de aquellos a quienes deseamos amar todavía no nos atormenta con los primeros signos y las primeras pruebas de que habremos de cumplir tales servicios con diligencia», «el pequeño Johann», en extremo sensible, «veía más de lo que debía ver, y sus ojos, aquellos ojos tímidos de color miel y siempre enmarcados por sombras azuladas, lo observaban todo demasiado bien», tan bien que ya se sentía impotente y vencido al captar a su alrededor lo que algún día se le exigiría que reprodujera, a saber, «un esfuerzo consciente y artificial para el que, en el lugar de una simpatía sencilla y sincera, se requerían una capacidad de mantener la compostura y un coraje horriblemente difíciles y agotadores» de los que el carecía absolutamente, y, con esos mismos ojos rodeados de sombras azuladas heredadas de la madre y con esa misma extrema sensibilidad que «consume también todo el valor y la capacidad de subsistir en la vida corriente», presumía que «¡ay!, ya no falta mucho para que el aplastante poder de todo eso se nos eche encima para amoldarnos a la fuerza a su patrón, para estirarnos, encogernos, corrompernos…» «La vida, ya sabéis, hace que en nuestro interior se rompan ciertas cosas, que la fe en ciertas cosas se pierda…», y aunque eso es algo que la mayoría de nosotros, así como la mayoría de personajes de esta novela, tardamos años en descubrir, hay quienes, como el pequeño Hanno, pareciera que nacen sabiéndolo.

Pero aún faltan, como os he dicho, varios lustros y varios cientos de páginas para que Hanno nazca y sepa. Hasta entonces, tendremos que conformarnos, que no es poco, con sus bisabuelos, sus abuelos, su padre y sus tíos. También con la prima Clotilde, proveniente de una rama pobre de la familia. Los Buddenbrook más privilegiados tienen a bien que viva con ellos y Clotilde tiene a bien corresponder a tal magnanimidad comiendo «—le gustase el plato o no, se burlasen de ella o no— con la instintiva voracidad de los parientes pobres invitados a la mesa de los ricos, sonreía impasible y se llenaba el plato de cosas ricas; paciente, tenaz, hambrienta y escuálida».

La misma paciencia y tenacidad, pero en este caso en sus mordaces críticas disfrazadas de cordialidad y preocupación, muestran las descendientes del hijo del primer matrimonio del bisabuelo Buddenbrook. «Todas ellas con una misma expresión: una maliciosa sonrisa de regodeo en las penas ajenas, dirigida hacia todas las personas y todas las cosas con tanto escepticismo como afán de fisgoneo». Todas ellas, junto a Clotilde y algún otro personaje, invitadas un jueves de cada dos a las reuniones familiares de los Buddenbrook. Todas ellas, junto a Clotilde y algún otro personaje, meras caricaturas bajo la diestra pluma de Thomas Mann. Todas ellas, junto a la buena y un tanto presuntuosa Ida Jungmann, la fiel sirviente, generación tras generación, de los Buddenbrook, personajes secundarios, a veces meras comparsas, cuya función, más allá del mero divertimento y el puntito de crítica que nos ofrecen, es ofrecer ese sentido de invariabilidad, estabilidad y permanencia tan deseados no por el relato, ni tampoco por la trama, ya ni tan siquiera por el conjunto de la novela, sino por la mismísima rama principal de la familia Buddenbrook. No han aprendido los Buddenbrook que, para mantenerse, no hay que resistirse a los cambios sino adaptarse a estos.

El cometido de los Buddenbrook, la misión de cada uno de sus miembros en la vida, es hacer honor a su nombre y mantener el buen nombre y el honor de la familia, y aquí casi me veo tentada a escribir por los siglos de los siglos amén (también esta novela tiene cierto trasunto religioso), pero lo dejaré en y mantener el buen nombre y el honor de la familia, y también su buena posición social y económica (lo cual, supongo, es lo que les otorga el nombre y el honor), generación tras generación. Para ello, el bien individual ha de quedar supeditado al bien común, pero «¿acaso en esta vida sólo es una vergüenza y un escándalo lo que se hace público y lo que sale a la luz? ¡Ay, no! ¡El escándalo que se guarda en secreto, que lo consume a uno en silencio y termina privándole de su dignidad es mucho peor! ¿Acaso los Buddenbrook somos gente que pretende que, de cara a la galería, todo sea «tipp-topp», como soléis decir, y, a cambio de eso, nos tragamos las peores humillaciones entre nuestras cuatro paredes? [...] No, han de imperar siempre la pureza y la sinceridad… Tú, por ejemplo, podrías enseñar tus libros de cuentas a cualquiera en cualquier momento y decir: Ved… Pues hemos de hacer lo mismo con nuestros asuntos privados».

Ciudad hanseática de Lübeck, Schleswig-Holstein: orillas del Trave, fotografía de wwwuppertal bajo licencia CC BY 2.0
La trama de los Los Buddenbrook sucede en una ciudad del norte de Alemania muy parecida a Lübeck,
la ciudad natal de Thomas Mann. El río Trave es citado en varias ocasiones a lo largo de la novela.


Y, sí, realmente Thomas (¿recordáis? uno de los hermanos de Tony), a quien van dirigidas las anteriores palabras, podría enseñar orgulloso sus libros de cuentas a quien quisiera revisarlos sin menoscabo de su integridad tanto profesional como personal. Sí, también personal, pues en el cuaderno familiar uno de sus antecesores dejaría escrito el siguiente consejo, el cual todos los Buddenbrook posteriores se han cuidado de seguir: «Hijo mío, atiende con placer tus negocios durante el día, pero emprende sólo los que te permitan dormir tranquilo durante la noche». Thomas también se aplica a seguirlo aunque no siempre le resulta fácil hacerlo. «Ésos eran los escrúpulos que sentía, esa especie de resistencia desesperada y opuesta a su naturaleza escrupulosa que se veía obligado a vencer a diario, en la vida práctica, cuando, una vez más, no alcanzaba a comprender, a superar, cómo era posible analizar una situación, tomar conciencia de ella y, sin embargo, aprovechar la coyuntura sin avergonzarse. Ahora bien, aprovecharse de una situación sin mostrar vergüenza, se decía, indica que uno vale para abrirse camino en la vida». Y, como atestiguan las palabras de alguien bien cercano a él: «bien mirado, todo comerciante es un estafador…»

Los Buddenbrook son una próspera familia alemana del siglo XIX de comerciantes de cereales, tal y como lo fuera la familia de su creador, Thomas Mann. Son una familia de la alta burguesía que bien parece tener ínfulas aristocráticas porque «¿acaso basta con que un hombre nazca dentro de una determinada clase para que se le considere noble, un elegido que puede permitirse mirar con desprecio y por encima del hombro a los que intentamos llegar a su altura por nuestros méritos personales?» Los Buddenbrook miran por encima del hombro a quienes ellos consideran simples tenderos, que no dejan de ser comerciantes como son ellos; observan con desprecio a familias arribistas que muestran menos escrúpulos y que amenazan con desbancarles de su privilegiada posición. Sin embargo, sí valoran el mérito personal. De hecho, juzgan a cada uno de los miembros de su familia por su valía, aunque dicha valía solo se considera tal si sirve al propósito de honrar y perpetuar el nombre familiar. Para los Buddenbrook familia y empresa son sinónimos y no conciben la lealtad familiar si no existe lealtad hacia la empresa.

A los Buddenbrook seguramente les gustaría que fuese cierto lo que reza la inscripción grabada sobre la puerta de entrada de la casa familiar: DOMINUS PROVIDEBIT, ese inmueble cuya suerte corre pareja a la de la historia familiar. Bien saben, sin embargo, que el Señor no proveerá como no sea que se encomienden a la diligencia y al trabajo. A ello se aplica Thomas cuando toma las riendas del negocio de cereales. Lo hace además con entusiasmo, dotes y convencimiento. Rechaza la falta de ambición, de decoro y trabajo. Llega a espetarle a su hermano Christian que si ha llegado a ser como es es «porque no quería ser como tú. Si, en mi interior, te evitaba todo el tiempo, era porque tenía que protegerme de ti, porque tu ser y tu presencia son una amenaza para mí… Ésa es la verdad». Esa es su devastadora respuesta cuando Christian le echa en cara su falta de empatía hacia él con las siguientes palabras:

«Tú has conquistado un lugar en el mundo, una posición honorable, y ahí estás, y rechazas con plena conciencia todo aquello que pueda perturbarte y alterar tu equilibrio siquiera un momento, porque ese equilibrio es lo que más te importa en el mundo. ¡Pero no es lo más importante, Thomas, Dios sabe que no lo es! Eres un egoísta, sí, eso es lo que eres. Yo todavía puedo seguir queriéndote cuando protestas y pones el grito en el cielo y lanzas reprimendas terribles. Pero lo peor es tu silencio, cuando, de pronto, simplemente te callas ante lo que ha dicho alguien y te retraes y eludes, siempre tan distinguido e impasible, cualquier responsabilidad, dejando al otro ahí tirado con su vergüenza… ¡Careces por completo de compasión y de amor y de humildad!… ¡Bah! —exclamó de repente, llevando ambas manos detrás de la cabeza y azotando el aire hacia delante, como si ahuyentase al mundo entero de su lado—. No sabes lo harto que estoy de tanta finura y tanto tacto y tanto equilibrio, de esa pose y esa dignidad… ¡Harto hasta la saciedad!»

Christian es un bueno para nada, o, más bien, un malo para dedicarse a lo que se dedica su hermano y a lo que se supone que debería dedicarse un Buddenbrook. Me quedo, por tanto (y se queda él también), sin saber si sería bueno para esa nada, es decir, para lo que se considera nada en la capa social a la que pertenece pero que sin embargo para él lo es todo. Compartirá con el pequeño Hanno el sentirse «un extraño respecto al entorno en el que estaba llamado a vivir y a ejercer esa su labor» para la que no está en absoluto dotado.

Tengo que reconocer que ganas me dieron de aplaudir a Christian cuando por fin estalla contra Thomas. Y es que Thomas es en exceso injusto con su hermano. Sin embargo, a mí sí que no me falta empatía hacia Thomas e incluso llega a conmoverme en muchos momentos. Ello es así porque la caracterización y la introspección de personajes por parte de Thomas Mann es magníficamente soberbia, permitiéndonos así acceder a sus zonas más vulnerables.

El señor Permaneder, personaje de Los Buddenbrook, paradigma antagónico del modelo de conducta de los Buddenbrook
Fuente: Revista "Simplicissimus", Munich, No. 33 (noviembre de 1897), dibujo a pluma de E. Weiner;
véase Bild und Text bei Thomas Mann (1975), editado por Hans Wysling con colaboración de Yvonne Schmidlin
Trabajo en dominio público 


Son muchos los personajes de esta novela. Algunos son principales, otros secundarios, pero ninguno es absoluto protagonista. La auténtica protagonista de esta novela es la deriva de la familia Buddenbrook y lo que ello representa. Para comenzar a hablaros de la misma elegí, por venirme bien para lo que os quería contar, presentaros a Tony en primer lugar. Me alegra, no obstante, aunque haya sido por tan interesado motivo, haber comenzado por ella. Y es que Tony es la más Buddenbrook de todos, si es que alguien es más miembro de su familia por responder mejor que otros a lo que se supone que uno ha de ser dentro de la familia. Ella es la más fuerte, la que se levanta una y otra vez, la más convencida de su cometido dentro de la familia, la que nunca flaquea y pone todo su empeño en reparar cualquier borrón en el cuaderno familiar. No sabemos cómo se manejaría en los negocios, pues las mujeres de su época no recibían ese tipo de formación. Esa responsabilidad cayó sobre Thomas y la ejerció, ciertamente, con aptitud y actitud. Aun así, Thomas no puede evitar preguntarse si «era un hombre hecho para la vida práctica o un pusilánime soñador», para terminar, después, concluyendo que ambos hombres conviven en él. El rechazo hacia su hermano, ciertamente, no es más que reconocer (e intentar evitar) una parte propia en Christian. Tony, en cambio, es soñadora, a ratos pueril, pero tiene la virtud de saber encauzar sus anhelos infantiles y saber imprimirles un carácter práctico. Una breve época feliz en su juventud ha servido para beber de ella el resto de su vida. Ella no ha nacido para quedarse sentada en las rocas, expresión acuñada en esos momentos felices de sus años mozos, y hará todo lo que esté a su alcance para reincorporarse al mundo al que por derecho cree pertenecer y para mantener a su familia en el lugar que le han inculcado le corresponde.

Aun así, ninguno de los Buddenbrook es verdaderamente feliz. El determinismo social y el encorsetamiento familiar aprisionan tanto a los que son conscientes de la falta de escapatoria como a los que se sienten como pez en ese agua estancada en una pecera. Las expectativas, tanto las impuestas como las autoimpuestas, acaban por pesar hasta al que las ha abrazado con más fervor. En Los Buddenbrook, además del paso del tiempo por esa familia de cuyo nombre toma el título, también se narra el paso del tiempo por sus personajes y cómo se enfrentan estos a ese transcurso ineludible, pues, al fin y al cabo, «¿no es verdad lo que siempre dice Grobleben en sus discursos? A todos nos van a comer los gusanos». A todos nos abruma pensar que tras ese festín no vaya a quedar nada de nosotros, no vaya a haber más anotaciones en ese cuaderno que narra el engranaje de esa cadena de la que, nos sintamos en ella más o menos cómodos, formamos parte.

A quien no se come los gusanos es al tiempo, pues el tiempo sobrevive a los gusanos, a nosotros, a las familias y a las estirpes. Precisamente, es una fracción de tiempo la que también nos narra Thomas Mann en Los Buddenbrook, en concreto la que transcurre en Alemania entre 1835 y 1877. Son cuatro décadas que no solo pasan a nivel personal y familiar, sino que pasan también por un país. Buen ejemplo de ese paso es el liceo en el que estudian Thomas y Christian y en el que luego lo hará el que ya no será tan pequeño Hanno. El centro de estudios de ambas generaciones es el mismo liceo y a la vez no es el mismo, pues «donde antaño se cultivase la formación humanística como un feliz fin en sí mismo al que aproximarse con serenidad, placer y alegre idealismo, se habían impuesto ahora como máximos valores los conceptos de autoridad, cumplimiento del deber, poder, obediencia y éxito profesional, y el «imperativo categórico de nuestro filósofo Kant» era el estandarte que el director Wullicke blandía en actitud amenazadora en cada uno de sus discursos. El liceo se había convertido en un estado dentro del Estado, donde imperaba la disciplina prusiana con tanto rigor que no sólo los profesores sino los propios alumnos se sentían como funcionarios cuya única preocupación era su propia carrera y cuya única aspiración era ganarse el favor de quienes detentaban el poder…»

El último apunte que aporto a esta especie de cuaderno sobre los Buddenbrook que es esta entrada y que os dejo a continuación es, precisamente, una conversación entre dos estudiantes de ese liceo. El mejor cuaderno, no obstante, que podéis leer sobre las cuitas de tan insigne familia no es el compuesto por sus miembros, ni mucho menos, por supuesto, este que yo, humildemente, aporto aquí. El mejor cuaderno, sin duda alguna, aquel del que sacaréis mayor provecho y que más disfrutaréis es el escrito por la magistral y diestra pluma de un hombre cuyo tiempo se puso a contar en el mismo lugar tal vez y en un momento muy cercano a aquel en el que el tiempo de los Buddenbrook llegaba a su ocaso, un hombre cuyos eslabones anteriores a él en la cadena de la que formó parte no debieron de diferir demasiado de aquellos otros que él relatara años después en esta novela. Leed, pues, si no lo habéis hecho ya, Los Buddenbrook de Thomas Mann. Y enfrentaros a sus páginas con la misma reverencia con la que lo haría Tony pero también con ese toque de ligereza que toda familia debería tener para saber reírse de sí misma y sobrevivir.

«—Mira, aquí hay una puerta, la puerta del patio; está abierta y al otro lado está la calle. ¿Qué pasaría si saliéramos un rato a pasear por la acera? Tenemos un recreo, nos quedan seis minutos; y podríamos estar de regreso puntualmente. Pero el caso es que es imposible. ¿Lo entiendes? Aquí está la puerta, está abierta, no hay ni una reja delante ni nada, ningún impedimento: éste es el umbral. Y, sin embargo, es imposible, la mera idea de salir es imposible…, aunque sólo fuera por un segundo. En fin, dejémoslo… Pero veamos otro ejemplo: resultaría totalmente desencaminado decir que ahora el reloj marca más o menos las once y media. No, decimos: es hora de la clase de geografía. ¡Así es como lo vemos! Pero yo pregunto a cualquiera: ¿es que esto es vida? Todo está distorsionado… ¡Ay, Señor, ojalá esta institución nos liberase de una vez de su amantísimo abrazo!—Sí, ya…, ¿y entonces, qué? Ay, no, Kai, quita, quita…, seguiría siendo lo mismo. ¿Qué íbamos a hacer? Aquí, al menos está uno a salvo. Desde que murió mi padre, el señor Kistenmaker y el reverendo Pringsheim se dedican a preguntarme cada día qué quiero ser de mayor. No lo sé. No puedo responder nada. No puedo ser nada. Me da miedo todo eso…»

Buddenbrook Haus, fotografía de Helge Thomas bajo licencia CC BY 2.0
La que fuera casa de la familia Mann en la actualidad es conocida como Buddenbrookhaus, en homenaje a la famosa novela
del ilustre escritor, y es un museo dedicado a Thomas Mann y a su hermano mayor, el también literato Heinrich Mann


Ficha del libro:Título: Los BuddenbrookAutor: Thomas MannTraductora: Isabel García AdánezEditorial: EdhasaAño de publicación: 2008Nº de páginas: 896ISBN: 978-84-350-0969-0Comienza a leer aquí
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