Se barajaban dos teorías que podrían explicar la extinción de los dinosaurios. Una de ellas hacía referencia a la erupción de uno o varios volcanes tan gigantes que la enorme cantidad de lava que vomitaron afectó a la temperatura global de la atmósfera. La otra relaciona ese cambio climático, tan drástico como para afectar a la vida en todo el planeta, con el impacto de un meteorito de enormes proporciones, de unos 10 kilómetros de diámetro, que se estrelló en lo que hoy es la península del Yucatán, en México, a finales del Cretácico, hace unos 65 millones de años. Un estudio reciente aboga a que el meteorito, y no los volcanes, fue el causante del repentino y drástico cambio del clima que motivó la desaparición de aquellos gigantescos animales. Sea como fuese, la cuestión es que la existencia de los seres vivos que pueblan nuestro mundo, antes y ahora, está estrechamente vinculada a un clima determinado que posibilita su viabilidad y desarrollo.
Parece demostrado, ya con total seguridad, que no fue la lava lo que modificó la temperatura global del planeta, sino que gases expulsados a la atmósfera de manera ingente fueron los responsables del cambio del clima que causó la extinción de muchas formas de vida. Pero si la desaparición de los dinosaurios fue fruto de un azar catastrófico, parece irracional que el ser humano, que se considera el único animal racional del planeta, corra idéntico destino por su irresponsabilidad, avaricia y soberbia. Ya que resulta incomprensible e injustificado que, por mero afán económico, no se avenga a tener en cuenta las advertencias de los científicos sobre el cambio climático y persista en mantener un estilo de vida que contribuye al calentamiento global de forma acelerada. De seguir así, dentro de miles o millones de años podría llegarse a descubrir, los que sobrevivan, que el ser humano se extinguió por no querer evitar su desaparición. La de los dinosaurios fue mala suerte, pero la nuestra sería un auténtico suicidio.