Los ecos de Arnaud Blanchard (II)

Publicado el 16 enero 2014 por Nestor74

El puerto de La Rochelle, a principios del siglo XVII.


Dos hombres con uniforme militar muy engalanado, vociferaban en la calle varias proclamas y repartían panfletos entre todos los jóvenes que pasaban.
¿Asqueados de la pobreza? Hay un futuro para vosotros en el Nuevo Mundo. Tierras por doquier!!!. Una proclama falsa y sensacionalista inundaba la Rue du Bourgogne y acabó por seducir al joven Blanchard, para quien su vida en Francia se acercaba peligrosamente hacia un callejón sin salida. Hay que comprender la desesperación que le embargaba: su padre era el único valedor que tenía en la familia pero pronto moriría; sus hermanos nada pensaban hacer por él así que pronto debería trabajar como ayudante de tabernero en cualquier antro de la ciudad. Viajar a París tampoco auguraba nada bueno al no tener estudios ni padrinos. Muchos de los amigos que habían emprendido ese camino seguían siendo igual de miserables que a su llegada. Incluso dos de ellos habían muerto en varios altercados de la calle.
Blanchard no disponía de recursos pero eso no le había convertido en una persona con espíritu de sacrificio. Seguía queriendo ganar dinero con poco esfuerzo y siempre había crecido con las historias de veteranos que habían logrado embolsarse un buen dinero en las colonias. Además, no iba a marchar como soldado sino como una especie de enlace con las tribus indígenas. Formaría parte de un grupo de jóvenes que aprenderían las costumbres y la lengua de los autóctonos para facilitar la integración y expansión del colonialismo francés en la zona del Québec.
Solo una condición quedó establecida antes de su firma. No partiría hasta la muerte de su padre. El funcionario le aseguró que, en tres meses, saldría un navío del puerto de La Rochelle. Si conseguía llegar a él, en el día señalado, podría enrolarse. De lo contrario debería responder ante un tribunal civil por incumplimiento de compromiso. No habría comprensión alguna por su situación. Si llegado el momento, la defunción no se hubiera producido, debería escoger entre marcharse o afrontar las consecuencias.
En las semanas siguientes, Arnaud nunca habló con su padre sobre esta importante decisión. Olivier pareció incluso mejorar con las nuevas medicinas y volvió a caminar y a dirigirle en la gestión de los contratos de tierras. Se sentía feliz por la recuperación aunque sabía que no viviría mucho más. Sin embargo, el tiempo pasaba y le inquietaba tener que dejarle en su último tiempo de vida.
Pero sucedió que los hermanos habían planificado la usurpación de los contratos de su padre antes de que muriera. Pretendían que les fuera firmado un documento de transferencia en vida, sin cláusulas mayores. Algo que les diera libertad para repartirse el contingente a su libre albedrío. Cuando los tres avaros irrumpieron en la casa, Olivier se opuso rotundamente a sus planes. El testamento estaba redactado y se conocería tras su fallecimiento. Y, en dicho documento, habría un estipendio para Arnaud durante cinco años. Todo ello fue censurado por los desalmados y decidieron obtener el documento de cesión por la fuerza.
Dos horas después, Arnaud llegaba a la casa tras una nueva tarde en l'Eppe d'Or. La bebida nublaba su vista pero, desgraciadamente, no le cegó del todo. Bajo el marco de la puerta que separaba la entradilla de la sala principal, yacía el cuerpo sin vida de Olivier. Uno de los hermanos, Bertrand, bajaba la escalera que conducía a las habitaciones portando varios documentos. No hubo conversación, solo una sentencia: "Vete ahora mismo, márchate lejos puesto que no hay nada aquí para ti. Y no regreses jamás."
La lamentación debía dejar paso a la impulsividad. Arnaud recogió sus escasas pertenencias en un saco y marchó hacia la ciudad. Allí se embarcó en un bergantín de río que, siguiendo el curso del Loire, le llevó hasta Nantes. Desde allí volvió a usar sus últimos ahorros para pagar a varios comerciantes por un espacio en su carro hasta llegar a La Rochelle. Trabajó como mozo de cuadras para una acaudalada familia en el tiempo que transcurrió hasta la salida del navío. Durante estos meses siempre mantuvo la mirada hacia el horizonte, y nunca volvió la cabeza atrás.