(JCR)
El pasado sábado 19 de enero regresé a Bangui. La capital centroafricana ofrece una apariencia de vuelta a la normalidad después de varias semanas de gran tensión ante el temor de que la ofensiva de los rebeldes de Seleka pudiera haber llegado hasta aquí. Tras el
Bangui no es ni nueva York ni mucho menos Madrid. Es la capital del país considerado como el segundo más pobre del mundo y aquí apenas hay vida nocturna. Pero los forofos de las discotecas han tenido que cambiar sus horarios, puesto que desde que empezó la crisis en lugar de abrir a las nueve o las diez de la noche lo hacen a las tres de la tarde. El que quiera bailar al ritmo del sukús congoleño o el hiphop no tiene más remedio que terminar, como muy tarde, a las nueve o las diez de la noche, o incluso antes, ya que a partir de las ocho de la tarde-noche los “jóvenes patriotas” de la milicia local conocida como los “Kokora” (flechas, en Sango), en muchos casos armados con machetes y otras armas blancas, colocan barreras de control en cruces estratégicos para impedir supuestas infiltraciones de los rebeldes en la capital.
Yo sólo he ido a una discoteca dos veces en mi vida: la primera de ellas cuando tenía 17 años, en Palma de Mallorca, al terminar mi último año de bachillerato, y la segunda –en Bangui- el pasado mes de octubre. Teniendo en cuenta mi edad actual, entre la primera vez y la segunda pasaron 36 años, por lo que si sigo a este ritmo mi tercera visita a un local nocturno puede ser pronosticada cuando servidor de ustedes cumpla los 89 años, cosa por otra parte bastante improbable aunque vaya usted a saber y nunca conviene decir “de esta agua no beberé”.
Mi segunda visita a una discoteca fue un tanto casual. Acababa de regresar yo de Obo, en la selva centroafricana, y me colocaron en un hotel de la capital donde me costó adaptarme a una ducha de verdad y subir en ascenso a mi habitación después de estar dos meses seguidos lavándome a diario con un cubo de agua fría y caminando a pie por senderos de barro. Me dijeron que podía hacer uso de un coche con chófer a la hora que lo necesitara. El buen hombre era bastante simpático y tras indagar por mis condiciones de vida en Obo me recomendó con entusiasmo: “lo que necesitas es un poco de ¡animación!” ¿Qué clase de animación, Bienvenue?, le respondí. “Pues, hombre, está claro ¿no? Música, luces, cerveza fresca, buen ambiente…” Tras insistir durante tres días seguidos finalmente accedí a su invitación. De acuerdo, Bienvenue, pero yo a las nueve de la noche me voy a dormir que yo soy de los que se levantan a las cinco y media como muy tarde. “No, Monsieur Carlos, aquí las boites de noche abren como muy pronto a las diez o las once”, Pues lo siento, pero yo no puedo empezar la reunión de las siete de la mañana con mis jefes con unas ojeras de aquí al suelo, no insistas…
Pero el buen hombre no dejaba de insistir, y me daba la impresión que el que andaba buscando la “animation” era él, pero le dije, está bien Bienvenue, voy a hacer una excepción y esta noche me iré a dormir a las diez en lugar de a las nueve, que para mí ya es tardísimo, ¿eh? Pero sólo porque me has caído bien y te quiero invitar a unas cervezas.
Aquella noche me enteré que las discotecas de Bangui son cuatro: Zodiaque, Black and White, la Plantation y otra cuyo nombre no recuerdo. La única que abría a una hora acorde con mis hábitos un tanto austeros era la Black and White, a las ocho y media de la tarde-noche. Allí nos metimos Bienvenu y yo cuando la música congoleña empezaba a sonar a toda pastilla con las luces multicolores. No había nadie más que nosotros dos en el local, donde estuvimos una hora comando unas cervezas con cacahuetes. El buen hombre, con un gran entusiasmo, pasó la hora contándome lo buenas personas que son ellos, los centroafricanos, y lo puñeteros que son sus vecinos los congoleños. “Hombre Bienvenue, no hables mal de la gente del Congo, que mi suegra es de allí y no está bien…” Dieron las nueve y media y me volví para mi hotel mientras le chófer debía de ir pensando que vaya un cliente raro que le había caído encima.
Ayer, cuando volvía a la casa donde me hospedo en una de las barriadas de las afueras de Bangui, eran las siete de la tarde. Hacía una hora que se había hecho de noche y la gente de Bangui disfrutaba del fresco tras una jornada de altas temperaturas ahora que es la estación seca. Apostados en algunas esquinas de cruces de caminos, camionetas de militares aguardaban la hora del comienzo del toque de queda para empezar a patrullar. Una hora antes pasé por el Code 24, mi pub preferido de Bangui, para tomar una cerveza con un amigo. Allí la dueña del local me dijo que sus clientes son, sobre todos, expatriados que trabajan para varias ONG y que desde que empezó la crisis muy pocos vienen por el local porque la gente prefiere volver a sus casas antes de que anochezca. “Dicen las autoridades que si las cosas siguen mejorando van a quitar muy pronto el toque de queda y habrá libre circulación de noche”, me dijo mi amigo antes de marcharnos. Si es así, los clubs que ahora son de día volverán a ser de noche, aunque dudo que alguna vez se llenen. Yo, que a las ocho de la tarde empiezo siempre a bostezar, muy probablemente, no iré a comprobarlo.