Charles Dickens.
Los documentos póstumos del Club Pickwick.
Introducción de Doireann MacDermott.
Traducción y notas de José María Valverde.
Austral. Barcelona, 2012.
Lo que empezó siendo un trabajo alimenticio para narrar veinticuatro ilustraciones sobre un club de torpes cazadores acabó siendo la primera novela de Charles Dickens.
Publicada en veinte entregas entre abril de 1836 y noviembre de 1837, Los documentos póstumos del Club Pickwick tuvo un éxito inmediato y le dio a Dickens una fama que le acompañó hasta su muerte y que le permitió abandonar el periodismo para dedicarse a la literatura.
Dickens combinó la imaginación y la acción trepidante, la extravagancia y el humor, la diversión en estado puro y la ironía en un inolvidable relato itinerante que se convirtió no sólo en un éxito editorial, sino en un fenómeno social que sobrepasó los límites de la literatura y sirvió para bautizar comercialmente puros o sombreros.
Samuel Pickwick, Sam Weller, Winkle, Snodgrass, Tupman... De entre todos los personajes que habitan esa novela, quizá ninguno tan inolvidable como Alfred Jingle, un entrañable caradura entregado al parloteo compulsivo y telegráfico, al atropellado análisis de la realidad reducida a su esqueleto esencial.
De sus “discursos espasmódicos” hablaba Cortázar en Reencuentros con Samuel Pickwick, el prólogo celebratorio que escribió para la edición de Círculo de Lectores.
Un prólogo que remataba con una carta de agradecimiento al protagonista de “una de esas obras que vuelven el mundo más soportable y divertido”, porque “forma parte de esa literatura que no se menciona casi nunca en las discusiones trascendentales pero que ocupa un lugar inamovible en la biblioteca del recuerdo.”
Para conmemorar el bicentenario de Dickens, Austral recupera la traducción, las notas y los fotolitos de la edición de Los documentos póstumos del Club Pickwick que José María Valverde preparó para Clásicos Planeta.
No es su mejor novela, tiene los defectos propios del principiante y las improvisaciones de la comercialidad con que fue planeada y sostenida entrega a entrega durante más de año y medio, pero hay en sus páginas un derroche constante de imaginación y una poderosa fuerza narrativa que hace volver a esa obra al lector que la ha visitado alguna vez.
En esa idea insiste Doireann MacDermott en la introducción a esta feliz recuperación:
Pickwick es una curiosa mezcla de fantasía y realidad, de alegría y tristeza; ello conduce a preguntarnos por qué tuvo tanto éxito cuando apareció. Tal vez ningún escritor inglés, ni siquiera Shakespeare, logró una relación tan feliz con su público como el joven Dickens.
Chesterton, que escamoteó la palmaria influencia cervantina en el trazado de Pickwick y Weller, dos variantes victorianas de Don Quijote y Sancho, hizo este elogio del novelista que es también una respuesta por anticipado a esa pregunta sobre el éxito del autor:
Dickens no pretendió mostrar los efectos del tiempo y de las circunstancias sobre los personajes, ni tampoco la influencia de estos sobre aquellas. Su meta fue retratar caracteres en una especie de vacío feliz, en un mundo situado mucho más allá del tiempo.
Eso justamente es lo que tienen los clásicos, que están mucho más allá del tiempo.
Santos Domínguez