Los Cuentos de Lapriana

Publicado el 02 enero 2017 por Siguelashuellas

Nueva edicción, ampliación y corrección

Últimos veranos infantiles

O penúltimos…veranos de fragancias únicas: a heno, a calor, a calles empedradas, a vestidos vaporosos de batista perforada, a juegos eternizados bajo el sol abrasador, a campanas de iglesias tocando a fuego, a misa, a rosario de la aurora, a muertos…a vida tranquila, a babi escolar colgado en el rincón más recóndito del armario, a vacaciones de verano. Benditas, deseadas vacaciones sin preocupaciones, sin agobiantes tareas escolares al calor del brasero de picón oculto bajo las faldas de la camilla desde la que lanzábamos indiferentes miradas al novedoso universo sin color por el que cada tarde, a la hora de los deberes, mientras en la radio sonaba alguna radionovela de esas que volvían loca a Madre, se asomaba un simpático Capitán Tan, y un encantador de niños llamado Locomotoro, y una chica lista, Valentina; y el tío Aquiles, un viejo gracioso deleitándonos las tediosas tardes de aguaceros invernales porque, evidentemente en verano jamás supimos si seguían existiendo dentro del mágico cajón desastre de la tele o si se evaporaban con la calorina que tan agradablemente flotaba en el ambiente. Creo que también ellos, ajenos a ese calor que tanto molestaba a los mayores, se largaban con sus ropas de muchachinos chicos a vivir la vida donde mejor se vivía, en la sagrada calle. Y es que a pesar de todos sus encantos, (que a ningún ser medianamente sensato se le ocurriría cuestionar) jamás consiguieron que renunciáramos al paraíso por ellos. En nuestra época la calle era el edén de cada niño. Nada ni nadie podía competir con su poder. Ninguno de nosotros fue medianamente fiel a la tele, ni siquiera a los mejores dibujos animados cuando tras las puertas de casa sonaban invitadoras pandillas gritando, riendo, excitándonos los sentidos. En aquellos días todavía el pan con chocolate lo merendábamos donde estaba mandado: jugando y sosteniéndolo en una mano mientras con la otra dábamos a la comba o sujetábamos la goma de saltar…o pintábamos en el suelo corazones cruzados por una flecha; o según la época del año, rayuelas trazadas con níveas tizas.

Era verano y Madre no necesitaba ponerse en las piernas los cartones protectores de cabras –se decía, era un rumor corriendo de boca en boca, que las cabrillas solo le salían a la gente que se pasaban las horas muertas sentadas al brasero, que eran señal de no trabajar, de malgastar el día mano sobre mano removiendo brasas con la badila… por eso, para no estar en bocas ajenas las madres se cuidaban muchísimo de las antiestéticas manchas delatoras. Y la mía, y la de mis amigas, en cuanto aposentaban el culo alrededor del brasero se colocaban aquellos escudos que sujetaban a las pantorrillas con una goma, aunque sucedía que, para no andar quitándoselos y poniéndoselos cada vez que tenían que preparar meriendas, cenas o cualquier contingencia, se movían por la casa de un lado a otro con aquellas espinilleras que te hacían pensar en robots futuristas pero, eso si, de poca monta.

Pues… como iba diciendo: era verano, Madre estaba más guapa que nunca y nosotros, los niños, solo teníamos un deber: jugar, y de cuando en cuando descansar un rato para reponer fuerzas y de nuevo, hasta que la hora maldita de la siesta obligaba a descanso de largos odiados silencios, de vuelta a la calle otra vez a seguir jugando. A veces, casi siempre, los hados se confabulaban para que no desperdiciáramos ni un minuto de reloj, y después de cenar, bajo el embrujo de la luna en una calle aún llena de voces infantiles, seguir disfrutando mientras los mayores hablaban de sus cosas sentados a las puertas de las casas esperando el fresquito que muchas noches, las más, se negaba a aparecer.

Eran días en los que las inclemencias del tiempo no significaban nada: bajo sol llameante o cielo encapotado, con aire o una inesperada lluvia, eternamente jugar. Y al final de un corto día de perpetuos juegos, acabados en un soplo, dormir para despertar a la mañana siguiente con el susurro de una conversación: abuelo José y Madre tomando café entre bisbiseos para no despertarnos, para no despertar a las niñas. Y mientras tanto las niñas enredadas en las sábanas de las once de la mañana percibiendo en la alcoba el aroma del café de puchero recién hecho envuelto en una retahíla de palabras rotas…como escapadas de un vagón de tren que caprichoso abría y cerraba puertas para que solo pudieran escucharse algunas palabras sueltas. Imposible entender nada. Solo eran eso, voces cotidianas, murmullos amados y veraniegos, un monótono zumbido con el familiar timbre de un abuelo que siempre, antes de subir a la plaza, dejaba el burro en mi puerta atado a un misterioso aro de hierro que poseían todas las viejas casas del pueblo. En mi duermevela sabía a qué iba: a echar un ratito, un café con su hija.

El abuelo José fue uno de los últimos del pueblo en servirse de su inseparable burro para moverse de aquí para allá, incluso para hacer los recados más insignificantes: ir a por pan, al estanco o al bar de Cacharro a tomarse un culino de vino, solo uno porque como él mismo decía, su cuerpo no tenía vasija para más. Y siempre mi céntrica casa fue su parada obligada. Me coge de camino –decía apenas pisaba el zaguán quitándose la boina y arrugándola entre los dedos, medio disculpándose por tener un gesto, seguramente para él, demasiado blandenge.

Abuelo José era verano aunque también fin de semana invernal. A mis oídos su voz iba unida a no madrugar, a despreocupación, a murmullo de largas conversaciones con Madre…tanto que ambos pareciesen tener mil secretos que desgranar al amparo de un puchero. El café “parloteao” es como mejor sabe –comentaba a la primera ocasión rendido ante una humeante taza.

Él y su voz, y la de mi madre y sus largas tertulias de media mañana, en verano era el comienzo de un nuevo día reventón de sol. Mi hermana y yo no sabíamos levantarnos temprano. Hasta nuestra alcoba llegaba el run-run de sus cafés parloteados sin embargo nosotras permanecíamos acurrucadas entre el revoltijo de sábanas sin mover un músculo, sin intención de abrir los ojos hasta nuevas órdenes, sabiendo que la hora de cama llegaba a su fin.

« ¡Ya vendrá Madre a llamarnos –pensábamos dejando correr los minutos! »  Nos encantaba dar tiempo al tiempo hasta que la luz de la habitación se encendía por sorpresa y Madre aparecía bajo el hueco de la puerta como si de una figura fantástica se tratase. Nos llevaba el desayuno en bandeja y era escuchar su voz e incorporarnos como impelidas por un resorte de acción inmediata, la verdad es que a fuerza de costumbre nos hicimos expertas en mantener el equilibrio de nuestras bandejas sobre la colcha mientras escuchábamos, a esa hora que en vacaciones casi nos parecía intempestiva, el pan nuestro de cada día como cansina letanía: ¡Vamos, arriba…que han venido a buscaros vuestras amigas, que dicen que aligeréis, que ya llevan rato esperando…!

Apenas ingerido el último bocado cruzábamos el umbral con la alegría que da saber que tras él se encontraba el paraíso.  Pasábamos tantas horas fuera de casa que más de una vez tuvimos que escuchar, -con un amenazante retintín de hartura- que parecíamos perros vagabundos; «perrogutos –recalcaba Madre con los brazos en jarra- eso es lo que parecéis» todo el santo día callejeando…«pero, y qué querría si precisamente era en la calle donde mejor se estaba… ¿Tan difícil era de entender?» «Mil veces lo pensé y mil veces llegué a la conclusión de que lo verdaderamente extraño era la atracción que los mayores sentían por pasarse las horas muertas  aburridos entre cuatro paredes, sobre todo pudiendo salir cada vez que quisieran sin necesidad de tener que dar explicaciones a nadie, sin tener que pedir permiso… ¡pero eran mayores y claro, tenían sus rarezas!…desde luego yo tenía clarísimo que cuando creciese y tuviese casa propia jamás me sentaría alrededor de una mesa camilla pudiendo hacerlo en un umbral viendo a la gente pasar…lo veía tan claro como el implacable sol de verano que azotaba mi calle al mediodía»

Tras los límites de la puerta… desayunadas, limpias, con las trenzas a punto de achinarnos los ojos y oliendo a colonia fresca buscábamos a nuestras amigas.

A esa hora el pueblo condensaba vida: la Señántoñina barriendo la peste de su puerta, a pesar de que siempre lucía como los chorros del oro, conversando con cualquiera que anduviese a la vista.  Mi abuela Cipri en su umbral, puerta con puerta con el nuestro, hablando sin descanso desde su lado de la acera con la Señántoñina, reclamándonos un beso de buenos días pero sin perder el hilo de la conversación que mantenían. Andrés el Carpintero trabajando en su zaguán, taller de eternas puertas abiertas alfombrado por millones de virutas de serrín,  en el que entre garlopas, gubias y cientos de desgastadas herramientas  se recreaba sabiéndose un artista de la madera; Andrés siempre  ataviado con mono azul, y Andrés casi siempre, en los descansos de umbrales y chácharas vecinales, con un cigarro humeándole en la comisura de los labios, y Andrés, a cualquier hora del día, siempre con su imperecedero lápiz en la oreja levantando la mirada entre cortes y pasadas de cepillo regalando saludos con  nombre propio a todo el que pasaba «Hey fulanito, hasta luego…¡Adiós menganito, pásate a mediodía a echar un culino…!» ¡Ay Dios…! y también estaba Baldomera, a dos palmos de la carpintería ayudando a su marido, Gabino, a sacar las mulas  por la puerta falsa de su impresionante casa.  En la peluquería de Juana entraban y salían las clientas y el perfume desprendido de las flores que colgaban de los balcones se mezclaba con los excrementos de las pocas bestias de carga que todavía, de cuando en  cuando, se dejaban caer regocijándose en homenajearnos con largas, esponjosas y malolientes espinas dorsales que nos dejaban en mitad de la calle a modo de enormes cuentas de rosario…¡se me ocurre que a buen seguro el burro en el que mi abuelo se desplazaba para cualquier nadería también contribuiría soltando su impronta, la misma que después terminaría robándonos espacio de juego y que al final, eso y no el olor sería nuestro único malestar. La verdad es que en aquellos tiempos los cagajones formaban tan parte de lo cotidiano que no los veíamos como algo fuera de lugar, quizá por eso de las ráfagas a estiércol que de cuando en cuando nos atufaban, ni hablábamos ¡vamos, que ni siquiera arrugábamos la nariz por tan poca cosa! Y si acaso protestábamos era por tener que rodearlos cuando corríamos a cogernos, y es que al fin y al cabo no podíamos evitar mirarlos como lo que eran, insignificantes contratiempos robándonos espacio en nuestro amado paraíso.

Por aquellos días estaba lejos de saber que aquel, ni más ni menos, junto a miasmas más agradables, en mi madurez terminaría asociándolos a mis últimos veranos infantiles: el pasto seco, el sudor inofensivo desprendido de juegos infinitos, el hinojo de cientos de matojos irrumpiendo por los cercanos campos, chicharras cantarinas musicando notas de estío, y grillos invisibles escondidos en cualquier resquicio de finales de los años sesenta y principios de los setenta en una perfecta combinación de modernismos pincelados a brochazos añejos en extraña mixtura de coches, burros, gallinas escapadas de algún cercano corral invadiéndonos terrenos de juegos, fantasmagóricos carros tirado por bestias negándose a dejar de ser útiles…y sobre todo y siempre, muchos niños jugando a todas horas bajo la mirada de más de una vecina vestida de luto y otras de chillones colores de última moda componiendo la vida de aquellos mis últimos veranos de algarabías despreocupadas…de aquellos veranos que nunca jamás volverían a ser tan intrépidamente aventureros, de aquella sencilla y segura vida de pueblo de cuando los pueblos aún eran lo que parecían…¡oh! no puedo dejar de acordarme de aquel día que…

© María Penis