Los despropósitos de bernardo mejías -relatos cortos-

Por Orlando Tunnermann

Como todo buen hijo, aleccionado en las excelencias de la bonhomía y la caridad, me apresté una mañana a atender las recurrentes demandas de mi inclemente madre paralítica.
Necesitaba unos cuartos para expenderlos en el malsano vicio de la bonoloto, dándome permiso para agenciarme yo la calderilla, que solía dilapidar a destajo en chucherías innombrables que me tenían toda la dentadura cariada.
Todo atildado y con exceso de perfume encima acudí diligente a un cajero automático de la calle León y extraje un buen fajo de billetes que harían las delicias de los menesterosos.
Cuando ya salían por la ranura, inexplicablemente quedaron éstos atascados junto a la punta de mi corbata. Frustrado con la cicatería del dichoso cajero, que se negaba a darle regocijo a los lúdicos pasatiempos de mi madre impedida, tiré con todas mis fuerzas de la corbata.
Logré mi objetivo, con tan mala suerte que, al salir yo despedido hacia atrás, le arreé un bofetón a una anciana corcovada que se befaba de mi rocambolesco percance con el cajero burlón.
Le pedí disculpas, todo abochornado, y repetí la misma operación con los billetes atrapados, con tan mala suerte que, al salir yo despedido hacia atrás, volví a abofetear a la apaleada viejecita.
Los billetes que habrían de servir de solaz a mi madre ludópata cayeron rotos junto a la dentadura postiza de la anciana, que me aporreaba e increpaba en arameo con un cayado de troglodita.
Mientras le exhortaba a que cesara de molerme a palos, me agaché para recoger su dentición, con tan mala suerte que, un chucho más grande que un portaaviones agarró entre sus mandíbulas el objeto bucal y se alejó como alma que persiguiera el diablo.
Como todo buen samaritano, solidario y altruista, sin esperar de la anciana mayor recompensa que la de su sonrisa desdentada, salí en pos del chucho ratero. Logré aprehenderlo y recuperar gran parte de la dentadura que el glotón cánido no había deglutido ya o destrozado entre sus mandíbulas de tiburón.
Exultante y bizarro como me sentía por mi gran gesta, regresé junto a la nonagenaria, que tan pronto como me alcanzó reanudó la brutal paliza con su bastón cavernícola.
Mientras el garrote me destrozaba vértebras desconocidas, me apresté a embutirle en su bocaza sin dientes la dentadura que había logrado recuperar, con la esperanza de que mi benevolente detalle aplacara su ira.
Pero tuve mala suerte y, en mi empeño por permutar la nefasta imagen que la anciana debía haberse hecho de mí, se tragó la parcial dentición liberada de las fauces del perro, con tan mala suerte que casi se asfixia y tuvo que acudir media plantilla del Samur a velar por su alma.
Regresé junto a mi madre contrariado, pues volvía con las manos vacías y la corbata de mis antepasados sucia y arrugada, con tan mala suerte que, distraído como iba con mis infortunios, caí en una profunda y hedionda alcantarilla, cuya tapa acababan de llevarse unos gitanos…