"Los dos regalos"(Cuento de Navidad)
Para Consuelo de Lucas
Cojeaba porque llevaba medioroto un tacón del zapato. Caminaba calle arriba hasta la altura de un buzón.Allí encendía un cigarrillo y emprendía la vuelta abajo. El otro hito era unapapelera desvencijada. Cuando llegaba, el cigarrillo se había consumido. Tirabala colilla al suelo y luego, vuelta a empezar.
Un coche solitario le dedicóun largo bocinazo. Las ruedas pasaron tan cerca del bordillo que le salpicaronlas medias con agua residual. No tuvo ánimos para responder con un gestoobsceno.
Luego se estremeció y cruzólos brazos sobre el pecho. Sudaba bajo el abrigo imitación piel como si lanoche fuera de verano. Pero era diciembre. Desde algunas ventanas llegabanvoces y la intermitencia de lucecitas de colores. Las ventanas, a veces, soncomo calendarios. La soledad recogía el eco de sus zapatos como único vestigiode vida en la calle. Frente a ella, los solares y la iluminación lejana de unpolígono industrial.
Cerca del buzón había unteléfono público. Aún funcionaba pese a estar casi destrozado a martillazos.Metió varias monedas. Tuvo que marcar tres veces porque el temblor de las manosla llevaba a equivocarse continuamente.
—... —¿Oye? ¿Me oyes? —... —Me prometiste traerme costopara un pico cuand... —... —¿Tres horas? ¿Todavía te voya esperar tres horas, jod... —... —¡Nadie! ¿Quién va a haber? Nilos canallas como tú están ahora en la ca... —... —Canall... Sí, un canalla, esoes lo que eres, un cerdo y un canalla...
Colgó.
De nuevo se puso a llorar.Golpeaba con la cabeza el teléfono. Pero sin mucha fuerza.
Retomó el paseo esperando talvez el milagro de un cliente. El caso es que se produjo. Un coche que venía ensu dirección fue aminorando la marcha. Dio un paso atrás para evitar nuevassalpicaduras. El coche se detuvo a su lado y el ocupante bajó un poco laventanilla.
—¿Cuántollevas, niña?
Se acercó intentando que eltacón roto no estropease un contoneo que quería ser sugerente. Ambos lados delabrigo fueron como dos puertas que se abriesen para enseñar una colección dehuesos apenas vestidos por una camiseta publicitaria, unas medias y un tanga defantasía de tejido barato.
—Treintao cincuenta, depende de lo que quieras que te haga. —¿A domicilio también? —También. —Pues móntate y arreando.
Subió al asiento de atrás. Sucicatriz en la cara le recordaba siempre que nunca debía sentarse junto alconductor. El cliente volvió la cabeza como si fuera un taxista que preguntarauna dirección.
—Hola,guapetona. Vamos a pasar un buen ratito, ¿verdad? —A lo mejor. Pero como me vuelvasa decir guapetona me bajo, ¿has entendido? —Huy, huy, qué humos tiene laniña... Alegra la jeta, que es Nochebuena, mujer.
El hombre condujo veloz porlas avenidas desiertas. El espejo retrovisor retrataba su cara gorda y su barbablanca. De haber llevado un gorro rojo con borlón hubiera sido imagen exacta dePapá Noel.
—¿Vamosmuy lejos? Te lo digo porque luego me tienes que traer. —Qué va, es aquí al lado. Yallegamos.
Tras alcanzar una bocacalleoscura, se abrió el portalón de un garaje subterráneo. El hombre maniobró hastadejar aparcado el coche. Luego se sacudió las manos con satisfacción.
—Nohabrá que subir escaleras, ¿no? Tengo un zapato roto. —Pues vaya palomita que me hebuscado... Es broma. Hay ascensor. Venga, mueve el culo.
Alcanzaron un vestíbulo y elhombre apretó un botón luminoso. Se oyó muy arriba un estrépito de mecanismos.
—Hoyte habrán dicho muchas veces Papá Noel. —Imagina. Cuando llegan estosdías es un latazo. Hasta he pensado afeitarme la barba y ponerme a régimen. Niandar puedo por la calle con tantos niños cabrones. Son la peste. —¿Y siempre te entra elapretón en Nochebuena, papanoel? —Paso de estos rollos. Perosí, al menos me la ponen gorda, jé.
La puerta del ascensor sedeslizó dejando paso a un flash de luz lenta. En la cabina, la barriga delhombre apenas dejó espacio para ella.
—Mierda,un ascensor con espejos. No aguanto los putos espejos.
Se tapó la cara con el bolsode plástico. Un goterón de sudor se deslizó desde la nuca. Bajo el abrigorecorrió toda la espalda y cayó finalmente entre sus pies. Luego siguieronvarios goterones más hasta formar una mancha mínima sobre la moqueta.
—No sete ocurrirá mearte aquí, ¿verdad? —Es sudor, gilipollas. ¿No vesel monazo que tengo? —Pues aquí llevo yo unplatanito para ese mono, paloma. Un buen platanito.
El hombre rió su propio chistea la vez que le alzaba la barbilla. Ella despreció el gesto girando conbrusquedad la cabeza. Revoloteó su pelo de estropajo.
—Noprotestes. Vamos a pasarlo bien.
El ascensor se detuvo ysalieron a un pasillo iluminado tan solo por una lámpara de emergencia. Elhombre sacó un manojo de llaves y abrió la puerta. La única de la planta.Encendió la luz del recibidor y con el brazo le ofreció la entrada.
—Pasaa mi nidito, gorriona.
Iba encendiendo luces a medidaque se internaban en la vivienda. Llegaron a un salón y ella se desplomó en unsofá. Sujetando el bolso se dobló por la cintura. Tiritaba. El hombre mientrastanto se quitó el abrigo de cuadros, lo arrojó en un sillón y se quedómirándola acariciándose la barba. Ella encendió un cigarrillo. Agitó el fósforopara apagarlo y lo tiró al suelo. Dio una calada profunda y echó el humo por lanariz.
—Págameahora y empecemos de una vez. —¿Cómo? ¿Pago por adelantado?Tranquila niña. ¿No te apetece antes una copa? —Escucha papanoel, no hevenido a un bar. O me pagas ahora o me largo.
El hombre sacó la cartera deun bolsillo trasero del pantalón. Chascó la lengua como si ahuyentase a unperro. Contó unos billetes y se los alcanzó formando una pinza con dos dedos.
—Cincuenta.Y diez de propina. Es Nochebuena. —A la mierda la Nochebuena. Vamosa lo que vamos.
Guardó con fastidio el dineroen el bolso sin contarlo. Aplastó con rabia lo que quedaba de cigarrillo en uncenicero. Se levantó y también se quitó el abrigo. Se ajustó las medias queformaban arrugas a todo lo largo de sus piernas flacas. Sobre el ombligollevaba el tatuaje de una serpiente arrollada en un corazón. Adoptó una posturaen la que el patetismo vencería siempre a la procacidad.
—¿Aquímismo te viene bien, papanoel? Si no tienes gomas yo llevo en el bolso. —¿Gomas? Escucha, te he dadodiez de propina. Tengo alergia a las gomas. —Pues sin goma son veinte más,a ver qué te has creído. Además tengo el bicho dentro, te lo advierto. —Me gusta el riesgo... Y dejaya de joder con las prisas, eh. Primero quería hacerte un regalito que segurote va a encantar. Una sorpresa. —No me gustan las sorpresas,papanoel. No me gustan las sorpresas. Así que no me sigas jodiendo, te lo pidopor favor, ¿no ves cómo estoy?
Se volvió a sentar en el sofácomo un pájaro que cayera al vacío. De nuevo acudió un llanto que agitaba sushombros y clavículas. Una frágil estructura de alambres. El tipo tomó de unaestantería un pequeño cofre de madera con motivos hindúes y lo puso sobre lamesa del sofá. Abrió la tapa. Ella se limpió de lágrimas y mocos con el dorsode la mano. Miraba sorprendida los objetos que, uno a uno, iba sacando delcofre. Una cinta de caucho, una cuchara, un papel doblado y una jeringuillanueva embalada aún en su aséptica funda de plástico. El llanto dio paso a una sonrisaque mostró sin pudor su dentadura almenada.
—Losavíos del puchero, paloma. ¿Te gusta o no te gusta ahora el regalo de tu PapáNoel? —Joder, tío, no me jodas...Dime que no estoy soñando. —Ahora te traigo agua. ¿Tesirve una vela para hervirla?
Mientras él iba por el agua,abrió la papelina y con la punta del meñique humedecida en saliva atrapó unpoco de polvo blanco. Lo saboreó como algo delicioso y un breve fulgor incendiósus ojos con una belleza pasajera.
El hombre trajo una botella yuna vela roja. Le pidió los fósforos y la prendió. Dejó caer unas gotas de cerasobre la mesa y en ellas fijó la vela. Con el temblor del ansia, sin ningunavergüenza, procedió con el ritual mil veces repetido atándose la cinta de gomaen torno a un brazo escuálido curtido por el sarampión de las picaduras.
—¿Y esjaco? ¿Jaco de verdad, papanoel? Sabía raro pero guay. —¿No te fías de mí? Caballitodel bueno, niña. Vas a galopar. —No puedo fiarme o no fiarme.Ahora me metería lo que fuera.
El agua mezclada con el polvobullía en la cuchara sobre la llama oscilante de la vela. Con sus pocos dientesapretó la goma dejando libres las manos para llenar la jeringuilla. Luego segolpeó el interior del codo buscando el estímulo de las venas y pinchó. Conlentitud hizo entrar el líquido y luego bombeó extrayéndolo y mezclándolo consangre. El contenido tomó un color escarlata difuso antes de desaparecer porcompleto. Cerró los ojos, suspiró muy hondo y dejó reposar la nuca en elcabecero del sofá.
—Elcielo. Ahora estoy en el cielo, papanoel. Un pico así vale lo menos sesenta osetenta. ¿Por qué me lo has regalado? —¿No lo deseabas? —No te imaginas cuánto... Nolo puedes imaginar.
El hombre se sentó junto aella y recogió todos los elementos con cuidado. Le quitó la goma y la dejó enla mesa junto a la jeringuilla. Observaba curioso sus ojos entrecerrados y suboca balbuceante de tranquilo placer.
—Sabíaque era tu mayor deseo, paloma. —Qué jaco más bueno... quéjaco más bueno, papanoel... Tengo siempre otro deseo pero es un secreto. Nuncase lo digo a nadie. Ay, qué jaco... —¿Ni siquiera a mí? —Ni a ti. Es mío. Lo único míoque me queda... ay, qué jaco más guay... Anda, se bueno y déjame relajarme unrato. Luego ya verás... te voy a hacer todo lo que quieras... lo que se teocurra... papanoel... un regalo...
El hombre esperó unos minutoshasta tener la certeza de que había quedado completamente dormida. Le alzó unbrazo y lo dejó caer. Después hizo lo mismo con una pierna. Luego le quitó loszapatos y las medias salpicadas de barro. Se incorporó y se acercó hasta unmueble. Abrió un cajón y cogió del interior unas tijeras. Volvió a ella y cortóla camiseta publicitaria para desnudarla sin esfuerzo. También cortó la cinturadel tanga. Sin ropa, el cuerpo desnudo era el de un ave desplumada.
Con todo cuidado la levantó enbrazos y se dirigió con su carga a un pasillo. La cabeza caía hacia atrássoltando una melena como un reguero de estopa apelmazada. Los pies colgabanmostrando sus tendones aristados. Fue abriendo con la espalda puertas encajadashasta llegar finalmente a una habitación. Con el codo accionó el interruptor deuna lamparita de noche. Al dejarla sobre la cama el cuerpo se crispó un segundoy tuvo que esperar a que se calmara de nuevo. De un armario sacó un paqueteenvuelto en papel de regalo. Trató de no hacer ruido al abrirlo. Era un pijamade felpa estampado de ositos y estrellas de colores. Tuvo que esforzarse peropudo vestirla sin brusquedad. Después la alzó de nuevo, abrió las mantas ydepositó allí su leve cargamento. Fue arropándola con cuidado sin prestaratención a sus balbuceos de bebé, pero pudo ver que sus ojos se entreabrían unmomento, brillantes y acuosos. Colocó bien el embozo poniendo toda ladelicadeza que pudo en cada pliegue. Le dio unos golpecitos en el brazo que yadebía sentir la calidez de las mantas y, finalmente, se acercó a su cara. Labesó en la frente. Tal vez las cosquillas de su barba blanca la devolvieron unmomento de su nebulosa.
—...Era mi secreto... el mío. —Chsss... Ya lo sabía. Ahora adormir, chiquilina. Es Nochebuena.
El hombre salió de lahabitación dejando la lamparita encendida. Luego cerró la puerta y se frotó lasmanos.
De nuevo en el salón hizo unallamada desde un teléfono móvil. Mientras esperaba contestación se fue poniendoel abrigo de cuadros.
—... —¿Oyeee? ¿Estáis ya en lacalle?... Sí, he acabado. Ahora mismo bajo.
*****
Se reunió con los otros en la misma puerta deacceso al edificio. Uno, ya mayorcito, iba vestido todo de cuero negro, llevabauna larga barba castaña y aunque medio calvo, el pelo lo recogía en una coleta.El otro era un negro decrépito al que parecía venir grande la ropa. El peloblanco de borra en contraste con la oscuridad de la piel lo hacía negativo defotografía. Si hubiera llevado una trompeta en la mano se confundiría con unanciano jazzman. El de la coleta amagó un golpe de broma sobre la barriga delbarbablanca.
—Eh,deja el boxeo para luego. No perdamos tiempo y vamos cuando queráis. —Tranquilo, tenemos toda lanoche ¿Salió bien lo tuyo? —Perfecto. Tuve que emplear ellenguaje duro porque es al que está acostumbrada. De otra forma se hubieraasustado. Al final se tragó el anzuelo del somnífero. Hubiera sido mejor darleun baño caliente pero temí espabilarla. De todas formas he dejado una nota enla mesilla. Ya la leerá mañana cuando despierte. ¿Y lo vuestro? —Bien, todo bien también. Bueno,éste como siempre, quejándose de no ir en coche, ya sabes. —Tengo uno en el garaje deaquí, si queréis... —Deja, ya sabes que leconviene moverse. —Ay, zeñó, zeñó... Tóooa lasanta noche cami'ando y cami'ando.
Echaron a andar mientras el barbablancacharlaba con el de la coleta. El negro se fue adelantando calle abajo.Barbablanca miró hacia arriba y comprobó el resplandor tenue que salía de unaventana. La señaló a su compañero.
—Pobrecilla.Un pijama de niña, una cama calentita, que la arropasen y que le dieran un besode buenas noches. Era todo cuanto quería. Pobre, pobre chiquilla. —Sí, pobre gente toda. Más dedos mil años visitándolos y siguen igual, empeñados en la infelicidad. —Llegó a confundirme con él.Es increíble que soporten su ridícula campanita y su jojojó. No lo habréisvisto, ¿verdad? —Ni olerlo. Nos hemosadelantado a su zona. —El caso es que el trabajo senos acumula con esto de la nueva campaña de re-captación. La cuestión esrestarle clientela, ya lo sé, pero me siento raro trabajando hoy. —Bah, un día de más quéimporta... Eh, mira ése la marcha que ha cogido... ¡Eh, negrito, no teadelantes tanto!... "Mami qué será lo que quiere el neeegroo... Mami queserá lo que quiere el neeegrooo..." ¡Espéranos, hombre! —Déjate, déjate que ya sabesel pronto que tiene.
El negro desapareció al doblaruna esquina. Segundos después sucedió lo mismo con el de la coleta ybarbablanca, pero antes volvió a mirar hacia la ventana levemente iluminada. Silencio.Cuando alcanzaron al negro, una estrella fugaz rasgó el cielo y por todorastro, flotando en el aire, quedó tras ellos un finísimo polvo de oro.
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