En el libro que escribí hace unos años, cuento la historia de mi desesperación cuando jugaba en los Hawks de Atlanta. Tenía un contrato de 10 días y mi equipo estaba jugando en Boston contra los Celtics. No había anotado en la NBA y tenía muchísimas ganas de hacerlo contra el equipo al que había animado desde pequeño. Pensé que sería apropiado porque siempre había dado por sentado que encestaría canastas en Boston. Por eso, en los cuatro últimos minutos del partido, con el resultado ya decidido (los Hawks perdían por muchos puntos), lancé cuatro tiros alocados. Ninguno de ellos entró. El partido acabó y pronto lo haría mi contrato. Con él, me temía, se esfumaban mis oportunidades de anotar en la NBA.
Los Celtics de Boston de este año deberían estar tan desesperados como lo estaba yo por aquel entonces. Están mayores y cascados y parece que a Kevin Garnett le están sujetando con correas de cuero y chicle. Los Celtics, sin embargo, no parecen darse cuenta de que deberían venirse abajo. La semana pasada, en una sorprendente victoria frente a los Heat en Miami, daba la impresión de que los Celtics habían dado por hecho que esto ocurriría, que se derrumbarían durante la mayor parte de la temporada, que juntarían las piezas al final y que, por el camino, harían que sus seguidores volviesen a creer en ellos.