Natural de un puerto pesquero antaño referente y ahora relegado por el empobrecimiento del Cantábrico, recuerdo con nitidez cuando siendo niño mi padre me contó que "una vez cuando la República, él mismo vio como un marinero rompía a hachazos las maderas de la banda de un vapor para tirar las anchoas en el propio puerto porque el precio era muy bajo..."
En los años cincuenta cuando me lo contó, yo era un niño con mucha imaginación y pinté la escena con un barquito rojo rodeado de un mar de plata de peces muertos con los ojos abiertos.
En esos años -digo- de escasez, no era fácil entener aquélla acción histórica, pero para mí, desde entonces, el que los pescadores tiraran sus capturas aunque solo fuera para mostrar su enojo a la sociedad, formaba parte de lo posible.
Años después supe que los descartes no eran algo esporádico sino que formaban parte de una sistemática que era respondida desde el poder y desde la opinión pública, con una mirada hacia otro lado: El mar era inmenso y esas acciones no significaban nada.
El interés por el mar y todo lo que significa, desde la pesca hasta las grandes obras, los barcos, el funcionamiento de los sistemas naturales, oceanografía, acuicultura, minería y ocio, me han interesado siempre y no desaprovecho la oportunidad de acompañar a profesionales de la pesca en cuantas modalidades es posible: pincho, nasas, palangres, enmalle, cerco, curricán...
Siendo ya un hombre con más de treinta años, acompañé a un pescador durante varios días del verano a calar e izar sus redes de enmalle de fondo. Eran cincuenta paños de cincuenta metros y el objetivo salmonetes y pescadillas. La izada -a mano-, podía llevar cerca de tres horas y era cansada y emocionante a la vez. El último día marcó para mí un segundo hito después de aquel de la niñez: varios de los paños llegaban a la superficie cuajados de pequeños cabrachos ( Scorpaena scrofa) de apenas diez centímetros de longitud.
Metiendo mi dedo gordo en sus bocas, comencé a liberar con paciencia uno, dos, tres, que iba tirando al agua y viendo con alegría como nadaban hacia el fondo... pero mi amigo el pescador sacó con rapidez de un balde un robusto palo (que él llamó "macana") y con gran destreza comenzó a aplastar los cabrachitos sobre la regala; luego, con rápidas sacudidas los despedía de la red, la aclaraba y seguía izando...
, le dije..."No tenemos prisa... ¡esos ¡Txomin, Txomin! peces han tardado un año o más en llegar a ese tamaño y solo habrán sobrevivido tres o cuatro de cada cien!.. ¡Si les dejamos vivir, en otro año tendrán un kilo!...
¿Bromeas..? Me dijo. ¡Esto siempre se ha hecho así... son los descartes!
Y seguí ayudándole a izar la red y quién sabe si incluso hubiera comenzado a aplastar pececitos si hubiera habido otra macana....
Me sentí mal por saber una verdad desagradable y no tener respuesta.
Ahora que me acerco a los sesenta años y llevo más de veinte leyendo MAR, veo con satisfacción que esta revista trata con atención creciente en los últimos tiempos el tema de los descartes y que en el número de Abril, en un artículo de Raul Gutierrez en el que entrevista a Ricardo Martín (del CSIC), se habla del Poyecto "BE-FAIR" como piloto para valorizar estos subproductos, aunque no se ocultan los temores sobre el alcance que pueda tener su aplicación y de posibles nuevos problemas que pueden surgir.
Para mí (y seguramente para cientos de lectores que pensamos de forma parecida), este nuevo rumbo supone una importante "liberación" de una presión de décadas, al saber que hay organizaciones científicas, tecnológicas y profesionales que lideran la nueva cultura.
Coincido totalmente en el diagnóstico sobre los problemas y deseconomías que los descartes generan y me reconforta de manera especial, oir de expertos, que una intuición dramática que me acosaba desde hace una década: que la extensión, casi globalización del Anisakis, puede tener relación con esta práctica nefasta.
Durante años he cavilado sobre cómo evitar que los descartes -especialmente- de los grandes arrastreros demersales, esas masas enormes de peces que no son objetivo, sean al menos aprovechadas en lugar de transformarse en un problema y cómo hacer a la vez que la pesca industrial pueda ser más selectiva.
Con respecto a la primera cuestión, solo quisiera mencionar una opción adicional a las que Ricardo hace alusión; una posible aplicación para que ese producto fuera útil en el propio mar.
En los últimos cuatro o cinco años, se han publicado en revistas científicas (Science, Nature...) varios artículos sobre el descubrimiento en el fondo marino, en el declive continental, en fosas y cañones, de cuerpos de grandes cetáceos en diversos estados de descomposición.
Muy abundantes en algunas zonas, como el Cañón de Monterrey en California (más de veinte restos) o aislados en Hawaii y en otros mares, en todos los casos, incluso en fondos de más de 2,000 metros, cada cadáver era en la práctica un riquísimo ecosistema (ver la foto a continuación).
Según estimaciones, en los casos de gran abundancia, el proceso se iniciaba con la muerte de los animales durante su visita anual a zonas concretas de reclutamiento o reproducción. Tras varios días de deriva los cuerpos se sumergían y estabilizaban en el fondo, donde cientos de especies de animales necrófagos y descomponedores, daban cuenta de la piel, carne, grasa, tejidos blandos y huesos, pudiendo pasar hasta cinco años para que solo quedaran restos minerales. Peces como la merluza, moluscos, crustáceos y finalmente pólipos, se beneficiaban del suceso y colaboraban en el reciclado de la materia orgánica y minerales.
Es altamente probable que en el Golfo de Vizcaya y en otros lugares de nuestros mares cercanos, donde hay múltiples referencias históricas de avistamientos y caza de ballenas, se hubiera dado este proceso y el cantil y el arranque de la zona abisal fueran áreas de concentración de este tipo de restos y hubiera un mecanismo de ecología "local" que la sobrepesca borró desde hace alrededor de dos siglos.
Pensando en una posible sustitución de la proteína y grasas de las ballenas, no sería inviable ensayar un método para aglutinar los descartes y restos de limpiezas y evisceraciones sobre una matriz biodegradable (almidón, gelatina, cola de pez, queratina...) para crear fardos o bolas compactas, que una vez lastradas con piezas prefabricadas de hormigón o incluso con cubos de sal, podrían ser depositadas en zonas concretas del fondo marino donde se podría seguir la evolución biocenótica.
En esta propuesta no hay problemas que no puedan ser resueltos por la tecnología actual: desde los métodos para la selección y compactado, aplicación de ligantes, identificación para abono de los elementos depositados, etc. etc. son procesos triviales.
Bastaría un acuerdo entre organizaciones científicas y oceanográficas y la actitud positiva de alguna entre las numerosas empresas de pesca que tienen verdadero interés en que el mar siga siendo indefinidamente su banco de trabajo.
La segunda cuestión (selectividad en la pesca), está siendo trabajada por muchos sectores y casi todos confiamos en que el binomio ciencia-tecnología lo resuelva antes de que sea demasiado tarde. En otra ocasión podemos hablar de ello.
¿Quíen es Javier Goitia?
Es Ingeniero Técnico de Obras Públicas, Licenciado en Geografía, miembro de la PTEPA y consultor para temas de Impacto Ambiental y Ordenación Territorial y Marina. Ilustrador y hombre comprometido. Curioso desde niño y de adulto más todavía. Incansable y quijote. Vamos un luchador de causas imposibles.