El estreno de Cazafantasmas (2016) me ha hecho pensar en el tremendo encanto de una franquicia relativamente escasa. ¿Es pura nostalgia? ¿Qué tienen Los Cazafantasmas (1984) que ha mantenido intacto su atractivo durante más de 30 años? A diferencia de otras sagas con mayor recorrido cinematográfico -con varias secuelas más- esta se apoya casi únicamente en su película fundacional, un auténtico clásico ochentero. Una secuela olvidable y un par de series de animación son el escaso material que ha tenido el aficionado para mantener vivo el recuerdo de estos personajes. ¿Qué pasa entonces? ¿Por qué molan? Aquí va mi teoría personal, y probablemente completamente equivocada, sobre el asunto.
Primero lo obvio. Los Cazafantasmas conjuga una serie de aciertos que la convierten en un producto tremendamente atractivo. Empezando por el logo, ese fantasmilla atrapado en el signo de prohibido que resulta absolutamente icónico y sintético. Estéticamente es simpático y contundente. Ninguna otra franquicia ochentera tiene un logo tan reconocible. Ocurre lo mismo con su canción principal: el éxito pop de Ray Parker Jr -él único que ha tenido el pobre hombre- es una canción pegadiza que atrapa de forma espectacular el espíritu de la película: chorra, pero con un punto épico. Sobre estos dos elementos de merchandising, Ghostbusters ha conseguido en gran medida permanecer vigente en la cultura popular. Pero si hablamos de la película en sí, hay que decir que, aunque es percibida claramente como una comedia, Los Cazafantasmas funciona como una aventura de fantasía más que competente. Tiene un high-concept tremendamente original -aunque haya precedentes de la idea- que se presentaba como algo diferente, novedoso y fresco. La película traslada un tema clásicamente gótico, como los espectros y las apariciones, a coordenadas urbanas, contemporáneas y cotidianas. Además, aborda la temática desde una perspectiva de ciencia ficción suave, que utiliza en el diseño de los trajes, las mochilas, los rayos de protones y las trampas para fantasmas. Siendo una comedia, todo esto podría haberse plasmado en la pantalla de una forma caricaturesca, pero los efectos especiales de la película fueron soberbios para la época y aunque hoy hayan sido superados, siguen atesorando mucho encanto por estar estupendamente diseñados. ¿Y qué me decís del fin del mundo al que se enfrentan los protagonistas? Aquello parece la portada de un disco heavy ochentero, en una azotea art déco, con luces de neón y niebla de máquina de humo. Insuperable. Pero todo esto ya lo sabíais.
Para mí, lo que hace diferente a Los Cazafantasmas es la decisión de colocar a Bill Murray como protagonista. Su personaje, Peter Venkman, es el escéptico del grupo, lo que le convierte en la voz del espectador que, lógicamente, no se cree nada de las explicaciones pseudocientíficas, fantasiosas y parapsicológicas de los dos nerds que son Egon Spengler -Harold Ramis, guionista de esta y director de Atrapado en el tiempo (1993)- y Ray Stevens -Dan Aykroyd, autor de la idea original y del guión-. Pero el personaje de Bill Murray es algo más que eso. Su escepticismo le lleva, casi casi, a romper la cuarta pared. Siempre he pensado que Venkman sabe que es el protagonista de una película. O que Bill Murray no interpreta a Peter Venkman sino a sí mismo, incrustado en una película. Murray siempre está haciendo bromas, nunca parece demasiado preocupado por los peligros que corre y confía plenamente en que al final se quedará con la chica -una espectacular Sigourney Weaver-. El rol de Murray es casi postmoderno y, salvando las distancias, equiparable a Buggs Bunny, Groucho Marx, el Ash (Bruce Campbell) de El ejército de las tinieblas (Sam Raimi, 1992) o el reciente Deadpool (2016). Murray "juega" a estar en una película que no es estrictamente una comedia, sino una aventura fantástica -con humor- en la que los demás personajes se comprometen seriamente con la historia, aunque resulten graciosos. O, precisamente, resultan graciosos por ello, por la mirada burlona que les regala Murray. En Los Cazafantasmas hay escenas terroríficas, unos efectos especiales creíbles y un sense of wonder que mete al espectador de lleno en el film. Pero Murray se lo toma todo a cachondeo: poco le falta para mirar directamente a cámara. Él es lo que coloca a la película como un clásico imperecedero, irónico y moderno, sin llegar nunca a ser una parodia del blockbuster veraniego que ya imperaba en 1984. Ese tono, ese equilibrio tan difícil de conseguir, es lo que hace grande a Los Cazafantasmas.