Este nuevo “triunfo” de la Administración “trumpista” se enmarca en una política exterior errática e incoherente que parece obedecer a criterios nihilistas y mediáticos antes que a razones objetivas por resolver conflictos y poner orden en las relaciones entre países, sobre la base de la democracia, los derechos humanos y el respeto mutuo. Como empresario fullero, Trump, principal impulsor de esta iniciativa, buscaba algún éxito con el que presentarse a la próxima campaña electoral de 2020 en la que persigue su reelección. Pero sin un plan serio ni apoyos regionales, ha vuelto a cosechar un fracaso estrepitoso. ¿Cuál será su próxima ocurrencia?
También está en “lío” de Siria, donde se pretendía expulsar del poder al “tirano” Bashar al-Assad, aprovechando las revueltas conocidas como “primaveras árabes” (que tumbaron a tres dictadores, pero dejaron en el poder a otros tantos), y se ha acabado apoyando a su Régimen y Ejército en la guerra que libra, desde 2011, contra un batiburrillo de insurgentes y el autollamado Estado islámico. EE UU justificó su entrada en el conflicto alegando supuestos crímenes del Gobierno sirio por efectuar ataques químicos. Así, la segunda orden militar de Trump, desde que asumió el mando en la Casa Blanca, fue lanzar un ataque con misiles contra instalaciones sirias en las que supuestamente se fabricaba o almacenaba armamento químico, a pesar de que, como sucedió en el Irak de Sadam Hussein, jamás se han encontrado tales armas ni evidencias que impliquen al Gobierno sirio de su tenencia y uso. Más aún, la Organización para la Prohibición de Armas Químicas, respaldada por la ONU, Médicos Suecos por los Derechos Humanos o el Instituto Tecnológico de Massachusets cuestionan su existencia. De este modo, Siria se ha convertido en el escenario geoestratégico de batallas a múltiples niveles. En un nivel está Siria contra Al Qaeda. En otro, Estados Unidos, Israel, Arabia Saudí, Jordania y Emiratos Árabes Unidos, por un lado, y Rusia, Irán y China, por el otro, enfrentados, con la excusa de defender a quien no consultan -al pueblo sirio-, por mantener o ampliar sus respectivas influencias en una región rica en recursos y consolidar sus intereses económicos y políticos. Mientras tanto, Al-Assad sigue en el poder y Trump involucrado en otro conflicto del que no sabe cómo escapar, a pesar de considerarse un genio de las negociaciones.
Ensoñaciones como las que lo llevan a intervenir, a su estilo, en el conflicto entre Israel y Palestina, decantándose abierta e incondicionalmente del lado hebreo y en contra de la legalidad internacional y las resoluciones de la ONU. Con ayuda de su yerno (que para eso está la familia, no el cuerpo de diplomáticos y expertos del Departamento de Estado), propugna un “acuerdo de paz” que, a cambio de inversiones sin concretar, renuncia a la solución de los dos Estados y a la devolución de los territorios palestinos ocupados. Ello, unido a las decisiones que ha tomado de cortar toda ayuda a la causa palestina, incluidas las humanitarias, y al beneplácito con que ha consentido cuantas acciones ilegales ha cometido Israel (declarar Jerusalén como capital del Estado, derribos de barrios palestinos, disparar contra manifestantes civiles desarmados, etc.), ha envalentonado al extremista gobierno de Benjamín Netanyahu, que actúa sin miramientos en su afán por destruir todo rastro árabe (un 20 por ciento de la población) en el Estado judío, extender la soberanía de Israel más allá de las fronteras establecidas por la ONU y despreciar los derechos que asisten al pueblo palestino. Ni siquiera con tan formidable apoyo tiene garantizado Netanyahu su reelección como presidente sionista, en unas elecciones que han tenido que repetirse al no poder conformar una mayoría en el Parlamento. Y es que las maniobras de Trump, para forzar una solución del conflicto según convenga a una de las partes, parecen destinadas a cosechar un nuevo y sonoro fracaso.
Y es que las iniciativas de Donald Trump son impulsivas, viscerales, impredecibles e incoherentes y, por tanto, peligrosas y hasta contrarias a los propios intereses de EE UU. Sólo el populismo radical explica algunas de ellas, con su visión cortoplacista, intransigente y simplista de los problemas, como son el abandono de los acuerdos climáticos del Tratado de París o la ruptura del tratado para la eliminación de misiles de medio y corto alcance (INF), firmado con la Unión Soviética en tiempos de Reagan y Gorbachov, lo que ha desatado una nueva carrera armamentística. Con sus extravagancias, Trump ha impulsado el destrozo ambiental (ahí está Bolsonaro siguiendo su ejemplo) y la proliferación de armas de gran alcance y devastadora potencia. Todo un “triunfo” de su particular manera de abordar y agravar los asuntos en los que mete mano.
Queda por ver, por abreviar, lo que pasará con la guerra comercial con China, que va subiendo en grados y aranceles que encarecen los precios finales de los productos. Lo grave es que no es una batalla por igualar la balanza comercial entre ambos países, como se aduce con esa invención sistemática de falsedades a que acostumbra el discurso político, sino una guerra por el predominio tecnológico y la capacidad china de convertirse en un actor que disputa la supremacía de EE UU en el mundo. Trump ve con ojeriza sus avances tecnológicos y espaciales, su capacidad económica para invertir en todo el planeta y su potencial comercial para competir a escala global, pero se enfrenta a semejante reto con las armas pueriles de su matonismo negociador, aunque ello conduzca a una ralentización de la economía, incluida la del propio EE UU. No cabe duda de que las revueltas de Hong Kong se inscriben en ese enfrentamiento que libran ambos países. También sus amenazas a la Organización Mundial de Comercio (OMC), a la que tiene bloqueada e impide su función reguladora de las diferencias del mercado, para que cambie las reglas y considere ricas a naciones en desarrollo, como China, que hacen competencia al monopolio mundial norteamericano. Está por ver cómo queda esta guerra con China, pero por los resultados que avalan la conducta de Trump en política exterior, mucho nos tememos que acumulará un nuevo fracaso. Lo que pagaremos todos.