Escrita en 1592-1593, esta pieza de amores cruzados, traiciones súbitas y amistades inquebrantables revela que William Shakespeare aún no dominaba, con la solvencia que desplegaría en años posteriores, las sutilezas de los cambios psicológicos. Sirva un ejemplo: a los treinta segundos de conocer a Silvia, Proteo declara ígneamente que ya no ama a su prometida Julia, sino a ella (acto II). Sirva otro más: cuando Valentín descubre que Proteo ha recurrido al engaño, la vileza y la traición para arrebatarle a Silvia le afea su conducta, él le pide perdón y Valentín concluye: “Entonces, todo está olvidado y confío nuevamente en ti” (Acto V). Giros demasiado bruscos que, salvo que seamos unos lectores de tragaderas muy anchas o unos espectadores de elástica indulgencia, no habremos de creer.Pero luego, obviamente, está el lenguaje shakespeareano, la maravilla de su música verbal, sus deliciosas imágenes (Valentín declara que, por haber merecido el amor de su dama, se siente “tan rico como si poseyera veinte mares”, acto II), y todo queda empapado de hermosura, y los matices más torpes son perdonados, y se aplaude. En Los dos caballeros de Verona aún no está todo Shakespeare, pero empieza a vislumbrárselo. Y eso, hablando del mayor genio literario de todos los tiempos, ya es mucho.