Recuerdo que una noche o una tarde, ya no sé si compartiendo unas copas o unas tazas con unos amigos, surgió un tema interesante. Uno de los muchachos -ya ni recuerdo quién. Perra memoria- preguntó de pronto a los presentes: "Si hubieran podido elegir en qué época y lugar iban a nacer, cuál hubieran elegido". Uf... pues vaya preguntita difícil. Empezaron a salir respuestas al ruedo: que en los 50s en EEUU para vivir el Woodstock, que lo bastante a tiempo como para estar ahí cuando nació el rock n' roll, que en Paris a mediados del siglo XIX... hasta hubo alguno que hubiera querido nacer en la India de los tiempos de Budha, si la falta de memoria no me engaña. En cuanto a mí, pues no lo dudé ni un instante (aunque qué no hubiera dado yo por vivir la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas): la Roma de los antiguos, el Imperio, donde hubiera sido de los de Julio César -no por preferencias políticas, de las que carezco, sino por amor al personaje-, y donde seguramente hubiera muerto como Petronio, abriéndome las venas después de haber conjurado contra el emperador, sólo que el mío no hubiera sido Nerón sino Augusto. Claro que en mi decisión no todo está dictado por la afición histórica. No señor: se trata, también, de elegir una época formidable, cruel y magnífica, donde el placer tenía otros límites y la sangre, también. Francamente, sí me imagino a mí mismo yendo tan camante al Circo para ver el espectáculo, tomando parte en banquetes grotescos en los que sobrara el vino y, después, por qué no una que otra orgía. Adorador de Baco, cómo no. Un mundo, en fin, que ha quedado inmortalizado en una de las mejores literaturas que se ha escrito en todos los tiempos: rica, compleja, infinita, a menudo grotesca, llena de páginas donde soltar una buena y sana carcajada. Este es un punto sobre el que siempre he insistido, y seguiré haciéndolo: que no hay que confundirse, porque lo antiguo no tiene por qué ser aburrido, y yo todavía disfruto más leyendo a Virgilio, a Ovidio, a Varrón o, sobre todo, a Petronio que a muchos contemporáneos a los que les sobran las páginas grises y las palabras. Hoy, he decidido traer a habitar entre nosotros a uno de los máximos de la antigüedad: el poeta Catulo, maestro de la ironía, la impostura, la irreverencia y, cuando se lo proponía, también de la ternura, como espero lo demuestren de una vez y para siempre los versos que pongo a continuación. No creo en la reencarnación ni en ninguno de sus primos, pero si me equivoco, pues habré pasado una de mis vidas en tan grata compañía en una Edad que brilló como pocas. Seguro.
CARMEN III
Llorad, tanto Gracias y Cupidillos,
como todos los hombres más sensibles.
El gorrioncito de mi niña ha muerto,
el gorrioncito, joya de mi niña,
a quien amaba más que a sus ojitos;
pues de miel era y conocía, como
la hija conoce a su madre, a su dueña;
nunca se apartaba de su regazo,
sino que, saltando a su alrededor,
piaba constantemente para su ama.
Y ahora hace un camino de tinieblas,
hacia un lugar de retorno prohibido.
Sed malditas, malas sombras del Orco,
que fagocitáis todo lo precioso;
me arrancasteis este gorrión tan lindo.
¡Oh, acción malévola!¡Oh, gorrión perdido!
Ahora, por tu culpa, los ojitos
hinchaditos de mi niña se encarnan.
Catulo