Los eunucos
Publicado el 17 julio 2017 por Biblioteca Virtual Hispanica
@BVHispanica
ALBERTO VANASCO
Los talentos de Vanasco son múltiples. Ha escrito excelentes novelas (Los muchos que no viven, Nueva York, Nueva York, entre las más destacables), dos libros de poemas (Ella en general y Canto rodado), una vida y obra de Hegel, una obra de teatro (No hay piedad para Hamlet) y, no por último menos importante, numerosos relatos de ciencia-ficción, en un principio publicados junto con Goligorsky en la prolífica década del sesenta. «Los eunucos» cuenta con una ventaja por sobre la mayoría de los demás relatos de Vanasco: se estructura alrededor de una idea fuerte y no pierde de vista las vacilaciones personales del protagonista, abandonándolo antes de su decisión definitiva, potenciando así el alcance del texto. E. E. G. Hernán tomaba su cerveza con calma. La reunión era en la avenida del Liberador a las ocho de la noche. Como apenas eran las seis y media todavía tenía tiempo. Podía esperar a que oscureciese y caminar después sin apuro, bajo el fresco, buscando las calles menos concurridas y vigiladas. Llevaba puesta la trusa de reglamento aunque igual se notaba algo, pero ahora ya no le importaba. Se había cansado de aquella permanente tensión. Hacía un rato, sin ir más lejos, cuando acababa de sentarse en el bar, había debido presenciar una operación de descargo: una patrulla de sicarios había descubierto a un réprobo y sin más se había arrojado sobre él para cercenarle las partes pudendas en plena calle. Terminó con tranquilidad su botella, llamó al mozo y le pagó, sin que el hombre, al parecer, se diera cuenta de nada, y en seguida salió a la calle. El sol se ponía y unas nubes rugosas, cargadas de agua, iban cubriendo el cielo. «Mejor así» pensó. Tomó por Independiente, después dobló hacia el norte y siguió por Liberal. Caminaba por la vereda de los números fraccionarios y por fin cruzó la plaza sombría qué además estaba desierta a esa hora. Se sentó en uno de los bancos pero a los pocos minutos empezaron a caer las primeras gotas. Se levantó y sin querer apuró el paso al llegar a Liberador. Ahora algunos hombres pasaban corriendo junto a él, en grupos o solos, enfundados en sus trusas, pálidos y mansos, riendo de la lluvia como mujeres, con sus miradas lánguidas y perdidas. De cuando en cuando resonaba a lo lejos una explosión y pasaba haciendo oír su sirena un artefacto policelular. Hernán tuvo que ocultarse en un portal al ver acercarse una banda de caponeros con sus cimitarras doradas al cinto. Por suerte, ninguno de ellos se fijó en él y siguieron de largo. En el acrílico cachado de las paredes centelleaba —a través de las gotas de lluvia— el último rayo de sol. A los tumbos pasó un ómnibus simulado, que no levantaba a nadie. En algunos comercios algunas mujeres todavía hacían como que compraban. En una cabina pública un hombre hacía como que hablaba por teléfono. Ésa era la hora en que la ciudad empezaba a girar (para que a la mañana siguiente, al amanecer, los primeros rayos del sol iluminaran la zona de los grandes cuarteles). Hernán corrió desde el portal y trepó a la acera automática que, como siempre, estaba descompuesta, y caminó sobre los escalones aplanados mientras miraba los avisos que se proyectaban en los televisores adosados al pasamano, pero antes que comenzara la arenga nocturna ya había llegado al aeropuerto. Cruzó la avenida solitaria y entró en el primer hangar del campo de helicópteros. Allí era la reunión. Acaba de caer un aparato y en esos momentos, allá al fondo, remataban o saqueaban a los heridos. Hernán bajó al sótano y se encontró allí con todos sus compañeros. Lo estaban esperando sentados en camiones de chatarra y restos de escritorios y muebles. Ahí estaban los cinco, callados, mirando la llama del calentador que alguien había encendido en el centro, sobre el piso, como si esperaran que estallase. El agua hervía. Hernán se sentó en uno de los bultos y sacó una pastilla de yerba: la echó en la pava. Las caras de todos sus amigos se relajaron. —¿Qué hay de nuevo? —dijo. Ninguno de los cinco se animó a contestar. Sólo se miraron en rueda como incitándose a hablar unos a otros. Hernán notó algo extraño. —¿No hicieron nada? —volvió a preguntar. —No —replicó Migan—. No pudimos hacer nada. Tampoco tenemos intención de hacerlo. Por eso te esperábamos para hablar. Hernán los observaba y los veía abatidos, temerosos y macilentos, desvalidamente frágiles. —¿Quieren desistir? —Mathi se acercó y sirvió a cada uno una taza de la infusión aromática. —No es eso, Hernán —se animó a aclarar Nolo—. Es que la situación ahora es distinta. No podemos movernos ni siquiera dentro de la fábrica. A la calle ni nos asomamos. Ayer cayó Mestrut. Single la semana pasada. Ya ves. —Ya veo qué —dijo Hernán. —Sólo eso, ya ves —repitió Nolo. De pronto Hernán comprendió qué era lo extraño que había mirado entre las piernas, allí mismo donde la trusa debía ajustarle y advirtió que algo había desaparecido, que faltaba lo más importante, que la trusa no estaba del todo ajustada como era de esperarse, esto es, que había ocurrido ya lo que todos ellos durante tanto tiempo y con tanto sacrificio habían estado tratando de evitar. Saltó sobre su compañero Nolo con la Intención de palparlo entre las piernas para cerciorarse de que no le faltaba lo que debía tener; pero Nolo se hizo a un lado de pronto, con las manos sobre las ingles, haciéndose un ovillo, dejándose caer al suelo, gritando, como sí lo hubieran golpeado exactamente allí. —No, no —le pedía. Hasta que al final quedó completamente encogido sobre el piso, en uno de los rincones, con los ojos en blanco, echando baba, tal cual. Hernán miró confundido a los demás. Y algo notó también en sus trusas pero sobre todo en sus caras que le crispó las entrañas: todos ellos sin excepción lo observaban ahora un poco de reojo como en actitud culpable, listos para dar un salto y ponerse fuera de su alcance al menor amago de su parte. —Migán, vos también —dijo él, pero Migan puso sus manos como Nolo sobre las Ingles y se encogió en silencio—. Vos, Mathi —siguió Hernán, y Mathi se hizo a su vez un ovillo. Hernán se lanzó sobre Olgo para palparlo pero Olgo corrió y escapó por la escalera hasta que el ruido de sus pasos se perdió allá arriba en dirección a la calle. Hernán se sentó aniquilado en un cajón. —¿Todos? —preguntó. —Sí, todos —admitió Migán. Hubo entonces un silencio general, allí dentro y allá arriba, en el aeropuerto—: Pero queremos decirte algo —terminó. —Ahora todo está de más —dijo él. —No, no es así. Porque todos seguimos creyendo en la causa, todavía pensamos que teníamos razón, que todo esto hay que cambiarlo. Lo que ha ocurrido no tiene tanta importancia. Nos hemos dejado extirpar para estar tranquilos, para poder trabajar mejor. Nada más. Igual seguiremos luchando juntos, como hasta ahora, hasta el final. —Claro —dijeron los demás—. Es para seguir luchando, todos juntos. —Sí —dijo Hernán—, pero ¿ahora con qué? —Se sentía él mismo impotente. Era como si también le hubieran extirpado algo a él. Se levantó y le pareció que la trusa le quedaba floja. Se sentía más liviano y se preguntó con asco si no se había alegrado de lo ocurrido. Se acercó a la escalera para salir: —Me gustaría ser como ustedes —les dijo— para no despreciarlos. Subió despacio las escaleras y salió a la calle. Caminó por Liberador. Aquí y allá se derrumbaban algunos edificios cargados de piletas de natación. (Los arquitectos e ingenieros habían olvidado ya las nobles artes de su oficio). Algunas ambulancias hacían como que querían llegar a los lugares de las distintas catástrofes, pero chocaban entre sí en el trayecto, o se descomponían, o simplemente se embotellaban en el tránsito a causa de las calles levantadas, o perforadas. La ciudad le pareció más siniestra y hosca que nunca. «Tengo que verla a Gloria» pensó, y casi a la carrera se dirigió hacia el Concreso. ¿De qué les había valido resistirse durante tanto tiempo al decreto general de descargo? Desde que él tenía memoria los hombres eran castrados al llegar a la pubertad. Los estudiantes eran los únicos eximidos de tal esterilización: se les prorrogaba el plazo a fin de no privarlo de las energías necesarias para completar sus estudios, pero apenas se recibían, no bien terminaba la ceremonia de entrega de los diplomas, eran mutilados como todo el mundo, a cambio de lo cual se les concedían todos sus derechos civiles. A partir del descargo podían abrir sus bufetes o consultorios o estudios, y tener propiedades y comprar y vender. La población vivía de ese modo con una apariencia de docilidad, como si todos los ciudadanos se hallaran conformes. Se les veía ocupados, apacibles, melancólicos y fúnebres. Muchos de los otros, llegados a la edad apropiada, se cercenaban ellos mismos, obedientemente, hasta con deleite, los órganos de la generación. Las mujeres, a consecuencia de todo esto, eran en su mayoría frígidas y las muy pocas que no lograban alcanzar ese alto grado de adaptación social se veían obligadas a buscar sus parejas entre los grandes reproductores (como los llamaban) que vivían en la parte alta de la ciudad, que conservaban su virilidad y que, como era lógico, dominaban también no sólo el país sino también el continente íntegro. Estos grandes sementales llevaban la lista de las mujeres insatisfechas, a las que mandaban llamar con algún sirviente cuando tenían necesidad de ellas. A veces las retenían en sus casas durante un año o más, según sus servicios, y en grupos de treinta y cuarenta, hasta que decidían cambiar de harén. Sus casas resaltaban así especies de grandes serrallos o gineceos en que los demás hombres eran tan sólo las eunucos que las cuidaban. Los que como Hernán se habían resistido al cumplimiento del decreto expiatorio manteniéndose en la clandestinidad, eran los renegados de aquella sociedad dócil, y, en consecuencia, debían vivir sin ninguna de las ventajas esenciales con que contaban los demás. Tenían que ocultarse permanentemente de las autoridades, de los delatores y, sobre todo, de los contingentes volantes de castración que recorrían la ciudad buscando a aquellos cuyas trusas ajustadas denunciaban que aún se tenía lo que no estaba permitido tener. Cuando una patrulla de sicaros descubría a algún réprobo, se lanzaba sobre él y allí mismo, en la vía pública, llevaban a cabo la operación de descargo con sus grandes cimitarras doradas de filo mellado. Hernán y sus amigos habían debido hacer proezas increíbles para llevar sus trusas bien ceñidas al cuerpo y no ponerse en evidencia. Los otros, en cambio, obtenían como compensación un trabajo más o menos seguro, una vivienda adecuada y la comida necesaria para su familia es decir, para sus mujeres histéricas y sus hijos bastardos. También recibían a veces —según la mayor o menor obsecuencia de cada uno— alguna que otra prebenda, que era muy apreciada. De este modo tenían la apariencia de haber solucionado todos sus problemas y vivían como si fuesen hombres íntegros. Para Hernán la única, verdadera y valiosa retribución de su rebeldía había sido el amor de Gloria. En su relación con ella había hallado su justificación y su fortaleza. Sin embargo, aquella noche, al llegar a su casa, cerca de la plaza de los tíos Concresos, la encontró díscola o, por lo menos, apática. No le permitió entrar y le cerró la puerta en la cara, después de decirle que no quería verlo más por ahí. Hernán volvió a llamar, una y otra vez, hasta que ella se asomó de nuevo y entonces él le explicó su situación, lo que había ocurrido y que necesitaba hablar con ella. Gloria salió —mirando hacia un lado y otro como con temor de ser vista en su compañía— y empezaron a caminar por la avenida. —No quiero que te vean más por mi casa —dijo ella. Iban bajo los grandes árboles frondosos que, en verdad, se resquebrajaban putrefactos. Aún caían algunas gotas y el viento se había calmado. —No entiendo —dijo Hernán—. Creí que todo andaba bien. —Eso es lo que vos creías —dijo ella—. Pero lo nuestro terminó hace rato. Aun antes de que nos conociéramos. Hubo un silencio, al cabo del cual habían llegado frente a las baterías. En ese instante se oían descargas de fusilamientos. —Todo ha sido un tremendo disparate —siguió ella, después—. Una soberana inmundicia. —¿Inmundicia? —se dijo Hernán. No veía la relación. Veía solamente el pavimento de acrílico roto bajo sus pies, que ahora además acababa de partirse en dos—. Entonces, quiere decir que no tiene ninguna importancia que nosotros dos, así como están las cosas… —¿Qué nosotros qué? —Podamos querernos o mejor dicho hacer el amor como, como… —no encontraba las palabras. —¿Cómo Dios manda? —Eso. Con todo. Gloria hizo un ruido con la boca que dejaba entender la poca consideración que le daba a ese aspecto de su intimidad. —El sexo no tiene nada que ver con esto —dijo ella, luego de detenerse en una esquina donde había gente que corría a los ómnibus destartalados que seguían de largo con un ruido infernal—. El sexo es otra cosa. El sexo consiste en el dinero, en el poder, la seguridad, en lo que te permite tener cosas y disfrutarlas y ser como los otros. Eso es lo que Dios manda. El único sexo que yo conozco es el dinero, que es lo único por lo que la gente te respeta. Y es lo que te falta a vos. Lo que vos llamás sexo no es nada, es una ilusión, una mentira, una fabulación. Sexo es lo que tienen los demás que les permite vivir y ofrecer la vida a los otros y no lo que vos te empecinas en defender, eso que precisamente te convierte en un fantasma, en un paria, un muerto en vida. Los únicos eunucos en esta ciudad son vos y tus amigos. No existís, Hernán, eso es lo que te ocurre. Porque pedís cosas que no pueden ser, libertad, igualdad, justicia. Yo preciso un hombre que forme parte de la realidad, que me haga vivir en el mundo y no en ultratumba. ¿Está claro? Tenés que elegir. Hernán. Tu sexo o el de ellos. A Hernán nunca se le hubiera ocurrido. Gloria se dio vuelta como para regresar: —Andá. Allí a tres cuadras tenés la Oficina de Descargo. Andá y poné en orden tu legajo. Cuando tengas tu certificado volvé a mi casa. Gloria se alejó rápidamente por donde habían venido. Hernán, casi sin darse cuenta, se encaminó hacia la Oficina que ella le había indicado, donde se encargaban de la esterilización. De pronto observó que involuntariamente había apurado el paso. Era verdad. Por lo visto, se había quedado solo. Ya no tenía por qué seguir resistiendo. Aunque tal vez sí, y casi se detuvo. Estaba a poco menos de dos cuadras. «Pero todavía tengo tiempo de decidirlo» pensó. Tal vez no era el único, habría muchos como él ocultos por la ciudad. Tratando de mantener prendida esa llama que los hacía hombres. Aunque no podía saberlo. Tal vez era el único. Y siguió caminando. Faltaba apenas una cuadra. «El único», se dijo. Pero ya no le importaba. Llegó así a cincuenta metros de la Oficina de Descargo. Después de todo aún no había entrado. «Todavía estoy a tiempo de echarme atrás», se decía. Bastaba con seguir de largo. Siguió avanzando. Treinta pasos. Veinte. Ya estaba casi frente a la puerta. Pero todavía no la había cruzado. Todavía sentía que llevaba eso. «Aún estoy a tiempo», repitió en voz alta. Ahora eran diez pasos. «Todavía», se dijo. Después diez, y cinco… y cuatro… Cuando llegó frente a la puerta se detuvo un momento.