Es más que probable que en un futuro no muy lejano, acaben desapareciendo las salas de cine tal y como las hemos conocido a lo largo de nuestra vida. Por supuesto que se seguirán haciendo películas, pero la mayoría sólo se verán en el salón de los hogares, o en las tablets, móviles o cualesquiera dispositivos que la gran factoría tecnológica mundial nos tenga reservados para los próximos tiempos. Y es posible que aquellas en que la acción sea lo principal, las tengamos que ver en salas multimedia especialmente preparadas, a donde tengamos que acudir como quien va de trekking al Nepal, y equiparnos de gafas de realidad aumentada, guantes sensores y demás aditamentos para poder sentir la película desde dentro.
Ulises (1954) fue uno de los peplum
que vi en los 60.
Pero las salas de cine, los cines, dicho de forma abreviada, han formado parte muy importante de nuestras vidas y han tenido un papel relevante en nuestra educación emocional, tecnológica y sentimental.
Yo viví toda mi infancia y primera juventud en Barcelona, en el piso familiar de la calle Mayor de Gracia, hoy conocida como Gran de Gràcia y que los más antiguos del lugar jamás dejarán de llamar calle Salmerón.
De muy niño me gustaba ir con mi padre y, a menudo, con alguno de mis hermanos, al cine Publi en el Paseo de Gracia. Allí acostumbraban a estrenarse las novedades en dibujos animados de la factoría de Walt Disney (por esa época la única que producía películas en dibujos animados). Pero a mí me gustaba especialmente porque en el vestíbulo había una máquina automática expendedora de caramelos, dotada de varias palancas mecánicas para la selección y extracción, que me tenía absolutamente fascinado.
Hasta los siete años fui a clases de párvulos en el colegio de monjas donde estudió mi hermana, a poco más de cien metros de casa, en la misma calle. Una de las seños, cuyo nombre he olvidado, fue el primer amor platónico del que tengo recuerdo. Creo que allí había un salón de actos o sala de proyecciones, donde a los niños nos pasaron alguna película. No recuerdo casi nada de la sala, y sólo recuerdo de forma bastante borrosa una de las películas que nos hicieron ver: Fray Escoba (1961), una película basada en la vida de San Martín de Porres.
Entre 1965 y 1973 estudié Primaria, Bachillerato Elemental y Bachillerato Superior en el colegio de los escolapios de la calle Balmes, esquina a Travesera de Gracia. De mi casa al colegio había un paseo de algo más de diez minutos, que recorría cuatro veces al día de lunes a viernes, y dos veces el sábado por la mañana, por lo menos en la primera etapa. Muchas mañanas me cruzaba con una niña en uniforme de colegio de monjas, con la que nos cruzábamos miradas intrigadas. Pero nunca llegamos a intercambiar ni una palabra. Otro (presunto) amor platónico para la mochila.
Uno de los mejores spaghetti western,
dirigido por Sergio Leone en 1966.
El colegio tenía un salón de actos con butacas abatibles de madera, que se utilizaba los sábados por la tarde como sala pública de cine de sesión doble. No recuerdo cuánto costaba la entrada, pero era muy poquito. Empezaba a las cinco menos cuarto, y duraba hasta pasadas las ocho, o incluso algún sábado en que tocaban películas largas, las nueve de la noche. Ese cine fue nuestro entretenimiento de muchas tardes de sábado por esa época. En ese cine creo que vi todos los peplum, western y spaghetti western de esos años. Aunque un sábado se les coló a los curas Hace un millón de años (Don Chaffey, 1966), donde una esplendorosa Raquel Welch alimentó durante semanas todas nuestras fantasías infantiles. Casi cada sábado, dos películas más.
En el intermedio, aparecía el consabido rotulito de Visite Nuestro Bar. El bar era una ventanilla que se asomaba al patio del recreo, donde se vendían algunos aperitivos o refrescos, o incluso algunos bocadillos para la merienda. Por una peseta, mi preferido era una bolsita pequeña de cacahuetes fritos con piel, que me resultaban deliciosos.
Por esa época, en la calle Mayor de Gracia y aledaños había unos cuantos cines, de los que no queda ni uno en la actualidad. En la Plaza Lesseps estaba el, relativamente, aristocrático Roxy, al que Serrat hizo famoso con su canción Los Fantasmas del Roxy (1987). El Roxy cerró sus puertas el 2 de Noviembre de 1969.
Al lado mismo de mi casa estaba el cine Selecto. De muy niño, antes de su reforma, proyectaban sesión doble, con un breve espectáculo de variedades en el intermedio. Sólo recuerdo haber estado en él una vez, con ese formato. Entre las dos películas actuó en el escenario un mago de serie B. Más adelante se reformó por completo, y se convirtió en una sala convencional de lo que se llamaba entonces de reestreno, con sesión continua de dos películas. El Selecto como tal desapareció en 1980, aunque tuvo unos años más de vida, tras otra profunda reforma, bajo el nombre de Cine Fontana. Ya estaban en crisis las salas de cine, y acabó cerrando definitivamente en 1988.
Una de las pocas películas que
efectivamente se filmaron en
CINERAMA.
Avanzando hacia la Avenida Diagonal, en la otra acera, esquina con Ros de Olano, estaba el Cine Proyecciones, que también acabó desapareciendo (en 1970).
En una travesía cerca de mi casa, la Rambla del Prat, estaba el Cine Bosque, llamado así porque se instaló originalmente en lo que era un pequeño bosque urbano (que yo ya no llegué a conocer). Tras una reforma importante se convirtió en una gran sala de proyección. Recuerdo haber visto allí Terremoto (Mark Robson, 1974) con el novedoso sistema llamado Sensurround, que provocó grietas e incluso desprendimientos en algún local, y del que nunca más se supo. Más adelante, una nueva reforma lo convirtió en una sala de multicines, que está todavía hoy en activo.
El Roxy, el Selecto, el Proyecciones y el Bosque fueron mis cines de barrio de la infancia, el refugio para las tardes abúlicas de las vacaciones escolares. Junto al Proyecciones había una horchatería que servía la que posiblemente fuera la mejor horchata de Barcelona, y que suponía un plus lujoso para una tarde de cine. Y junto al Bosque, una churrería con sus habituales delicias.
A principios de los años 60 se comercializó alguna película utilizando el novedoso sistema técnico que se llamó Cinerama. Consistía en que la filmación se realizaba utilizando tres cámaras sincronizadas, y la proyección requería también de tres proyectores sincronizados y de una gran pantalla de acusada curvatura. Se generaba de esta forma una cierta sensación de volumen o tercera dimensión. En Barcelona se preparó una sala (el Nuevo Cinema) en el Paralelo, para la exhibición de películas en Cinerama. Recuerdo haber ido allí, con mi padre creo, a principios de los 60 para ver la película La Conquista del Oeste (1962). Era una obra coral, de casi tres horas de duración, con cuatro directores en nómina (John Ford, Henry Hathaway, George Marshall y Richard Thorpe). Recuerdo que se veían con cierta claridad las dos líneas en la pantalla donde se juntaba la imagen proyectada por las tres máquinas.
Puro alimento para nuestras fantasías de
adolescencia.
Se acondicionaron otras dos salas en Barcelona para la proyección con grandes pantallas, pero no estoy seguro de que nunca dispusieran realmente de la triple proyección. Hubo otros sistemas técnicos que se utilizaron para las grandes pantallas curvas, como el UltraPanavision 70, que paliaba el coste prohibitivo de las tres cámaras y los tres proyectores. El Florida (en la calle Floridablanca) y el Waldorf (en la calle Calabria) también se llamaron Salas de Cinerama. Recuerdo haber visto El Mundo está loco, loco, loco (Stanley Kramer, 1963) en el Florida y La Carrera del Siglo (Blake Edwards, 1965) en el Waldorf.
En mi primera adolescencia, allá por 1970, me aficioné a asistir a las sesiones matinales de los domingos que ofrecían los cines de estreno del centro. Así pude ver algunas de las buenas películas de ese tiempo en el Urgel, el Aribau, el Alexandra, el Alcázar, el Fantasio o el Atlanta. Recuerdo con emoción un mediodía soleado, saliendo del cine Aribau tras ver Verano del 42 (Robert Mulligan, 1971), perdidamente enamorado de Jennifer O'Neill.
Los 70 trajeron una colección excelente de películas de catástrofes, para ver en cines de grandes pantallas y buen sonido. Quizá la más famosa fue El Coloso en Llamas (John Guillermin, 1974), pero a mi la que más me impactó fue La Aventura del Poseidón (Ronald Neame, 1972). Muy posiblemente debido a una dulcísima rubia llamada Carol Lynley, que interpretaba en la pantalla una canción romántica llamada The Morning After (originalmente cantada por Maureen McGovern).
En esa época del tardofranquismo y del inicio del nuevo régimen, se extendió la costumbre de visitar Perpignan o Biarritz para ver películas eróticas de tono más o menos subido, o directamente pornográficas, que todavía estaban prohibidas en España. Marcaron esta tendencia El Último Tango en París (Bernardo Bertolucci, 1972), Emmanuelle (Just Jaeckin, 1974) o Historia de O (Just Jaeckin, 1975). Yo nunca participé de ese turismo cinematográfico. Pero sí recuerdo, unos años más tarde, allá por el 77 ó 78, en mis primeras visitas a París, una lóbrega sala de los bulevares de Pigalle (el Axis) donde vi las primeras películas X de mi vida.
Catástrofe de un transatlántico, suavizada
por Carol Lynley, una rubia muy dulce.
En 1973, antes de la Universidad, seguí lo que se llamaba entonces el COU (Curso de Orientación Universitaria) en unas dependencias del colegio de los escolapios de Sarriá. Allí se organizó un Cine Club. Este era un concepto muy extendido, que se basaba en la proyección de una película, a veces con la introducción previa de algún experto, y un debate posterior para intentar, entre todos, desbrozar el contenido y el sentido de la película proyectada. Allí me tragué algunas películas infumables, como Los Cuatrocientos Golpes (François Truffaut, 1959) o El Séptimo Sello (Ingmar Bergman, 1957).
Como las películas se proyectaban por la tarde, tras las clases, si el debate se prolongaba, a veces había problemas para conseguir un autobús 22 que me devolviera a casa.
En los 70, la familia fuimos unos cuantos años de veraneo al pueblo de Centelles (pop. 2014: 7.333), a menos de 60Km de Barcelona, en la comarca de Osona, que por esa época tenía algo menos de cinco mil habitantes y dos salas de cine. En el breve Paseo estaba el Nuevo Cinema (apodado ca'l pequeñu) y, a menos de 200 metros, en la calle de la estación, el Park Cinema. Ambas salas rivalizaban en su programación, para atraer a nativos y veraneantes. Por algún motivo que nunca he conseguido aclarar, frecuentábamos bastante más el Park Cinema. De todas formas, las dos eran salas bastante convencionales, con sesión doble los fines de semana y esmerado servicio de bar en el vestíbulo.
Desde 1980, coincidiendo con mi Servicio Militar, fuimos unos cuantos años de veraneo a la zona de la playa de Castelldefels, al sur de Barcelona. Allí viví mi único contacto prolongado con los cines al aire libre. En el Paseo Marítimo estaba el Cine Playa (el nombre, desde luego, no fue el resultado de una larga reflexión). La mayor parte de la platea estaba al descubierto, salvo una pequeña zona en la parte de atrás, que estaba cubierta. Lo frecuenté algunas veces, principalmente con los hijos y parientes de una familia buena amiga de la mía. Una vez nos sorprendió durante la sesión una de esas tormentas torrenciales que se producen a veces en Agosto en el Mediterráneo. Nos concentramos todos en la parte trasera, que estaba a cubierto de la lluvia. Al salir, nos encontramos que la zona estaba parcialmente inundada, y alguno de los coches tenía el nivel del agua hasta la mitad de la puerta. Hubo que esperar al día siguiente para poder moverlos con cierta seguridad.
Con la excusa de la Prehistoria, una
exuberante Raquel Welch enseñaba
mucha más piel de lo habitual en los 60.
Los 80 vieron el desarrollo de los vídeos y la proliferación de videoclubs, donde se podían alquilar películas para verlas en casa, durante unos pocos días. Me hice socio de uno, en la calle Enrique Granados, y recuerdo que en casa, con mi padre, nos tragamos una infinidad de películas, muchas de ellas italianas, de las que se conseguían a precio económico en el videoclub.
En paralelo, las grandes salas de proyección iniciaron su desaparición. Muchas se acabaron convirtiendo en multicines, intentando conseguir una rentabilidad adecuada a base de salas más pequeñas y una oferta más diversificada. En el centro de las ciudades, los locales ocupados por cines han acabado buscando mejores rentabilidades con otras ofertas comerciales, y muchos de los multicines han ido desapareciendo. De hecho, prácticamente se han concentrado en los grandes centros comerciales de las afueras, donde es normal disponer de aparcamiento gratuito y más de una docena de salas. Pero incluso así, su rentabilidad está ligada al enorme margen que obtienen de los menús a base de cestos gigantes de palomitas y grandes refrescos.
De hecho, cada vez hay más películas que jamás pisan una sala de exhibición, y pasan directamente al circuito de los DVD, a los canales por cable o satélite, al pago por visión en alguna de las plataformas existentes en Internet, o caen directamente en las fauces de los infinitos caminos de la picaresca pirata.
En resumen, esas salas de cine de nuestra infancia se han convertido en un elemento más de la recreación nostálgica. Seguro que el futuro nos reserva muchas sorpresas. Pero no sé si conseguirán resultar tan entrañables como esos cines antiguos de nuestros años de juventud.
Entre otros buenos motivos, porque nunca volveremos a ser tan jóvenes como lo éramos entonces.
JMBA