Los desnudos y los muertos, Norman Mailer

Publicado el 24 octubre 2010 por Unlibroabierto

Cada guerra es una destrucción del espíritu humano, escribe Henry Miller. A lo que yo contrapondría, sin querer, por supuesto, situarme a su altura, que cada guerra es la negación absoluta de la posibilidad de existencia del espíritu humano. Pues todo relato bélico no es otra cosa que una muestra más de la ignominia de la naturaleza y la condición humana.
El factor que convierte en vil e infame el ser del hombre no es el mero hecho de guerrear o entrar en conflicto (el hombre, como dice Kant, está preconfigurado por su insociable sociabilidad y no puede escapar a dicha dolencia), ya que el ser del hombre implica convertirse en objeto y sujeto de violencia. Sino que lo infame, vil y vergonzoso de esta condición radica en la pátina de hipocresía y simulación con la que se empeña en barnizar su conducta.
El ser del hombre, como no puede ser de otra manera, cede a una caterva de impulsos que le obligan a agredir, violar, vilipendiar o asesinar, pero a su vez, cede al remordimiento que se genera en él por haber realizado dichos actos. Por ello, y para evitar la pena y el desprecio más profundo –el desprecio que parte de uno mismo-, el hombre echa mano de la mentira y de una serie de ingenios con tal de justificarse y justificar sus actos. Para, de esta forma, poder llegar a modelar su naturaleza más profunda y atávica y dar a luz una imagen pacífica y benevolente, pero totalmente quimérica que haga posible creer en su expiación y reparación.
A este juego, el del ocultamiento de la verdadera naturaleza del hombre mediante la construcción de mil y una quimeras –quimeras que van desde la más ridícula de las ideologías hasta aquel monstruo presuntuoso llamado Historia-, se contrapone la labor desveladora del arte que, desde diferentes modalidades –imposible no pensar en la impactante violencia del Guernika de Picasso o en el abrumador salvajismo del film del director chino Lu Chuan, Nanking Nanking – ataca y denuncia esta construcción hipócrita y dañina.
Y justamente en este contexto, en el enfrentamiento entre la ficción realizada de la quimera y de la realidad ficcionada del arte, se sitúa la primera novela de Norman Mailer: Los desnudos y los muertos.

Corría el año 1948, solamente tres años después del fin de la segunda guerra mundial, cuando Norman Mailer, con sólo 25 años, publica Los desnudos y los muertos. Desde aquella fecha, la fama, la controversia y el reconocimiento que rodearon a la obra –pese a sus grandes altibajos- y al propio Mailer no ha dejado de crecer, hasta llegar a ser considerado uno de los grandes escritores norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX. Pero, pese a todas las buenas novelas que el autor tiene en su haber –y también todas sus novelas menos buenas e, incluso, mediocres-, Mailer será recordado, principal y casi exclusivamente, por su rotunda, firme y primera novela.
Los desnudos y los muertos arranca con la llegada de un contingente norteamericano a Anapopei, una pequeña isla del Pacífico que servirá a Mailer como excusa para ahondar en lo más profundo y oscuro del ser del hombre. En esta pequeña isla convergerán lo más variado y representativo de la Norteamérica de mediados del siglo XX: desde un inmigrante mexicano, apellidado Martínez, hasta Rothstein, un judío procedente de Nueva York, o Gallagher, un católico originario de Irlanda pero residente, como no, en Nueva Inglaterra. Sirviéndose de esta naturaleza heterogénea –en cuanto al origen, al pasado y a las expectativas de cada uno de los personajes-, Mailer consigue elaborar un retrato profundamente detallado de toda una generación que, nacida bajo el umbral de la primera guerra mundial y la gran depresión, se encuentra abocada a la muerte en una guerra de gran trascendencia histórica y de altos vuelos ideológicos, pero que, en el campo de batalla, se reduce a matar o morir.
En la guerra narrada por Mailer, existen dos planos. El primero de ellos es el plano teórico, el de aquella guerra que juegan en la retaguardia los altos mandos de los ejércitos, con sus correspondientes instancias políticas. El segundo plano -el plano de la verdadera guerra- se sitúa en el campo de batalla. Un campo de batalla atestado de soldados muertos y cadáveres desnudos que apestan a heces y pólvora.
Mailer, teniendo muy presente dicha dualidad, traza dos líneas argumentales. La primera de ellas aborda la relación entre el subteniente Robert Hearn y el general Edward Cummings. A través de esta relación el autor hace hincapié en el estudio de la fantasmal arquitectura ideológica que sustenta la guerra y de los diversos mecanismos que dan vida a la política –que, para Mailer, funciona como una suerte de voluntad de poder desquiciada-. Por otro lado, en la segunda línea argumental, Mailer se centra en las desventuras de la compañía liderada por el sargento Sam Croft, que parte del campamento con la misión de adentrarse en la retaguardia del ejército japonés. Y es aquí, en esta segunda línea argumental, en un segundo plano con menos profundidad intelectual e ideológica, pero con una inmensa carga de realidad y abyección, donde Mailer, cual experimentado Zapador, culmina su ejercicio de derrumbamiento.
Pese a todo, dicho ejercicio, el de derrumbar esta realidad quimérica, con tal de desvelar la verdad del hombre, no puede llegar a completarse ciñéndose, únicamente, a la segunda línea argumental. Pues, esta segunda línea, caracterizada por una narración intensa, carece, a todas luces, del sosiego necesario para realizar una denuncia coherentemente fundamentada. Por ello, es necesario realizar una lectura en paralelo, una lectura que, cual ejercicio dialéctico, vincule los dos planos propuestos por Mailer, para que, de esta forma, emerja, a modo de síntesis, la razón de ser de Los desnudos y los muertos.
Mas ¿qué se origina de dicho ejercicio dialéctico?

Como ya se ha dicho antes, la novela gira alrededor de cuatro personajes y las relaciones que se establecen entre ellos.
La primera de las parejas –la primera, también, de las relaciones-, es la formada por el subteniente Robert Hearn y el general Edward Cummings. Hearn es el prototipo del intelectual de izquierdas; lector de Marx y Lenin, bohemio, inmerso en el mundo del arte y de la cultura y profundamente humanista. Cummings, por otro lado, es el prototipo del hombre pragmático, del militar de profesión, del hombre que, con un carácter recrudecido en la guerra, es incapaz de esconder su entusiasmo por el totalitarismo. Ambos, en diferentes encuentros, ponen de manifiesto sus ideologías; por parte de Hearn, un punto de vista inocentemente optimista, vinculado a la idea del progreso humanista; por parte de Cummings, un punto de vista reaccionario y profundamente despectivo frente al progreso. A través de estos encuentros dialécticos, se hace evidente, tanto para el lector, como para Hearn y Cummings, que aquello que les separa –el color de su ideología- es insignificante frente a aquello que les une. Aquello que, de suyo –y en palabras del general Cumings-, creen con mayor intensidad:

Para hacer el mal, antes el hombre debe concebirlo como un bien o como un acto meditado y legítimo. Afortunadamente, el hombre está obligado, por naturaleza, a encontrar justificación a sus actos. […] ¡La ideología! He aquí lo que proporciona al malvado la justificación anhelada y la firmeza prolongada que necesita. La ideología es una teoría social que le permite blanquear sus acciones ante sí mismo y ante los demás y oír, en lugar de reproches y maldiciones, loas y honores.
Esta idea, esta creencia pura y esencial, ilumina a los dos personajes y les hace ver el sinsentido, tanto de su relación –una relación sometida a los límites de sus rangos militares- como de la guerra en la que ambos se encuentran inmersos.

Desenmascarada la verdadera naturaleza de Hearn y Cummings –y por tanto, la falsedad de toda justificación moral e ideológica-, se muestra que ambos personajes desean, únicamente, llegar a ser como Croft; hombre despreocupado, de acción, sin meandros morales, fiel, única y exclusivamente, a su pelotón, sin identidad patriótica ni conciencia ideológica. Croft, en resumen, es el hombre del aquí y del ahora, de lo inmediato, de la vivencia. Y es por ello, por lo que resulta, de inicio, repulsivo, pues, antes de dicho desvelamiento, Croft se muestra como un personaje inhumano y monstruoso, capaz, tanto de matar al enemigo a sangre fría como de estrujar, con sus manos y hasta la muerte, el diminuto cuerpo de un pájaro. Pero Croft no es un monstruo inhumano -no lo es en absoluto-, es más, Croft es el personaje más humano de todos los presentes en la novela, pues es el único que asume, inconscientemente, eso sí, la irrealidad de aquello que les rodea y, además, es el único que se preocupa por lo verdaderamente importante: sobrevivir.
Es, por tanto, en la relación entre Croft y sus hombres, donde se culmina la labor de zapa y derrumbamiento, en la medida que Croft es capaz de ir sumando adeptos y “convencer” a sus hombres para que dejen de arrastrar su meliflua humanidad y se sumerjan, de pleno, en su verdadera condición individual, aislada de toda pertenencia política e ideológica –es decir, de todo fenómeno perteneciente a la voluntad de poder-y ocupada, exclusivamente, en la misión que les ha sido asignada.
La supervivencia de Croft y su pelotón, enfrentados al ejército japonés, al cansancio y a la sed, cobra una importancia vital en la novela, en tanto en cuanto, su supervivencia va más allá de la anécdota argumental para simbolizar la capacidad del hombre de desembarazarse de su manía finalista y, a su vez, percatarse de la gratuidad de su existencia y de la ridiculez de toda justificación divina, ideológica o conceptual.
Y es, precisamente, en estos capítulos, capítulos que muestran la evolución y el desgaste de todos los personajes, donde la novela alza el vuelo y se muestra brillante, cruel y salvaje.

Siendo, por otro lado, innegable el valor literario de Los desnudos y los muertos, no cabe duda que el factor estético queda profundamente ensombrecido por la extraordinaria capacidad del autor de dotar de un inmenso simbolismo a todos y cada uno de los personajes y a todas y cada una de las escenas de la novela.
Mailer, por incapacidad o desinterés, desatiende, en cierto modo, el estilo, produciendo una novela árida, sin edulcorantes estéticos y sin concesiones al paladar del lector.
No cabe duda, por tanto, que Los desnudos y los muertos es una obra mucho más preocupada por el fondo que por la forma.
Pese a ello, lejos se encuentra de mi intención el despreciar o negar el valor literario de Los desnudos y los muertos. Pues, pese a no formar parte de aquel selecto grupo de novelas que aúnan la belleza de la forma con la enjundia del fondo, la trascendencia de su mensaje enaltece el computo general de la novela.
Un mensaje que, parafraseando a Esther Selingson, sintetizaría de la siguiente manera:
El hombre, cual demiurgo improvisado, de persistir en sus sueños, corre el riesgo de convertirse en un hato de fantoches y de marionetas gozosamente sometidos a una esclavitud irreversible, ya sea en nombre de una Fe, o de una Idea.

Los desnudos y los muertos es, en suma, una novela de crítica y destrucción, poco sutil en su forma, pero muy rotunda en su fondo. Una novela que forma parte de la historia –una historia modesta, humilde y escrita en minúscula- de un siglo poco sutil en su forma, pero muy rotundo en su fondo.