Los comulgantes o el silencio de Dios (I. Bergman, 1963)

Por Nesbana

Los comulgantes, Luz de invierno —como también fue traducida—, o “El silencio de Dios” —como bien podría llamarse esta obra del cineasta sueco Ingmar Bergman de 1963—. Es una película que rescatamos de la larga lista de este autor para sorprendernos por su gran simplicidad y expresionismo al mismo tiempo: la sencillez de la historia narrada —de forma absolutamente temporal y teatral, pausada y real— es el perfecto instrumento para desgarrar el alma del espectador que comulga con el sufrimiento de los protagonistas. Sí, comulga, dotando de un doble sentido a la traducción del título: por un lado, refiriéndose a quienes se aglomeran irónicamente en una iglesia medio vacía para celebrar el sacramento de la eucaristía; y por otro lado, mostrando la comunión —o des-comunión— existente entre quienes comparten el vacío y la desorientación vital. La sobriedad de Bergman en esta obra cumple su función de dar sentido al culto protestante al que asistimos y de atormentar al espectador que siente únicamente unos cánticos, unos sonidos de campanas, el tic tac del reloj amenazante y la visualización de unas imágenes religiosas tormentosas.

Más allá de los aspectos estilísticos y de los magníficos planos con que nos deleita Bergman, la historia retrata la vida del pastor protestante Tomas Ericsson durante unas horas tejiendo una perfecta trayectoria circular: desde la iglesia hasta la iglesia pasando por lo temporal, el sufrimiento humano y la desesperación. Este círculo narrativo es perfecto y está muy logrado: el sacramento eucarístico supone la comunión del fiel cristiano con Jesucristo —quien ha muerto por él— y otorga la fuerza y la fe necesarias para emprender el camino de la vida, ese camino de lágrimas. El camino cristiano es un camino eucarístico: va desde la eucaristía hacia el mundo para iluminarlo; vuelve a la eucaristía más tarde para tomar fuerzas y reiniciar los pasos. Ese círculo se desvirtúa en Los comulgantes pues el pastor protestante celebra un rito vacío, sin sentido, donde todos “actúan” más que “viven”, donde son marionetas preocupadas por las formas y no por la relación con lo trascendente. Esa misma desesperación o “silencio de Dios” es el que siente el pastor que se deja llevar por la costumbre, recordando muy bien en estos momentos a aquel sacerdote de Unamuno que perdió la fe en San Manuel Bueno, mártir (1931). La tarea pastoral y de cuidar almas de Tomas hace aguas. Es incapaz de dar una respuesta a la pregunta de “¿Por qué hay que vivir?” del matrimonio en crisis creando un silencio fantasmagórico y muy plástico. El resultado de su incapacidad es el suicidio del marido y la frialdad e indiferencia del pastor al ver el cuerpo. Su incapacidad sigue más allá: al dar la noticia a la viuda de la muerte del marido este no puede dar ese calor cristiano a la familia que ha sufrido la pérdida; se queda contemplando la escena del comedor desde fuera en una escena que ejemplifica el alejamiento de los sentimientos que se escapan sin poderse asir.

Es un pastor que ha fracasado en su acompañamiento a los feligreses, pero que también ha fracasado personalmente: tanto en su fe como en su relación sentimental. La muerte de la esposa resuena como esas campanas incesantes que no callan, le impide seguir viviendo y cumpliendo con su misión. La maestra enamorada de él recibe las palabras más duras y sinceras nunca oídas, palabras que duelen por el rechazo amoroso y que son la respuesta a una carta que ella le escribe. La escena en que la maestra narra cara a la cámara su sentir es muy clara cuando afirma lo siguiente: “Queridísimo Tomas, quizás haya sido una carta muy larga pero he escrito lo que no me atrevo a decir, ni cuando te abrazaba. Le pedí una explicación y me la dio: supe que te amo”. La carta desenvuelta por Tomas es blanca en medio de un universo negro y sin color; no obstante, el pastor cae en el abatimiento definitivo y rompe en odio hacia ella. “Cuando ella murió, morí yo también” dice Tomas refiriéndose a su difunta esposa; la maestra jamás iba a poder ocupar el lugar vacío dejado por ella.

El sufrimiento de los personajes de la película está muy relacionado con el dolor de Jesús antes y durante su muerte: el suicida muere solo y abandonado, sin palabras de consuelo, gimiendo algo parecido al “Dios, ¿por qué me has abandonado?; Tomas desfallece en su vida al ver que nadie llena su vacío, que Dios calla, que la oración es fría, recordando los momentos de sufrimiento de Jesús en Getsemaní. El círculo de que hablábamos se completa con el fin de la película: el pastor vuelve a celebrar la eucaristía en una iglesia más vacía que la primera y con mayor pesadumbre en su alma. Todo se ha completado pero nada ha llegado a su puerto: la película es un intenso salmo 129 gimiendo “Desde lo hondo a ti grito, Señor”; es una gran reflexión sobre el amor, el desamor y la incapacidad para sentir algo y para expresarlo; es una meditación religiosa y sobre el sentido de la vida, y es un muestra de la dureza y el sufrimiento constante del ser humano.