Los caramelos de los Reyes Magos

Publicado el 06 enero 2011 por Rbesonias

Publicado en el diario Hoy, 6 de enero de 2011
Nuestros abuelos sapiens desconocían el significado de la palabra comprar. Ellos se abastecían directamente de la tierra, recolectando lo que encontraban por el camino. Lo que sí debieron aprender desde el principio es a almacenar y compartir la despensa obtenida en el supermercado natural. Sin embargo, llegó un momento en que la tierra dejó de abastecernos y tuvimos que buscarnos el sustento de otra forma. La invención de la agricultura y la ganadería, estimulada por la escasez de recursos naturales, traería consigo un nuevo modelo de comercio: el trueque. Yo necesito algo que tú tienes y viceversa, intercambiemos nuestros bienes y listo. Esta forma de comercio aún se mantiene en algunas partes del mundo. Incluso en los países occidentales existen formas de intercambio similares a través de mercadillos, grupo de amigos o de intereses comunes, incluso hay webs que ofrecen la posibilidad de intercambiar objetos. Lo interesante de esta forma primitiva de comercio es que no precisa de intermediarios; los propios interesados ponderan y deciden. Las relaciones sociales de la economía capitalista desplazan el protagonismo y las ganancias que antes pertenecían a quienes directamente producían los bienes y servicios hacia la figura todopoderosa de los intermediarios. En tiempos de crisis el trueque quizá sea una rentable alternativa de compra. Desprenderse de lo que ya no queremos o no necesitamos, de regalos duplicados o que no utilizamos.
A principios de siglo XX sucedió algo que vendría a cambiar la manera en la que compramos y vendemos: la publicidad. Ésta vino auspiciada por la expansión de los medios de comunicación modernos. Primero llegaría la radio, después la televisión. Y a día de hoy el siglo XXI nos regala Internet como nueva herramienta a través de la que podemos comprar de manera cómoda cualquier producto que exista en el mercado. Con el desarrollismo de posguerra el uso de los medios de comunicación para vender productos de manera masiva se generalizó y vino a sustituir a una forma de capitalismo primitivo basada en la compra y venta de productos de utilidad general, de consumo cotidiano y necesario. Antes de que naciera el nuevo modelo de publicidad, el ciudadano compraba lo que necesitaba y el vendedor -por lo general, el pequeño comercio- sabía que estaba satisfaciendo la demanda natural de sus clientes. Si no lo necesitas, ¿por qué tendría de vendértelo?
Hoy todo esto ha cambiado. La publicidad moderna vende fundamentalmente lo que aún no necesitamos y lo hace seduciéndonos a través no de nuestras necesidades más primarias (hambre, sed, sueño, cobijo), sino de deseos y emociones profundas (amor, protección, amistad, sexo, éxito, poder). La publicidad nos vende estilos de vida, marcos ideales de existencia en los que somos felices, somos queridos, tenemos éxito económico y sexual, estamos sanos o nos lo pasamos en grande sin esfuerzo alguno. Compramos objetos de los que esperamos obtener no supervivencia, sino satisfacción e integración social. A través de los objetos que compramos pasamos a formar parte de la sociedad que nos rodea. El consumidor adulto funciona de manera similar al adolescente que consume aquello que cree que va a permitirle formar parte de su tribu. En el fondo, la nueva concepción de la publicidad ha creado el perfecto macguffin para seducirnos: nuestro íntimo deseo de ser queridos, reconocimos y estimados por los demás. Si no poseemos determinados artículos, estamos excluidos de nuestro entorno, seremos apartados de un club selecto de opiniones, gustos y aficiones, vagaremos a través del aciago anonimato. La publicidad es un eterno generador de necesidades, avalado por nuestro orden político, jurídico y cultural. Se dice que es bueno para la economía que exista consumo, se crean leyes que favorecen el mercado y se fomenta un modelo de cultura entendida como mera apropiación de bienes. Eludir los requerimientos subliminales de este modelo de mercado se convierte en una ardua tarea de desintoxicación y de readiestramiento educativo. Por supuesto, los extremos siempre son desaconsejables. No parece de sentido común entregarse sin mesura al consumo, como tampoco lo parecería convertirse en un eremita antisistema, entregado a la búsqueda del santo grial de la apatía. Pero sí podemos ser más reflexivos, pensarlo dos veces antes de comprar o ser creativos, buscando alternativas
de consumo más sostenibles y responsables. Quienes somos padres entendemos bien, al observar el exceso de regalos con los que apabullamos de cariño a nuestros hijos, que se hace necesario articular medidas de mesura racional. Y lo que sirve para el niño, bien puede aplicarse a los adultos. Compartir e intercambiar regalos, recuperar la figura del amigo invisible entre familiares y amigos, regalar objetos fabricados por ti mismo o que ya no usas, sustituir el excedente de regalos por donaciones a instituciones benéficas... Son muchas y atractivas las ideas que pueden enriquecer nuestra cultura de consumo y de paso sustituir su vorágine insaciable por gestos que hagan del mundo un lugar más habitable.
Sin embargo, para que esto ocurra debemos ser sensibles al cambio. Recuerdo una anécdota que ilustra bien algunas actitudes en fechas de consumo extremo como las Navidades. Durante la Cabalgata de Reyes del año pasado, al paso de la comitiva de sus majestades, los asistentes no parecían estar inquietos ante el inminente paseo triunfal del trío real y su troupe palaciega, no. Las razones de su asistencia al evento se basaban en un deseo mucho más profano e inquietante: conseguir todos los caramelos que pudieran. Niños, adolescentes y adultos corrían, ansiosos por atrapar los caramelos que caían desde las carrozas, sin ningún interés por saludar a los reyes o disfrutar del espectáculo de color y fastuosidad teatral que ofrecía la cabalgata. Los padres abrían sus paraguas para poder atrapar más caramelos. Muy pronto, el espectáculo navideño se convirtió en un esperpéntico safari de caramelos. Una minoría de ciudadanos intentaba sin suerte que sus hijos pudieran ver el espectáculo, peleándose por conseguir el hueco de visibilidad que los saqueadores le negaban a empujones. Cuando la comitiva se iba alejando, la gente,
hinchados bolsos y abrigos de caramelos, se desagrupaba, contenta de haber conseguido su dulce trofeo. El que escribe, por su parte, se fue de allí más perplejo e indignado de lo que había llegado y prometiéndose -no sé si con la boca chica- no volver al año que viene a asistir a esa dantesca tragicomedia.
Para avivar aún más mi desconcierto, leí hace unos días que el Ayuntamiento, con el ánimo de satisfacer el ardor popular de Navidades anteriores, ha decidido responder a la demanda, aumentando el número de caramelos (cinco mil kilos) que se lanzarán durante el recorrido de la cabalgata.

Ramón Besonías Román