Los escritores lentos, Jaime Gil de Biedma

Publicado el 17 abril 2017 por Kim Nguyen

valery larbaud

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Ser escritor lento sin duda que tiene sus inconvenientes. Y no sólo porque contraría esa legítima impaciencia humana por dar remate a cualquier empresa antes que del todo olvidemos el afán y las ilusiones que en ella pusimos, sino también imposibilita, o al menos dificulta, la composición de cierto género de obras, de aquéllas concebidas en torno a una primera intuición a la que el escritor tozudamente supedita el mundo de sus solicitudes diarias; semejante sacrificio resulta soportable por una temporada más o menos larga, pero habitualmente más corta que la que a nosotros, los escritores lentos, nos toma el escribir un número de versos suficiente. Puestos a escoger entre nuestras concepciones poéticas y la fidelidad a la propia experiencia, finalmente optamos por esta última. Nuestra actividad viene así a emparejarse con la vida misma -algo como un océano o como un tapiz a cada instante tejido y destejido, siempre vuelto a empezar-, y nuestros libros parece que naturalmente conformen según esa lógica heraclitana, de que hablaba Juan de Maicena, en la que las conclusiones no resultan del todo congruentes con las premisas, pues en el momento de producirse aquéllas ha caducado ya en parte el valor de éstas.
La lentitud también tiene sus ventajas. En la creación poética, como en todos los procesos de transformación natural, el tiempo es un factor que modifica a los demás. Bueno o malo, por el mero hecho de haber sido escrito despacio, un libro lleva dentro de sí tiempo de la vida de un autor. El mismo incesante tejer y destejer, los mismos bruscos abandonos y contradicciones revelan, considerados a largo plazo, algún viso de sentido, y la entera serie de poemas una cierta coherencia dialéctica. Muy pobre hombre ha de ser uno si no deja en su obra -casi sin darse cuenta- algo de la unidad e interior necesidad de su propio vivir. Al fin y al cabo, un libro de poemas no viene a ser otra cosa que la historia del hombre que es su autor, pero elevada a un nivel de significación en que la vida de uno es ya la vida de todos los hombres, o por lo menos -atendidas las inevitables limitaciones objetivas de cada experiencia individual- de unos cuantos entre ellos. Si mi lentitud en el trabajo ha servido para conferir a este libro esa mínima virtud creo que podré estar satisfecho.

 Jaime Gil de Biedma
Prefacio de Compañeros de viaje

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¿Y quién podría decirnos si no comenzaremos a cansarnos un buen día hasta de la propia velocidad? No hay duda de que ésta nos parece menos atractiva que en tiempos del Doctor Johnson. Lo cierto es que, sobre todo, resulta cómodo y nos parece agradable tenerla a nuestro servicio cuando la necesitamos. Pero se trata de una sirvienta un poco importuna, ya que se nos presenta más a menudo de lo que es solicitada. Ese pequeño defecto -su exceso de celo- crece con los años; y si la dejamos hacer lo que que quiere, se convertirá, de sirvienta, en ama.
La velocidad invade a tal punto nuestras horas de ocio, de ese poco ocio del que disponemos, que la lentitud tiende a convertirse, cada día más, en una mercancía rara y preciosa. Y es posible que, muy pronto, la vanidad venga a mezclarse con esta apreciación: lentitud, señal de ocio, del ocio que (equivocadamente) ha sido considerado un producto necesario de riqueza, aunque en sí nos parezca noble. Pero si la vanidad interviene, tanto mejor. A veces hace bien las cosas. La han calumniado más de la cuenta.

Valéry Larbaud
La lentitud

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On n’entendra jamais piaffer sur une route
Le pied vif du cheval sur les pavés en feu ;
Adieu, voyages lents, bruits lointains qu’on écoute,
Le rire du passant, les retards de l’essieu,
Les détours imprévus des pentes variées,
Un ami rencontré, les heures oubliées
L’espoir d’arriver tard dans un sauvage lieu.

Alfred de Vigny
La maison du berger
Les Destinées

Foto: Valéry Larbaud
El viajero más lento