Los días siguientes fueron repitiéndose, enlazados , hasta que ya no sepudieron distinguir unos de otros, blancos y azules, alguno gris, húmedo, verdeoscuro, todos leves, como la irrealidad de las ensoñaciones. Convirtiéndose, enel deslizarse de las cosas que toman velocidad por si mismas, en un continuoazul con olor a salitre.
El teléfono móvil sonó una mañana, inusualmente temprano para que fueraAlfonso preguntando por las niñas, pero era él. El pitido estridente lo llenaba todo, y en la pantallaapareció su nombre, que Soto había transformado en mayúsculas después dela separación, como se escriben las notas impersonales, las instrucciones paraquien no nos conoce bien, las letras que dejan traslucir lo menos posible deuno mismo, encorsetadas en la rigidez de los palotes que las conforman,impidiendo que nuestra alma escape a través de las curvas de las minúsculas,que dejan tranquilamente aparecer sus inclinaciones, sus tendencias,sustrayéndose al pudor en el lánguido abandono de sus zarcillos al final decada palabra. Soto decidió que Alfonso había pasado a formar parte del universo delos extraños, de los ajenos, y, en consecuencia, su nombre figuró apresadoentre los rígidos trazos de la palabra ALFONSO, que se empeñaba en aparecer enla pantalla de su móvil a aquella hora de la mañana Hacía semanas que no hablabacon él, y había conseguido, por ello, ir rellenando el hueco de su voz con otrascosas que le permitían ir andando sin tropezar con los sentimientos que se le caían de las manos a cada paso. Aquello era un duelo en el que ir rellenando los vacíos para poder pisar, como en una habitaciónen la que faltaran algunos tablones en el suelo. Erradicar su voz como el que borra huellas para eliminarrecuerdos, pero el teléfono seguía sonando.