(Visiones en voz alta). He disfrutado, y mucho, durante las dos horas largas que dura Los dos papas, la película en la que Fernando Meirelles recrea —o inventa, en el sentido etimológico de “hallazgo”— la relación entre Benedicto XVI y el cardenal Bergoglio, el actual papa Francisco. Un tan apasionante como admirable y entretenido tête à tête entre dos enormes actores, Jonathan Pryce y Anthony Hopkins, sin olvidar la muy efectiva y sensible contribución del actor argentino Juan Menujín, que da vida al actual papa en sus años de juventud y madurez.
Independientemente de su relación con la verdad histórica —asunto complejo y fuente de las polémicas de doble filo que está creando el filme, sobre todo en relación con el enfoque de lo relativo al ocultamiento de las prácticas pederastas—, lo que me produce un entusiasmo sin restricciones es la obra artística en sí, lo bien pautado de las situaciones, la minuciosa y muy creíble recreación de escenarios y rituales, la brillantez de los diálogos, y de forma muy especial, el soberbio trabajo de los actores, que entregan uno de sus mejores logros interpretativos, tanto por la extraordinaria verosimilitud de sus recreaciones como, muy en primer plano, por la composición desde dentro de dos personajes reales y de una muy rica, matizada y apasionante relación entre ellos.
Y de momento no digo más. Salvo una cautela: me parece que es película cuyo fino y cabal aprecio exige cierta formación litúrgica en algunos entresijos de la iglesia católica y, quién sabe, también una mirada compasiva (empática) en relación con la historia eclesial. Y a partir de ahí, nada obstaculiza (nihil obstat) los análisis más críticos y profundos. Una gran película.