Los defectos del libro en papel

Publicado el 15 septiembre 2011 por Mterrones
Tengo tantos libros en mi casa que no puedo ni moverme en mi estudio. En el rellano que hay justo al fin de la escalera tengo amontonadas cajas repletas de libros que están esperando a que me anime a cargarlas en mi coche y las lleve a casa de mi madre, quien desde que se quedó viuda, tiene un montón de espacio libre. O tenía, porque algún que otro viaje a su casa he hecho para descargar, o mejor dicho vomitar, cajas de libros.
Este preámbulo sirve para introducir el tema que quería tratar: la incomodidad resultante de la acumulación de papel impreso. Partiendo de la base de que la mayoría de libros se leen sólo una vez (sí, la reelectura está muy bien, pero ésta sólo se hace con muy pocos de los libros que uno tiene alguna vez en sus manos), ¿qué sentido tiene acumular y acumular libros y más libros, depósito ideal para el polvo y sus amigos los ácaros?
Tal vez, cuando los libros electrónicos desplacen definitivamente al libro en papel, y pasará, solucionemos el problema del espacio. El libro es un objeto magnífico, pero tiene algún que otro defecto. En primer lugar, ocupa un espacio precioso en estos micropisos en los que vivimos la mayoría de jóvenes de hoy en día. Además, como ya he dicho, son una bomba para todas aquellas personas no demasiado limpias alérgicas a los ácaros. Y lo que es peor, los libros pesan y si no preguntádselo a cualquiera que haya hecho una mudanza (y lea, claro).
El libro electrónico es una solución a todos estos inconvenientes del libro como objeto en su versión papel. Sin embargo, al menos de momento, no solucionan otro gran problema, el precio. Los libros electrónicos son muy caros, me sigue resultando más a cuenta hacer la inversión en papel. Claro que hay otras cosas muchísimo más caras de las que la gente no parece darse cuenta. En la última feria comercial de libros a la que asistí, los jóvenes se quejaban del precio, a su parecer, abusivo de los libros y no se daban cuenta de que las chucherías que compraban en el stand de golosionas pertinente de la misma feria, sí que eran abusivamente mucho más caras. Pero ya se sabe, que sin datos empíricos en la mano, el precio justo de las cosas depende de los ojos con que se miren y de la ansiedad con la que compres.
En resumen, a pesar de todos sus inconvenientes prácticos, de momento me quedo con el papel. No sólo por romanticismo, sino por pragmatismo económico. Y qué narices, sobre todo por romanticismo. Me gusta dejar libros a mis amigos. ¿Cómo voy a prestarles un libro electrónico sin pasar por la piratería? Evidentemente no puedo dejarles el dispositivo de lectura, porque entonces yo ya no leo. Pero la razón principal es que me gustan los libros con manchas de café, de chocolate, con anotaciones y dedicatorias que te conducen inmediata e irremediablemente a la persona que te lo regaló; a la persona que pensó en ti cuando lo vio y que se tomó unos instantes en pensar la dedicatoria que incluía en un libro que pasaba a ser tuyo. Me gusta ese libro de la colección "Tria la teva aventura" con una mancha de sangre porque se me acababa de caer un diente de leche cuando lo estaba leyendo, o ese otro al que le falta un trozo de página que se comió un pastor alemán al que quería mucho y que ya no está conmigo o un infame diccionario de inglés que me regaló mi padre cuando yo tenía siete años pensándose que así, aprendiendo palabra por palabra, yo, tan lista, acabaría hablando inglés como si hubiese nacido en Londres.
Me gusta la materialidad de lo intangible, y aquí no me estoy refiriendo a la literatura, de la misma manera en que me gusta hablar con la gente en persona y no por teléfono. Lo inaprensible tiene un constante riesgo a desaparecer y yo soy una apologeta de la permanencia.