Tras ser capturados, porque los cogerán, los etarras asesinos de Santa Pola aparecerán en la Audiencia Nacional como todos sus antecesores: con camisetas de eslóganes violentos, hinchazón y cloqueos de gallináceos, saludos de “Gora Eta” y abrazos de triunfadores.
Es el espectáculo habitual de estos neandertales cejijuntos de frente estrecha –cuyas cualidades deberían divulgar los fisiógnomos--, que cuando los detienen se defecan sobre si mismos, pero que en los juicios se ponen rufianescos, protegidos por la lenidad de una justicia más que garantista.
Golpean los cristales que los protegen, saltan y aúllan como homínidos: son aberraciones salidas del limo de Lovecraft, gárgolas antropófagas producidas por sus campanarios parroquiales.
Cuando asesinan, la sociedad biempensante sale a la calle para protestar, creyendo ingenuamente que se puede conmover a las hienas, cuando éstas ríen sardónicas al ver a tanta gente compungida y beatona, aunque sea atea, que implora paz y piedad.
En sus confortables celdas carcelarias, y entre carcajadas por esas novenas que ven en sus televisores, piden marisco y champaña para festejar los asesinatos; al día siguiente, nadie los despertará porque estarán con resaca.
Igual que se hace en otras democracias, el Estado seguiría respetando sus derechos humanos si los vistiera con uniformes de presidiarios y los exhibiera encadenados, impidiéndoles humillar a sus inmolados: humillados, solo ellos.
Y también respetaría sus derechos y los de sus víctimas manteniéndolos muy distanciados entre sí, y encerrándolos entre sus iguales, los más sádicos y sanguinarios asesinos comunes.