Concluye el relato por entregas de David G. Panadero. Si quieres leer la anterior entrega pincha aquí
Rick se sorprendió de tener lectores tan altamente cualificados. Una cita discreta no había de perjudicarle. Quedaron en la puerta del Café Comercial, y allí la gente esperaba, entraba y salía de forma bulliciosa, pero sus miradas se cruzaron en seguida y de inmediato ambos reconocieron la inquietud en la mirada del otro.
Rick se acercó a su nuevo amigo, y tácitamente, sin hablar, ya estaba hecha la presentación. Le tendió la mano, y éste correspondió, pero sin quitarse los guantes, quizás por escrúpulos o más posiblemente por despiste o nerviosismo. Los movimientos acelerados del catedrático, su habla entrecortada, le dieron las pistas de que el encuentro no iba a ser relajado.
Jacinto debía tener unos sesenta años. Vestía con un traje raído que, siendo muy imaginativos, podemos pensar que hubiese resultado elegante en otros tiempos. Ahora destilaba un evidente aroma rancio. Era corpulento y bajito, grueso pero compacto, aunque las facciones de su rostro eran delicadas. Tal y como imaginó Rick, la conversación avanzaba sin ninguna fluidez, y este no tardó en berberse el café aunque quemaba, esperando que se captara la indirecta. Prisas. Pero no, ya que el estudioso inició, de forma histérica e inconexa, algo así como uno de esos cuestionarios-entrevista de los dominicales de los periódicos. Lo que pretendiera con esas preguntas, es algo que escaparía al entendimiento de cualquiera.
—¿Cuál es el punto de inspiración para sus novelas?
—La sección de sucesos. Generalmente yo... —No podía terminar las frases; su interlocutor parecía querer atrapar la quintaesencia de su narrativa y hasta de su persona de forma compulsiva, con respuestas escuetas y más y más preguntas que se agolpaban sin orden ni control, martilleando a Rick, buscando el dato preciso sin interés alguno en las cuestiones relacionadas o las explicaciones.
—¿Y por qué no publica con más asiduidad?
—Ya ve —no cabía una respuesta más extensa pero improvisó una—, publicar un libro no es tan fácil como parece.
—¿Pero qué es lo que quiere comunicar con su obra? Alguna intención, declarada o no, debe haber...
—Oiga, no es más que novela negra, no quiera sacar de donde no hay —Rick comenzaba a estar seriamente molesto. ¿Se le estaría notando demasiado? Las preguntas no eran más que rodeos indecisos; notaba que su interlocutor estaba pensando en otra cosa. Sea como fuere, intentaría mantener un tono neutro que no excitara más aún a Jacinto.
—¿Ve usted justificado el empleo de la violencia para impartir justicia? ¿Sería capaz de disparar a un sospechoso por el simple hecho de serlo? —Un golpe bajo. Demasiado directo y sin florituras. No sabía cómo interpretar esa pregunta que le recordaba a su caída en desgracia, aquel desdichado episodio del carterista.
—¿Lo dice por algo en especial? —Recelo, garganta seca, recuerdos. Trata de sonreír, no dejes que note tu incomodidad.
—En cierto sentido, los crímenes que usted relata son completamente justificables.
No quería aguantar más comentarios de esa índole. Sólo era la visión deformada de un viejo reaccionario al que el mundo se escapaba de entre las manos. El silencio entre ambos se hacía más espeso por momentos, y no porque todo estuviera dicho. Había muchas cosas que decirse, pero la intuición le decía a Rick que lo mejor era dejarlo pasar, y en el peor de los casos, que otros profesionales —quién sabe si psiquiatras o hasta policías— se encargaran del viejo. De nuevo, Rick volvía a sentirse observado, como en aquellos años. Las palmas de sus manos empezaban a sudar y su oído se agudizaba, tratando de escuchar todas las conversaciones del bar, por si alguna hablara de él.
—¿Qué es lo que quiere de mí? Yo sólo escribo novelas.
Un gesto ambiguo que indicaba cierto placer se dibujó en el delicado rostro de Jacinto.
—¿Quién es usted? —Rick pasó a la defensiva.
—Yo... Soy algo en la medida en que alguien lee sus novelas... Tengo, por así decir, una existencia virtual...
No cabía duda: era un enajenado mental, un viejo nostálgico que vivía encerrado en su propio mundo.
—Yo... Estoy hecho de Literatura... —Asustaba la convicción con la que exponía una idea tan tremendamente irracional, propia de un loco.
Rick abandonó la cafetería en cuestión de segundos, sin tomarse la molestia de despedirse. La confusión —o mejor dicho, la determinación— del viejo le hizo asustarse. Debía haber pasado demasiados años entre libros, alimentando extrañas fantasías. No era capaz de imaginar lo lejos que podría llegar. Ya en el portal de su casa, los nervios le fallaron, y subió los escalones atropelladamente. Al abrir la puerta notó un extraño olor, como a basura, pero no tardó en abrir la puerta.
no existe la palabra Fin
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