Los científicos, esos pobres dioses modernos

Publicado el 06 agosto 2015 por Iván Rodrigo Mendizábal @ivrodrigom

Robert Oppenheimer, Niels Bohr, Enrico Fermi, Ernst Lawremce, y varios otros destacados científicos del “Proyecto Manhattan” (Tomado de http://bombaatomicastj.blogspot.com/)

Por Margarita Borja

margarita.maria.borja@gmail.com

(Publicado originalmente en diario El Universo, el 6 de agosto de 2015)

Como Sodoma y Gomorra pero sin la participación de Dios. La destrucción absoluta y sin sentido. Solo fuego, silencio y cenizas quedaron de las ciudades malditas. Hoy se cumplen setenta años del ataque atómico a Hiroshima, y en tres días, a Nagasaki. Y no habrá quien interprete ni justifique el horror, como en la Biblia Sodoma y Gomorra: castigo divino por los pecados de sus habitantes…

Se continúa enseñando en las escuelas que la bomba de uranio 235 en Hiroshima y la de plutonio en Nagasaki eran la única forma de acabar la guerra. El obstinado imperio de Hirohito no cedería. Queríamos ahorrarnos vidas humanas, hallar una solución rápida, “razonaba” Truman frente a los micrófonos. Lo cierto es que estudios más objetivos afirman que se trataba de demostrar la supremacía bélica frente a la URSS en el marco de la redistribución del poder en el mundo tras la Segunda Guerra Mundial. Bipolares, nos tornaríamos.

Pero no caigamos en el fanatismo de demonizar sin más a Estados Unidos (hobby de los alemanes cultos y de otritos que conozco). A fin de cuentas habían liderado la liberación de Alemania, y de Europa, del verdadero monstruo fundador del horror: no Hitler sino el nazismo en toda su complejidad. Incluso las macabras tropas del criminal de Stalin habían rescatado a Europa del nazismo, del fascismo (menos a España…).

Y sin embargo, hay que decirlo: en el ocaso irreversible de la guerra fue el presidente estadounidense Harry S. Truman quien ordenó devastar Hiroshima y Nagasaki. En pleno uso de sus facultades. A sabiendas: Robert Oppenheimer, el científico neoyorquino a cargo del proyecto atómico Manhattan, reaccionó apocalípticamente, citando un texto sagrado hinduista: “Ahora me he convertido en La Muerte, Destructora de Mundos”. Desde entonces, Hiroshima y Nagasaki son una responsabilidad que Estados Unidos no puede borrar de su consciencia. Como no puede ignorar Alemania (pero no lo hace) su deuda con la humanidad, entre otras cosas, por haber iniciado la Segunda Guerra Mundial y por el Holocausto.

La historia del infierno ocasionado por las bombas atómicas en Japón es más o menos conocida. Existe, sin embargo, otra historia en la historia, de aquellas que permanecen en la penumbra y de las cuales surgen chispas que iluminan los puntos ciegos de la Historia: una extraña escena en el pueblo alemán de Haigerloch a inicios de 1945, cuando la guerra ya era un caso perdido. En el sótano cervecero de un mesón de provincia, un puñado de hombres se afana por construir un reactor nuclear. En medio de la nada, en condiciones de lo más precarias, continúa el proyecto B-VIII cuyo objetivo es montar una bomba de uranio para el Tercer Reich.

Apurados, agotados, algunos de los científicos más geniales del siglo XX entregaban su alma a esta endemoniada tarea. Hasta que irrumpen los franceses y sin tiempo ni de sacarse sus batas blancas deben esconderlo todo: los cubos de uranio, los tanques de agua pesada, en el campo bajo los trigales. Los documentos de la investigación en una fosa séptica. Todo en vano, la US-Army los encuentra (imagino que desinfectarían o transcribirían los documentos antes de enviarlos al Laboratorio Nacional Los Álamos). De sus escondrijos sacaron también a los científicos, y se los llevaron a Inglaterra. Desde el 3 de julio de 1945, durante seis meses, los tuvieron encerrados en Farm Hall, una casona cerca de Cambridge, totalmente equipada con micrófonos. Cada palabra de miedo, odio o desaliento entre estos científicos alemanes de élite podría implementar y acelerar el proceso de construcción de la bomba atómica que estaba casi lista al otro lado del océano, en Los Álamos.

Especialistas se dedicaron durante semanas a espiar a los internos de Farm Hall, registrando minuciosamente comportamientos y palabras. Este confinamiento aseguraba además que estos preciados cerebros no cayeran en manos soviéticas. En 1993 los expedientes de esta, la Operación Epsilon, salieron a la luz, oro en polvo para historiadores y novelistas. Así que en 2012 apareció un libro que me mantiene aún cautiva: La noche de los físicos. A partir de los informes de Farm Hall se narra la historia de la construcción fallida de la bomba atómica alemana vivida desde las voces de sus fracasados y polémicos genios: Otto Hahn, químico experto en gases letales durante la Primera Guerra Mundial, en 1938 descubridor de la fisión nuclear, premio nobel de química en 1944; Werner Heisenberg, el jefe, físico cuántico, profesor universitario en Leipzig, premio nobel de física en 1932; y Carl Friedrich von Weizsäcker, otra estrella de la física del siglo XX.

A lo largo del libro se van tornando en personajes de novela gótica, estos científicos sin escrúpulos o poseídos por la ambición, quizá tan solo entregados a su destino como servidores de una nación liderada por el afán de exterminar a otros pueblos.

Más tarde justificarían su labor afirmando que, bajo las condiciones en que trabajaban, era de todos modos imposible desarrollar la bomba. Empezarían las explicaciones apócrifas, el autoengaño, cuando a través de la BBC les llegó con furia la onda expansiva de Hiroshima y Nagasaki. Orgullo herido, angustia al reconocer las nefastas consecuencias del “juguete” que habían tenido entre manos, nacido de sus teorías (y de las de Einstein, claro, pero él hace mucho que estaba ya lejos, más cerca de las estrellas que de los mezquinos afanes de poder).

Recluidos en Farm Hall, sin escapatoria, los tres genios experimentaron desde las brumas de la consciencia y el fracaso, así como desde la lucidez científica, aquello que al mundo aterrorizó como a un niño al descubrir sin querer el poder inconmensurable de la maldad. Hiroshima: setenta y ocho mil japoneses incinerados instantáneamente y ciento ochenta mil condenados a morir de cáncer. Nagasaki: al menos ochenta mil muertos. Y en los meses y años siguientes, las víctimas de la contaminación radioactiva. Los daños materiales. El agua. Las plantas. Los animales. Las almas.

Como si Dios mismo hubiera llovido en forma de fuego sobre la Tierra, para que no quedara piedra sobre piedra. Como si Dios, pero sin Dios. (O)

Existe, sin embargo, otra historia en la historia, de aquellas que permanecen en la penumbra y de las cuales surgen chispas que iluminan los puntos ciegos de la Historia: una extraña escena en el pueblo alemán de Haigerloch a inicios de 1945, cuando la guerra ya era un caso perdido.


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